Atendiendo
a los diferentes estratos de la corteza terrestre y a su datación,
tanto a través de hallazgos fósiles, como mediante mediciones con
isótopos, los geólogos han establecido una serie de eras o periodos
en que se divide la historia natural de nuestro planeta.
Según
la nomenclatura más ortodoxa, nos hallamos en el periodo Holoceno,
que se inició hace unos diez mil años y llega hasta la actualidad.
Los geólogos han acuñado recientemente el término Antropoceno,
un afortunado neologismo que pretende destacar el protagonismo de las
sociedades humanas y su repercusión en la ecología terrestre.
Si
algo caracteriza a este periodo antropocénico, es el desmesurado
crecimiento de la población humana, así como, sobre todo en los
últimos siglos, una incesante y progresiva aceleración de lo que en
términos comunes suele calificarse como progreso,
y que también podría definirse como la creciente capacidad humana
para modificar el medio en el que habita.
Todas
y cada una de las especies de seres vivos que pueblan nuestro
planeta, descendientes de un primitivo antepasado común, han
experimentado para llegar hasta su forma actual, una serie de
adaptaciones
evolutivas. Como ya hemos repetido muchas veces aquí, esas
adaptaciones no son mejores ni peores. Simplemente han resultado ser
las más adecuadas al nicho ecológico que ocupa cada especie, y a
las estrategias que ha adoptado para sobrevivir y reproducirse,
perpetuando así su acervo genético. Así pues todas las criaturas
vivas que habitamos la Tierra hemos tenido el mismo éxito biológico,
ya que todos hemos sido capaces de preservar nuestro genoma,
haciéndolo llegar desde el comienzo de la vida hasta la actualidad.
Puesto que los individuos peor equipados evolutivamente, mueren sin
llegar a transmitir sus genes a la siguiente generación, cada uno de
los seres vivos actuales, desde una levadura hasta un manzano o un
señor de Pontevedra, somos el último eslabón (por ahora) de una
larguísima cadena de triunfadores. Todos y cada uno de nuestros
antepasados sin faltar ni uno solo, han tenido éxito reproductivo.
En caso contrario, yo no estaría aquí escribiendo esto, ni tú
leyéndolo.
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Ilustración de Arturo Asensio |
Si
nos centramos en las adaptaciones que nos caracterizan como especie,
entre las más recientes está nuestro elevado
índice de encefalización.
El cerebro grande es un rasgo que compartimos parcialmente con otros
mamíferos, particularmente con otros grandes simios antropoides,
como los chimpancés o los gorilas, pero que en nuestro caso está
mucho más acentuado, lo que junto a un mayor desarrollo y
complejidad de la corteza cerebral, nos confiere un grado de
inteligencia muy superior al de cualquier otra especie. A la
capacidad cognitiva se une la neotenia
o capacidad para prolongar el periodo infantil, etapa en que se
adquieren experiencias y existe una mayor facilidad para el
aprendizaje. Tampoco es este un rasgo exclusivo de los seres humanos,
pero es verdad que a diferencia de otras especies cercanas, en
nosotros la capacidad de aprendizaje perdura en la edad adulta, y en
muchos casos se mantiene durante toda la vida. Existe aun una tercera
y reciente adaptación. En este caso lo es tanto, que es
exclusivamente nuestra, y no la compartimos con ninguna otra especie.
Se trata de la capacidad de transmitir información a través del
lenguaje.
Parafraseando el texto evangélico, el verbo se hizo carne. La
palabra constituye quizá la adaptación más decisiva de la especie
humana.
Una
vez establecido el mecanismo de transmisión de información, los
grupos humanos fueron perfeccionando sus conocimientos y sus
habilidades. Al principio a un ritmo muy lento. Durante decenas de
miles de años los grupos humanos fueron muy reducidos. Los
yacimientos paleolíticos
muestran progresos en la industria de la piedra o en los trabajos de
huesos, pero esos progresos fueron muy lentos. Esta característica
puede apreciarse aun en las cada vez más escasas y amenazadas
sociedades primitivas que sobreviven en la cuenca amazónica o en
Nueva Guinea. Los pequeños grupos familiares o tribales paleolíticos
se desenvolvían en un medio y mantenían un estilo de vida que hacía
imposible su crecimiento.
Para
que el progreso
se acelere, es necesaria una masa crítica mínima de población. Eso
no se consiguió hasta la revolución neolítica.
Con la explotación de los recursos agrícolas y la división del
trabajo, la población humana creció exponencialmente, y a la vez
creció exponencialmente la transmisión de conocimientos. Durante el
periodo histórico, a raíz de la invención de la escritura, este
crecimiento, tanto poblacional como de la información, fue ya
imparable, llegando hasta nuestros días. El progreso, o lo que
llamamos progreso, parece no tener límites. La pregunta es:
¿representa un riesgo?
En
nuestra opinión el
riesgo no radica en el progreso como tal,
algo que por definición contribuye siempre a la mejora de la calidad
de la vida de los individuos y al perfeccionamiento de la sociedad.
El riesgo está
precisamente en la
enorme velocidad con la que se producen los acontecimientos, y sobre
todo, en la manifiesta
incapacidad de los seres humanos para reconocer las nuevas amenazas y
establecer a tiempo los mecanismos de defensa.
Hombres
y mujeres estamos preparados para enfrentar las amenazas del
Holoceno. Pero este crecimiento desmesurado poblacional, cultural y
tecnológico nos ha situado en pleno Antropoceno.
Nuestro equipamiento instintivo holocénico nos impulsa a retirar
rápidamente la mano si vemos una araña cerca, a bordear
prudentemente el sendero donde repta la serpiente, o a trepar a un
árbol al escuchar el rugido del tigre. Son improntas de conservación
que sirvieron de maravilla a nuestros antepasados paleolíticos. Sin
embargo el conductor que escucha en la radio la noticia de que las
emisiones de CO2
se han triplicado en el último año, no levanta ni un milímetro el
pie del acelerador. Otro tanto ocurre con el incremento de los gases
de efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono, el
calentamiento de los polos, la contaminación marina, la desecación
de los acuíferos… No se trata necesariamente de irresponsabilidad.
Los individuos uno por uno y correctamente informados, entienden
estos y otros problemas parecidos, y son capaces (todos lo somos) de
intelectualizarlos como importantes. Se trata sencillamente de que
todas estas alarmas encendidas que nos conducen a un lento (o quizá
no tanto) suicidio colectivo, no son capaces de poner en marcha
nuestros mecanismos instintivos de autoconservación, que datan del
ya lejano Holoceno.
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El Roto |
En
términos evolutivos, somos monos que al saltar del árbol, nos hemos
encontrado repentinamente en el futuro. ¿Cómo vamos a preocuparnos
por el calentamiento global, si aun estamos admirando con
incredulidad nuestros jeans y nuestro reloj de pulsera?
Es
imprescindible dar algún sentido a la vida, precisamente porque no
lo tiene. Henry Miller.