Publicado en nuestro anterior blog en enero de 2013
En 1956 Paul Martin, un paleoecólogo
que investigaba en el laboratorio botánico del desierto de Carnegie, muy cerca
de Tucson, Arizona, abrió un texto de taxonomía y empezó a calcular el número
de mamíferos que habían desaparecido en Norteamérica durante los últimos 65
millones de años. Cuando llegó al último periodo del Pleistoceno, que duró hasta
hace unos 10.000 años, y el principio del Holoceno, que dura hasta
nuestros días, comprobó que en ese breve periodo de tiempo (brevísimo al menos
en términos geológicos) habían desaparecido nada menos que setenta géneros de
animales, todos ellos de grandes mamíferos terrestres, que comprendían cientos
de especies. Los ratones, ratas, musarañas y otras criaturas pequeñas habían
salido indemnes, lo mismo que los mamíferos marinos. Sin embargo, la megafauna terrestre había sufrido un golpe
mortal.
Entre los gigantes extinguidos cabe
citar a los enormes armadillos y
a sus parientes los gliptodontes,
monstruos acorazados del tamaño de un automóvil, provistos de largas colas
terminadas en una bola de púas. Castores
del tamaño de un oso. Leones de las cavernas bastante mayores que
las especies africanas actuales. Lobos gigantes (los mayores cánidos que han
existido). Cerdos salvajes. Osos
cavernarios de largas patas y
doble corpulencia que los actuales osos grises. Tres especies de caballos americanos. Unas
cuantas variedades de camellos y tapires.
Numerosas criaturas astadas, desde el berrendo
gigante al alce-ciervo, una especie de
mezcla entre alce y uapití, pero de un tamaño colosal. Tigres dientes de sable. Guepardos americanos de talla extraordinaria. Perezosos gigantes. Megaterios de hasta seis toneladas…
Pero acaso los ejemplares más
espectaculares de esta fauna extraordinaria eran los proboscidios. El mamut lanudo americano, el
mayor elefante de que se tiene noticia, que superaba incluso a su pariente
siberiano, pesando más de diez toneladas. El mamut
colombino, una especie sin pelo que vivía en latitudes más cálidas. El mamut enano, de alzada no
superior a la de un hombre, que habitaba en las islas del Canal de California.
El mastodonte americano, un coloso que extendía su hábitat desde México
hasta Alaska…
El término griego holocausto significa literalmente sacrificio de
cien bueyes. En sentido figurado lo empleamos para referirnos a grandes
masacres. ¿Es apropiado utilizarlo en el caso de la megafauna americana? Paul Martin
comprendió inmediatamente que si. Toda esta fantástica fauna desapareció en
apenas mil años, un abrir y cerrar de ojos geológico, y lo hizo… pues si, a
manos del hombre, el mayor depredador sobre la faz de la Tierra. Cuando
nuestros primeros ancestros abandonaron África para repartirse por el resto de
los continentes, comenzó a gestarse la tragedia. La teoría de Martin, que no
tardó en ser bautizada como la
guerra relámpago, sostiene que, empezando por Australia hace unos
48.000 años, cuando los humanos llegaban a un nuevo continente, encontraban allí
animales que no sospechaban que aquel insignificante mono sin pelo resultaría
tan terriblemente voraz.
Los herbívoros africanos han
sobrevivido a la extinción porque desde hace más de un millón de años
aprendieron a desconfiar de los temibles homo
erectus que comenzaban a fabricar hachas y cuchillos de piedra. Cuando
aquellos depredadores llegaron al puente terrestre de Bering y se plantaron a
las puertas del continente americano hace ahora 13.000 años, llevaban ya al
menos otros 50.000 siendo homo
sapiens. Eran más listos y poseían una tecnología mortífera: lanzas,
jabalinas, propulsores, arcos y flechas… Las sutiles y altamente perfeccionadas
puntas líticas de la cultura
de Clovis, datan según los arqueólogos de hace 13.325 años. Los
primeros pobladores humanos de América llegaron poseyendo ya esta depurada
técnica. Martin comprobó que en al menos catorce yacimientos las puntas de
Clovis se encontraron acompañadas de esqueletos de mamut o de mastodonte, y
algunas de ellas incrustadas entre sus costillas. Los confiados gigantes
americanos no tuvieron la menor oportunidad. Todos los herbívoros fueron
masacrados. Es de suponer que los grandes carnívoros murieron de hambre al
carecer de presas.
“Si el continente americano hubiera
sido inaccesible a los humanos, hoy Norteamérica tendría el triple de animales
de más de una tonelada que África”, afirma Martin. Y aun más si añadimos
también los de Suramérica: la macrauquenia, una especie de camello
provisto de trompa; el toxodonte,
una mole a medio camino entre hipopótamo y rinoceronte; los perezosos gigantes; o los
enormes megaterios de la Patagonia… Algunos
investigadores cuestionan la teoría
de la guerra relámpago para
algunas de las especies mencionadas. En todo caso lo circunstancial no invalida
el postulado principal: desde nuestra aparición en el planeta como especie
social y organizada, los seres humanos constituimos la más acabada máquina de
matar. Nuestra capacidad de destrucción supera con creces a los cambios
climáticos, las erupciones volcánicas o los impactos de meteoritos. Así de
triste y así de exacto.
Contemplando a aquel valiente
soldado enfermo, se me partió el corazón. ¡Fiebre tifoidea! O te mata o te deja
tonto. Yo lo sé bien porque combatiendo en la campaña de Argelia, contraje la
enfermedad. Patrice Mac-Mahon, Presidente de la República francesa..