De
La rama dorada, ese monumento
antropológico que construyó sir James George Frazer entre 1907 y 1915,
extraemos un interesante pasaje en el que el insigne investigador recoge
oscuras tradiciones que todavía persistían en la civilizada Europa de
principios del siglo XX.
<< Entre las clases ignorantes de la Europa moderna, la misma confusión de ideas, la misma mixtura de religión y magia emerge en variadas formas. Se nos dice, por ejemplo, que en Francia “la mayoría de los campesinos todavía creen en que el sacerdote posee un poder irresistible y secreto sobre los elementos mediante la recitación de ciertas oraciones que solamente él conoce y tiene el derecho de pronunciar aunque por pronunciarlas, deberá pedir después la absolución; en ocasión de peligro inminente puede detener o rechazar por un momento las leyes eternas del mundo físico. Los vientos, las tormentas, el granizo y la lluvia están a su disposición y obedecen su voluntad. El fuego también está sujeto a él y las llamas de un incendio se extinguirán a su mandato”.
Por ejemplo, los
campesinos franceses estaban y quizá están persuadidos todavía de que los
sacerdotes podían celebrar, con ciertos ritos especiales, una Misa del Espíritu
Santo cuya eficacia era tan milagrosa que jamás encontraba oposición en la
divina voluntad: Dios se veía forzado a otorgar lo que se le pidiera en esta
forma, por inoportuna y temeraria que pudiera ser la petición. No había ninguna
idea de impiedad o irreverencia en el rito para las mentes que en alguno de los
grandes momentos de la vida buscaban por este medio singular arrebatar el reino
de los cielos por la violencia. Los sacerdotes seculares rehusaban generalmente
decir la Misa del Espíritu Santo, pero los monjes, especialmente los frailes
capuchinos, tenían la reputación de condescender con menos escrúpulos a las
súplicas de los impacientes y angustiados. En la coacción que los campesinos
católicos creían ejercer sobre la deidad por medio del sacerdote parece que
tenemos el duplicado exacto del poder que los antiguos egipcios adscribían a
sus magos.
También, tomando otro ejemplo, en muchas aldeas de Provenza todavía se cree que el sacerdote tiene la virtud de impedir las tormentas. No todos los sacerdotes gozan de esta reputación, y en algunas aldeas, cuando tiene lugar un cambio de sacerdotes, los parroquianos están ansiosos hasta saber si el nuevo beneficiado tiene el poder (pouder) como ellos lo llaman. A las primeras señales de tormenta fuerte le ponen a prueba, invitándole a que exorcice a las nubes amenazadoras, y si el resultado responde a sus esperanzas, el nuevo sacerdote tiene asegurada la simpatía y el respeto de su rebaño. En algunas parroquias donde la reputación del vicario a este respecto era más alta que la del rector, las relaciones entre ambos eran en consecuencia tan tirantes que el obispo tenía que trasladar al rector a otra parroquia.
También los campesinos
gascones creen que para vengarse las malas personas de sus enemigos inducirán
en ocasiones a un sacerdote a decir una misa llamada de San Secario. Son muy
pocos los sacerdotes que conocen esta misa y las tres cuartas partes de los que
la saben no la dirán por amor ni por dinero. Nadie sino un sacerdote perverso
se atreverá a ejecutar la ceremonia horrenda y puede estarse muy seguro que
tendrá que rendir una cuenta muy pesada en el día del Juicio. Ningún cura ni
obispo, ni siquiera el arzobispo de Auch, puede perdonarle: este derecho sólo
pertenece al Papa de Roma. La misa de San Secario solamente puede decirse en
una iglesia en ruinas o abandonada, donde los búhos dormitan y ululan, donde
los murciélagos se remueven y revolotean en el crepúsculo, donde los gitanos
acampan por la noche y donde los sapos se agazapan bajo el altar profanado.
Allí llega por la noche el mal sacerdote con su barragana y a la primera
campanada de las once comienza a farfullar la misa al revés, desde el final
hasta el principio, y termina exactamente cuando los relojes están tocando la
medianoche. Su concubina hace de monaguillo. La hostia que bendice es negra y
tiene tres puntas; no consagra vino y en su lugar bebe el agua de un pozo en el
que se haya ahogado un recién nacido sin cristianar. Hace el signo de la cruz,
pero sobre la tierra y con el pie izquierdo. Y hace otras muchas cosas que
ningún buen cristiano podría mirar sin quedarse ciego, sordo y mudo para el
resto de su vida. Mas el hombre por quien se dice la misa se va debilitando
poco a poco y nadie puede saber por qué le sucede esto; los mismos doctores no
pueden hacer nada por él ni comprenderlo. No saben que se está muriendo
lentamente por la misa de San Secario.>>
Siguiendo las instrucciones de nuestro profe Bigotini hemos reproducido el pasaje sin añadir ni quitar una sola coma. Resulta en sí mismo tan inquietante como esclarecedor. Abunda en la convicción de que el cristianismo se construyó sobre los cimientos de las viejas religiones, y de que en sus rituales y fórmulas persisten todavía los ecos de ancestrales creencias nunca del todo olvidadas.
Los peligros materiales no son los únicos que acosan al salvaje y al ignorante. Los espirituales son a menudo mucho más terribles. Sir James George Frazer. La rama dorada.