La vida era muy dura en la Roma republicana. Lo era ya desde el mismo nacimiento. Si un niño nacía disminuido o presentaba alguna tara física, su padre, el pater familias, tenía derecho a deshacerse de él, y lo cierto es que a menudo lo hacía, generalmente por asfixia. Otro tanto podía ocurrir si nacía una hembra, sobre todo si ya había más niñas en la familia. Los hijos varones eran útiles para labrar la tierra o guerrear, pero muchas veces las hijas se consideraban una carga. Además, los varones se encargaban de cuidar las tumbas de sus ancestros, y las supersticiosas ideas religiosas de aquellos romanos primitivos, aseguraban que esos cuidados resultaban imprescindibles para alcanzar el paraíso.
La
mortalidad infantil debía ser bastante elevada. Si el niño nacía sano, a los
ocho días del parto era oficialmente recibido por la gens, la gente, una unidad familiar más amplia formada por el
conjunto de los parientes, en una vistosa ceremonia. Sobrevivir el primer año
era ya toda una victoria, y en cuanto los niños comenzaban a caminar, se
iniciaba su educación en el seno de la familia. Las chicas aprendían a hilar y
a tejer, y eran iniciadas en las labores de intendencia de la casa. Las más
afortunadas, pertenecientes a las familias más ricas, quizá aprendían algo de
música. En general no realizaban demasiadas tareas pesadas, pues abundaba la
mano de obra esclava en consonancia con las continuas conquistas de pueblos
sojuzgados. Muy pocas, acaso sólo las destinadas a casarse con personajes
notables, aprendían también a leer y a escribir, pero en conjunto el papel de
la mujer entre los romanos era de completa subordinación. Pasaban del dominio
paterno al del marido, y más tarde eran tuteladas por los hijos varones. El
marido cenaba recostado en el triclinio, la esposa sentada en el borde del
diván para ofrecerle los manjares.
Nuestro
profe Bigotini, que también tiene sus puntas y collares de poeta, a falta de
monte Aventino, se sube en una banqueta y se arranca a recitar los hexámeros
homéricos. Rara vez termina una estrofa, porque le da la tos, y además tiene
vértigo.
Canta,
oh musa, la cólera de Aquiles…
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