Durante
el Imperio Nuevo, Nubia no había sido más que la prolongación meridional de
Egipto, una tierra de negros más allá de la Primera Catarata, una colonia,
diríamos modernamente. Pero en el periodo de decadencia que siguió, con un
Egipto fragmentado y gobiernos rivales en Tebas y en el Delta, los egipcios del
norte carecieron de recursos para mantener su hegemonía en el sur. El resultado
fue que los nubios accedieron al autogobierno de su propio territorio.
Y
no sólo eso. Cuando Sheshonq, un monarca del Delta, ocupó Tebas, un grupo
numeroso de sacerdotes de Amón huyó hacia el sur, refugiándose en Napata, en el
límite meridional de la influencia egipcia, más allá de la Cuarta Catarata, que
se había constituido en capital de la nueva Nubia independiente. Allí
establecieron una especie de gobierno en el exilio, e incitaron a los príncipes
nubios a invadir el Egipto septentrional y restaurar la religión de Amón.
A
la sempiterna tentación de poder y de conquista, se añadió la idea del servicio
piadoso al dios verdadero, así que hacia 750 a.C. se produjo el avance nubio
hacia el norte y una conquista al parecer fácil por no encontrar resistencia
entre los escindidos egipcios. Un príncipe nubio llamado Hashta conquistó
Tebas, y su sucesor de nombre Pianji, se aventuró aun más al norte, dominando
el Delta hacia 730. Shabaka, el hermano de Pianji, trasladó la capital desde
Napata de nuevo hasta Tebas. A esta dinastía negra en el imperio del Nilo
llaman algunos historiadores nubia,
otros etíope, por el nombre que le dieron
los griegos, y Manetón la considera Dinastía
XXV. En cualquier caso, conviene aclarar que los nuevos señores de Egipto,
a pesar del color de su piel, no eran en absoluto extranjeros. Culturalmente
eran por completo egipcios, y así se refleja en todos los vestigios
documentales y monumentales que nos han legado.
En
732 a.C., mientras los nubios se adueñaban de Egipto, el rey asirio
Tiglath-Pileser III derrotó a los sirios y ocupó Damasco. Diez años después,
uno de sus sucesores, Sargón II, destruyó Israel y ocupó Samaria. Su hijo,
Senaquerib, asedió Jerusalén.
Los
faraones nubios trataron de impedir el avance asirio. El faraón Shabaka
desplegó emisarios, dineros e influencias para infundir en judíos, sirios,
israelitas y fenicios el espíritu de resistencia, mientras Egipto preparaba sus
defensas. Shabaka envió a su sobrino Taharka contra Senaquerib, que a la sazón
se encontraba asediando Jerusalén. Los egipcios fueron derrotados, pero entre
los asirios se produjeron también tantas bajas, que tuvieron que retirarse. Se
salvó así Egipto y de paso, Jerusalén.
Senaquerib
fue asesinado en 681 a.C. Su hijo Asarhaddón hizo a su ejército marchar de
nuevo hacia el oeste. Olvidando Jerusalén, que había resultado un hueso duro de
roer, avanzó directamente sobre Egipto, deseoso de cruzar su espada con
Taharka, el nuevo faraón, que años atrás se había enfrentado a su padre.
Taharka derrotó a Asarhaddón en 675, pero eso sólo sirvió para retrasar el
inevitable final. Los asirios de esa época poseían armas de hierro y una
organizada caballería. A la larga resultaban invencibles. Asarhaddón se
reorganizó, tomó Menfis y el Delta, pero falleció en 668, antes de poder
organizar una nueva expedición. Le sucedió su hijo Asurbanipal, que en 661
conquistó y saqueó Tebas, poniendo fin a la dinastía de los faraones nubios.
Continuaron
reinando en su patria de Nubia durante mil años más, pero su civilización,
alejada ya de la cultura egipcia, fue declinando poco a poco hasta la total
degradación. Tal vez los descendientes de aquellos orgullosos faraones negros
siguieran recordando aquel siglo de grandeza en que dominaron el que fue en su
tiempo el Imperio más poderoso de la Tierra.
-Mamá,
¿qué es un tejón?
-Es
una teja muy grande, como esas que pone tu padre en las obras.
-¿Pero,
no es un animal?
-Bueno,
sí, pero es tu padre, ten un poco de respeto.