En
los siglos XVI y XVII, no sólo América, también Europa se llenó de españoles.
La mayoría de ellos, decenas de miles, eran soldados. Otros desempeñaron algún
cargo burocrático o funcionarial en los diversos virreinatos, gobiernos y
administraciones desde Flandes hasta Nápoles que salpicaron aquel Imperio
español destinado a extinguirse con los últimos Austrias. A los italianos, a
los alemanes, a los belgas, a todos los europeos de aquel tiempo, causaban
asombro esos tipos peninsulares. Según muchos testimonios, los juzgaban
soberbios, pendencieros y locuaces. Pero lo que acaso les causaba más asombro
era la gran cantidad de españoles que se decían nobles, hidalgos era el término
más utilizado. Quizá algunos mentían sobre su origen. En Brujas, Colonia o
Milán, a falta de paisanos que pudieran desmentirles, presumirían de blasones
quienes se habían criado en el Potro de Córdoba o en el toledano Zocodover.
Pero
lo cierto es que, mentiras aparte, la cantidad de hidalgos e infanzones,
miembros de lo que se ha llamado la baja
nobleza, era en los reinos españoles muy importante. Ese exceso de
hidalguía, o más bien de hidalguismo, así, con su carga
patológica, causó un daño irreparable al tejido económico y social del país, y
fue sin duda uno de los factores principales del retroceso y secular atraso de
España en el periodo posterior. Es notoria la repugnancia de una buena parte de
la población española de los siglos XVI y XVII al ejercicio de los oficios
manuales, considerados deshonrosos por los hidalgos o nobles. Ahí está el
germen del tristemente célebre “que
inventen ellos”, ese exabrupto mostrenco causante de tantas desdichas.
Sobre
el origen de ese desmesurado hidalguismo, escribe Américo Castro que el hispanocristiano alcanzó la plenitud de
su conciencia histórica como un combatiente vencedor; que al vencer iba
encontrándose, sin necesidad de otro trámite, instalado sobre unas gentes que
le hacían las ‘cosas’, más de las que podía manejar y dirigir. Juzga Castro
que el hidalguismo, el desdén por las tareas mecánicas y la incapacidad para
crear cosas, proceden conjuntamente de ese señorear por los cristianos el rico
botín de las técnicas de moros y judíos. Se apoya en unos versos del Cantar de Mío Cid:
En este castiello grand aver avemos
preso;
los moros yazen muertos, de bivos
pocos veo.
Los moros e las moras vender non los
podremos,
que los descabeçemos nada non
ganaremos;
cojásmoslos de dentro, ca el señorío
tenemos;
posaremos en sus casas, e dellos nos serviremos.
Claudio
Sánchez Albornoz, difiere en esto, como en muchas otras materias, de Castro, y
encuentra la explicación demasiado simplista. Apunta Albornoz que hasta finales
del siglo XI no dominaron los cristianos españoles tierras pobladas de moros
que pudieran señorear, y no convivieron con abundantes y hábiles masas de
judíos de cuyas técnicas pudieran servirse. Sostiene que mucho antes de aquella
fecha se habían ya concretado los rasgos esenciales de la vida social, política
y económica de la cristiandad peninsular, entre otros el del hidalguismo del
que tratamos. Además, después de entrar en posesión de las técnicas
manufactureras de judíos y moros, las actividades industriales de Castilla y de
los otros reinos peninsulares siguieron siendo reducidas, continuaron
importando productos manufacturados y exportando materias primas (lana), y
prosiguieron viviendo en evidente dependencia económica de la Europa cristiana.
Para
Albornoz, el hidalguismo y la repugnancia de los nobles por la economía productiva,
es anterior incluso a la presencia de moros en la Península. Se remonta al tiempo
de los godos, y es común al resto de Europa, donde los usos góticos
establecieron también castas que a partir de los primeros señores de la guerra,
se transmitieron en herencia a sus descendientes, y constituyen el germen del
feudalismo medieval. La diferencia con Europa estribaría en dos puntos clave.
Primero la desmesurada cantidad de nobles que proliferaron en los reinos
peninsulares, muy superior a la del resto de los reinos de allende los Pirineos.
Segundo, derivado del primero, la persistencia de esa desproporción numérica en
tiempos más modernos.
En
cuanto a la proliferación de los hidalgos, digamos que mucho tiene que ver en
ella el constante estado de guerra en que permanecieron los reinos cristianos
peninsulares durante el periodo de la reconquista. Fue práctica común la
concesión de títulos nobiliarios a quienes se habían distinguido en la batalla.
El fuero de Castrojeriz del 976, al convertir en infanzones (más tarde se llamarían hidalgos) a los caballeros (en
el sentido de hombre de a caballo) villanos de la plaza, les concedió como
primer privilegio, el de vivir señorialmente del trabajo de labradores de
ínfima condición. La ascensión del villanaje a la infanzonía fue una constante
a lo largo de varios siglos.
Por
otra parte, la condición de fillii
primatum, antecedente histórico de los hijos
de algo o hidalgos, conllevó desde el principio de la etapa gótica, no sólo
el privilegio o derecho de vivir del trabajo de los siervos, sino incluso la
obligación de hacerlo, con expresa prohibición de trabajar con las manos. Así,
Alfonso X dispone en las Partidas ( II. 21. 25) que perdiera la honra de la
caballería el caballero que vsasse
publicamente el mismo de mercaduría, o obrasse de algun vil menester de manos,
por ganar dineros, no seyendo cativo. Idénticas o parecidas leyes regían en
el resto de Europa, como está documentado en Francia o en Inglaterra. El noble
sólo tenía por ocupación digna de su clase la guerra o el servicio de la corte.
Aunque en España no hubieran entrado moros ni judíos, los hidalgos habrían
tenido por indigno trabajar en el campo, la industria o el comercio.
Sólo
casos extremos de pobreza movían al noble a renunciar a su hidalguía para trabajar
como villano. En Castilla tal renuncia exigía un rito público y pintoresco
recogido en el Fuero Viejo I. V. 16: Si
algund ome nobre vinier a probedat, e non podier mantener nobredat, e venier a
la Igresia, e dixier en Conceio: Sepades que quiero ser vostro vecino en
infurcion, e en toda facienda vostra; e aduxere una aguijada, e tovieren la
aguijada dos omes en los cuellos, e pasare tres veces sobre ella e dijier dexo
nobredat, e torno villano; e estonces serà villano, e quantos fijos e fijas
tovier en aquel tiempo todos seran villanos.
Otras
veces el amor podía llevar a una mujer noble a perder esa condición casándose
con un villano. Para recuperarla a la muerte de su marido, según el Fuero Viejo
I. V. 17: Deve tomar a cuestas la Dueña
una albarda, e deve ir sobre la fuesa del suo marido, e deve decir tres veces,
dando con el canto del albarda sobre la fuesa: Villano toma tu villania, da a
mi mia fidalguia.
Con
el tiempo y con los cambios sociales que se produjeron en la mayor parte de los
reinos europeos, incluido el apogeo de las grandes ciudades, muchos miembros de
la baja nobleza pasaron a formar parte de lo que se llamó la burguesía urbana,
haciendo negocio en el comercio o la incipiente industria. Mientras tanto en
nuestro suelo perduró y hasta se multiplicó la figura del hidalgo pobre, como
aquel que se describe en El Lazarillo,
que guardaba un mendrugo de pan duro para ponerse unas migas sobre la pechera
al salir de casa, y hacer creer a los vecinos que había comido, cuando en
realidad no había probado bocado.
Así
es la Historia, amigos. Tiene sus grandezas y sus miserias, y es preciso
conocer ambas para procurar evitar caer en los mismos errores del pasado. Al
profe Bigotini y a mí, sólo nos llaman caballero
los camareros y los taxistas. Somos villanos, ¡qué le vamos a hacer!, y hemos
tenido que trabajar toda la vida, probablemente porque no servimos para otra
cosa.
-López,
estamos muy insatisfechos con su rendimiento en el trabajo.
-Joder,
jefe, ¿y para decirme eso me despierta?