Que
la teoría de la relatividad no es precisamente intuitiva es algo que no puede
negarse. Revolucionó en su momento la física y hoy constituye el principal
pilar en que se apoya el conocimiento del universo físico en que habitamos, y
las leyes por las que se rige. Sus bases, tanto físicas como matemáticas, son
complejas, hasta el punto de que como muy bien se ha escrito en alguna ocasión,
aun en nuestros días son muy pocos los científicos capaces de comprender en su
totalidad la completa extensión de sus implicaciones. Sin duda Albert Einstein
fue uno de los más grandes talentos de la Historia de la ciencia. Pero lo
cierto es que conforme iba profundizando en sus descubrimientos y deducciones,
más incomprensibles le iban pareciendo. A lo largo de su gestación, muchas
veces tuvo que volver sobre sus pasos para convencerse a sí mismo de que
transitaba el camino correcto. Sin restar un solo ápice de mérito a su
admirable trabajo, conviene señalar que no partió de cero. Como muy
acertadamente describe la célebre metáfora, Einstein cabalgó a hombros de
gigantes. Se apoyó en ideas y descubrimientos anteriores, conectando los datos
y llevando al extremo sus consecuencias con asombroso esfuerzo y perseverancia.
Digamos que hace cien años la situación de la ciencia estaba madura para
alcanzar aquella cima.
Uno
de los principios básicos de la relatividad es que el espacio/tiempo constituye
una unidad indisoluble. Y la relación entre el espacio y el tiempo es el
movimiento. La velocidad es la medida del movimiento que une las realidades
espaciales y temporales. La velocidad, es decir, la proporción entre el espacio
y el tiempo, es lo que determina el comportamiento de la naturaleza. Los
objetos sólo existen cuando se mueven, y existen en función de cómo se mueven.
En el mundo del espacio/tiempo entendido como una única realidad, algo puede
estar quieto en el espacio, pero entonces se moverá en el tiempo. Ese algo
puede estar inmóvil en el tiempo, pero entonces se moverá, muy rápido por
cierto, en el espacio. Este último es el caso de los fotones, partículas
carentes de masa para las que el tiempo no ha transcurrido en absoluto desde el
principio del universo, pero que se mueven en el espacio a la endiablada
velocidad de la luz, la máxima velocidad posible en la naturaleza, porque ellos
mismos constituyen la luz. Cuando un objeto viaja con calma, el tiempo
transcurre deprisa, pero el espacio en torno suyo se estira, lo que hace que el
objeto sea mayor, posea una gran masa. En cambio, si ese objeto se mueve muy
rápido, el tiempo se alarga, un segundo transcurre para él más despacio, mientras
su espacio y el objeto en sí mismo se encoge, pierde masa. Esta es la forma en
que el espacio/tiempo se mantiene estable, cuando uno es mayor, el otro mengua.
Nosotros,
como todo lo que contiene el universo, nos estamos moviendo continuamente a
velocidades muy considerables. No somos capaces de percibirlo porque nosotros,
nuestro mismo planeta y todos nuestros puntos de referencia nos movemos siempre
a una misma velocidad estable. Los sentidos nos transmiten el mundo tal y como
se manifiesta a la velocidad en la que hemos surgido y vivido. Nunca hemos
experimentado otra. Como Einstein supuso con razón que esas ideas serían
difíciles de aceptar, como lo eran para él mismo, se decidió a aportar pruebas.
Lo hizo en la histórica conferencia del 25 de noviembre de 1915, y eligió para
ello al planeta Mercurio, el más pequeño y más cercano al sol de nuestro
sistema. Como gira muy próximo al sol, siente con mucha fuerza su influencia.
El tirón del sol y los demás planetas provoca en Mercurio una especie de
bamboleo sobre su eje orbital, que se desplaza un poco del plano en cada giro
que da. En realidad, eso mismo les ocurre a todos los planetas, pero en
Mercurio, que es diminuto y vive sometido a fuerzas intensas, se nota muchísimo
más. Vuelta tras vuelta, la órbita de Mercurio llega a volcarse sobre sí misma,
y después sigue girando hasta que, al cabo de un tiempo, regresa a su plano
original dibujando un círculo completo. En 1859 se calculó que la órbita de
Mercurio giraba en el espacio 575 segundos de arco por siglo. Un círculo se
divide en 360 grados, y los grados se dividen en 3.600 segundos de arco, así
que la perturbación era muy pequeña. Por tanto, la órbita de Mercurio
necesitaría mucho tiempo para darse la vuelta sobre su eje: exactamente 225.000
años. Este era el cálculo, pero he aquí que más tarde las observaciones cada
vez más precisas de los telescopios indicaron que la órbita de Mercurio tarda
en dar la vuelta completa 244.000 años, lo que equivale a una velocidad más
lenta, en concreto de 532 segundos de arco por siglo. ¿A qué se debía esa
diferencia de 43 segundos de arco o 19.000 años? Se comprobó que las
observaciones no mentían, pero resulta que en las ecuaciones tampoco se
encontró ningún fallo, lo que convirtió al asunto en uno de los mayores
misterios científicos en el principio del siglo XX.
Y
aquí intervino el genio de Einstein. Aplicó sus ecuaciones y obtuvo el
resultado de que la desviación de la órbita mercuriana era de 532 segundos de
arco por siglo, tal como decían las observaciones de los astrónomos. ¿Qué había
ocurrido? Simplemente la órbita de Mercurio era inexplicable porque la medíamos
en un espacio absoluto y en un tiempo estable tomados de las proporciones
terrestres, pero en la relación espacio/tiempo del propio Mercurio, definida
por su masa y su velocidad, todo cuadraba. Aquello hizo que la incredulidad que
en principio había suscitado la teoría de la relatividad, se transformara en
entusiasmo. Físicos teóricos y matemáticos de todo el mundo se pusieron a poner
a prueba las ecuaciones de Einstein y comprobaron que realmente funcionaban.
Después de decenas de miles de experimentos, se ha demostrado que los cálculos
de Einstein son increíblemente exactos y explican un número enorme de fenómenos
naturales. La ciencia hoy considera un hecho que la naturaleza a grandes
rasgos, se comporta tal y como Albert Einstein la describió.
La realidad es a menudo más asombrosa que la ficción. Ello se debe a que la ficción, para resultar creíble, debe tener sentido, mientras que la realidad casi nunca lo tiene. Albert Einstein.