Entre
los historiadores romanos fue común idealizar el periodo republicano como un
tiempo idílico en que reinaron la honradez y la justicia. Lo hicieron en gran
parte para subrayar el contraste con la corrupción que oscureció algunas etapas
posteriores. La República se mitificó, sí, pero ya se sabe que todos los mitos
encierran cierta dosis de verdad, y lo cierto es que la Roma republicana, aun
con sus correspondientes luces y sombras, tuvo muchas virtudes.
Es
de destacar la sobriedad arquitectónica de la urbe primitiva. Dos calles
principales se cruzaban en la ciudad, dividiéndola en cuatro barrios, cada uno
de ellos con sus dioses tutelares propios, los Lari compitali, que se horraban con pequeñas estatuas en multitud
de rincones y hornacinas repartidas por toda Roma.
Calles
estrechas de tierra apisonada que no se pavimentaron hasta mucho más tarde.
Desde los Tarquinos existía ya la cloaca máxima, pero tuvo que ser Apio Claudio
el Ciego quien hiciera construir el
primer acueducto que por fin llevó agua fresca a la ciudad desde las montañas
cercanas. Por primera vez los romanos se pudieron lavar. Las primeras termas no
se abrieron hasta después de la derrota de Aníbal. Subsistían las casas
edificadas por los etruscos, casas de piedra que se iban reparando y estucando
cuando hacía falta. Los romanos vivían fundamentalmente de la agricultura que
practicaban en los campos cercanos. Muchas de las familias aristocráticas
debían su nombre a sus especialidades agrícolas. Así, los Léntulo eran
especialistas en lentejas, los Cepione (Escipiones) en cebollas, los Fabio en
habas. Abundaban también los higos, las uvas y el aceite. Cada familia criaba
sus gallinas, sus cerdos y sobre todo sus ovejas de las que obtenían la lana
para vestirse.
El
primer camino decente fue la vía latina,
construida en 370 a.C., un siglo después de la instauración de la República.
Unía la urbe con los puertos albanos. Cincuenta años más tarde, Apio Claudio,
el mismo del acueducto, construyó la segunda, la vía Apia, que se prolongó hasta Capua. No existió una flota que
mereciera tal nombre hasta las guerras púnicas. En los primeros tiempos los
romanos desconocían la moneda. Se limitaban las transacciones al intercambio de
ganado. Las primitivas monedas ostentaban las imágenes de cerdos, ovejas, vacas…
ganado o pecus, de donde deriva el
término pecunia. La primera unidad
monetaria fue el as, un trozo de
cobre de una libra de peso. Apenas nacida, fue devaluada por el Estado para
hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica. Para ayudar al ejército,
todos los ciudadanos entregaron sus ases de cobre, estos fueron divididos en
seis partes, y por cada as recibido, el Estado restituyó una sexta parte, el sestercio, que al principio fue de cobre
y más adelante lo hubo de plata con valor de dos ases y medio. Llegó luego el denario, también de plata, con valor de
cuatro sestercios. Del término denario
deriva nuestro dinero en castellano.
Por último, la unidad de más valor fue el talento
de oro, que valía una fortuna, y sólo estuvo al alcance de los ricos.
A
falta de bancos, los romanos depositaban sus dineros en los templos, y los
préstamos estaban a cargo de los argentarios
que traficaban en oscuras oficinas próximas al Foro. El interés máximo
permitido era del ocho por ciento, y aunque la usura estaba expresamente
prohibida por las Doce Tablas, debía ser una práctica ilegal bastante
extendida. Gran parte de la mano de obra era esclava, y para los demás siervos
los derechos laborales eran inexistentes. Hubo diversas revueltas llamadas guerras serviles, y acaso para aplacar a
los trabajadores, se promovieron los gremios, llamados más propiamente colegios. Hubo doce oficialmente reconocidos:
alfareros, herreros, zapateros, carpinteros, tocadores de flauta, curtidores,
cocineros, albañiles, cordeleros, fundidores, tejedores y actores, llamados
estos últimos artistas de Dionisio.
Los
romanos se casaban muy jóvenes, a los veinte años los varones y tal vez algo
más jóvenes las esposas. Los matrimonios solían pactarse entre las familias y
podían ser con mano o sin mano. En los primeros la mujer
pasaba a ser propiedad del marido desde el primer momento. En los segundos el
padre de la novia mantenía los derechos sobre su hija durante el primer año, lo
que daba lugar a separaciones precoces. Pasado ese periodo, el matrimonio se
convertía en con mano por coemptio, es decir, por uso o
adquisición. Y también podía ocurrir por confarreatio,
cuando ambos cónyuges comían juntos un dulce. Esta modalidad estaba reservada a
los patricios, y requería solemnes ceremonias, festejos, cantos y nutridas
procesiones con acompañamiento de flautas. Cuando el cortejo llegaba a la casa
del novio, éste desde detrás de la puerta, preguntaba: ¿Quién eres?, y la novia contestaba: Si tú eres Ticio, yo soy Ticia. Entonces el novio le entregaba las
llaves de la casa, la tomaba en brazos y así pasaban bajo un yugo, el yugo
matrimonial. Según los historiadores del periodo imperial, el primer divorcio
de la Roma republicana no ocurrió hasta dos siglos y medio tras la fundación de
la República. Ignoramos si el dato es exacto o se debía al afán de los
historiadores por ensalzar la moralidad de los tiempos pretéritos frente a la
impudicia del Imperio, etapa en la que los divorcios fueron cosa corriente.
Las
relaciones entre hombres eran generalmente rudas, y el trato dispensado a
esclavos y prisioneros, despiadado. Sin embargo, se procuraba primar la
Justicia y la honradez por encima de todo. Por ejemplo, cuando un sicario se
presentó en el Senado proponiendo envenenar a Pirro, cuyos ejércitos amenazaban
a Roma, los senadores no sólo rechazaron la oferta sino que informaron del
complot al caudillo enemigo. Cuando después de la derrota romana de Cannas,
Aníbal mandó diez prisioneros de guerra a Roma para tratar el rescate de otros
ocho mil, con promesa de regresar. Uno de ellos no cumplió su palabra,
quedándose en su casa de Roma. El Senado le puso grilletes y le mandó al general
cartaginés. Si hay que creer a Polibio, la vuelta del prisionero nubló la
alegría de Aníbal, pues se dio cuenta de cuál era la clase de gente con la que
debía pelear.
En
definitiva, los romanos de la República eran tipos severos y rectos. Es muy conocida
la anécdota del esclavo escita de César que cada vez que alguien le adulaba, le
susurraba por detrás: recuerda, oh César,
que sólo eres un hombre. También se sabe que en los triunfos, a la vez que
el pueblo vitoreaba y aplaudía, los soldados de César le gritaban: ¡Déjate de mirar a las matronas, calabaza
monda, confórmate con las putas!
Debemos
concluir pues que los romanos de esa época debían parecerse bastante a los
tipos que idealizaron Plutarco o Tácito. Les faltaban el sentido de las
libertades individuales, el gusto por el arte y por la ciencia, los placeres de
la conversación y la filosofía, y sobre todo el sentido del humor. Pero a
cambio podían presumir de lealtad, sobriedad, tenacidad, obediencia y sentido
práctico. No estaban hechos para comprender el mundo y disfrutarlo. Estaban
hechos para conquistarlo y gobernarlo.
¿Qué
cuántos pulmones tengo? Uno, como todo el mundo. Mostaza Merlo, futbolista.