El
viaje de Bigotini y sus alegres compañeros de Londres a Edimburgo,
que se presumía plácido, dio comienzo con un trepidante tour de
force. Se equivocaron de aeropuerto, así que ahí tenéis a los
dos maños y las tres mañicas que se anuncian en el título, metidos
en uno de esos taxis londinenses que circulaba a toda velocidad por
atajos de las afueras y caminos de tierra, en un infructuoso intento
del animoso taxista indostánico por llegar a tiempo al aeropuerto
correcto. El prominente turbante del conductor le protegía de los
golpes en el techo del vehículo producto de los numerosos baches. No
tuvieron tanta suerte los profesores Crespovich y Bigotini, ni las
tres bellezas que iban con ellos. Los cinco salieron del taxi
tambaleándose.
Después
tuvieron que esperar al siguiente vuelo disponible, por eso llegaron
a Edimburgo ya avanzada la noche. Allí, muertos de hambre y cargados
de maletas, se dieron de bruces con los célebres festivales de
verano de la capital escocesa. Música y alegría por todas partes,
incluído el ruidoso local que quedaba justo debajo de su alojamiento
edimburgués, un pub para jóvenes viajeros continentales con mesas
de billar y cervezas descomunales. Si no puedes vencerlo, ya se
sabe... Lo mejor en estos casos es relajarse y disfrutar. El pollo
frito a la deriva en un mar de cerveza australiana, tuvo la virtud de
hacer que los cinco viajeros conciliaran el sueño como cinco bebés.
Gracias sean dadas a la divina providencia.
La
mañana siguiente, paseando por la ciudad soleada y endomingada, con
un buen desayuno en el cuerpo, se olvidaron los pesares, y la vida se
vio ya de otro color. Es Edimburgo una ciudad magnífica, con
excelente arquitectura civil y religiosa. Un paisaje urbano de
excepcional belleza. El grupo hizo sus acostumbradas fotos y se
regaló con sus acostumbrados refrigerios. El clima dio por fin un
respiro a los viajeros. En Escocia el clima es más fresquito. Un día
fresco y soleado... No ahora se está nublando... A continuación
llueve copiosamente... Un momento... parece que vuelve a brillar el
sol... La conclusión es que aunque no te guste el clima escocés, no
debes preocuparte nunca. Puedes estar seguro de que cambiará dentro
de un rato. En definitiva, relájate y disfruta.
No
debe dejar de visitarse en Edimburgo su céntrico cementerio
victoriano. Es probablemente el más curioso cementerio europeo. A su
puerta se yergue la tumba de Bobby, un perro singular que tras la
muerte de su amo, permaneció junto a su tumba, hasta morir él
mismo. Todo un ejemplo de cariño y fidelidad. Enternecedor. En
cuanto al recinto funerario, es una extraña mezcla entre lo tétrico
y lo bucólico. Es un claro exponente de su época, a caballo entre
el tumultuoso romanticismo británico, quintaesenciado en el lirismo
escocés, exagerado y sublime. Un paseo entre los cipreses, tumbas
cubiertas de musgo y telarañas, extrañas marcas en los mausoleos
que acaso evocan ecos de macabros ritos...
Concluyó
el domingo en Edimburgo con una cena magnífica en una vieja
biblioteca eduardiana reconvertida en restaurante de moda. Ni un solo
turista. Todos los clientes a excepción de nuestro grupo, eran
edimburgueses que entonaron viejos cánticos corales mientras
trasegaban una cerveza tras otra. Bigotini se atrevió con algunas
especialidades regionales: caldo de cordero con verduras y el célebre
haggis (pastel de hígado), servido con puré de patata y
colinabo.
La
opípara cena tuvo alguna consecuencia. La habitación del St.
Christopher Hostel que ocupan los viajeros, dispone de un solo baño
que comparten los cinco (recuérdese que los alojamientos no abundan
en plenos festivales). El caso es que la cena ocasionó pequeños
efectos colaterales. La íntima convivencia pone a prueba hasta los
más apasionados amores. No resiste Bigotini la tentación de
obsequiarnos con unas coplillas de pie quebrado:
En
este mundo caní
sin
cagar nadie se escá.
Caga
el pobre, caga el rí,
caga
el obispo y el pá.
A
quienes no puedan cá
yo
les daré la recé:
un
puré de coliná
y
unas pintas de cervé.
¿Que
exquisita delicadeza, verdad? En la estación de Edimburgo, muy
cercana al albergue, el grupo alquiló un automóvil, y sin más
dilación se puso en camino hacia la vieja y verde Escocia
Septentrional. Al principio cuesta un poco acostumbrarse a eso de
circular por la izquierda, con el volante y el resto de los mandos en
el lado contrario. Por suerte la naturaleza dotó a los felices
viajeros de excepcional habilidad, y tras apenas unas decenas de
pequeños sustos y divertidas peripecias para abandonar el centro
urbano y el tráfico de Edimburgo, consiguieron por fin ponerse en
carretera. El hecho de que también hubiera algún que otro peatón
que salvó milagrosamente la vida, no debe empañar un ápice la
pericia conductora de Bigotini y los suyos.
La
primera parada se hizo en uno de esos coquetos salones de té de una
de esas pequeñas poblaciones escocesas. La comida y el ambiente son
típicos de la Gran Bretaña rural, exactamente como los ambientes
descritos en las novelas de Agatha Christie. Un verdadero encanto,
vaya.
Por
carreteras estrechísimas y poco transitadas llegaron a Inverness.
Allí cenaron (lo primero es lo primero). Cerdo asado, patatas
rellenas, huevos escoceses, salmón, gambas... un festín. Vino
después la ardua tarea de buscar alojamiento. Todo está ocupado, y
no parece haber otra cosa en la pequeña Inverness que carteles de no
vacancies. Para colmo llueve con insistencia. Tras un par de
momentos de desesperación, por fin los dioses escuchan las súplicas
del grupo, y dan con una casa estupenda, regentada por una escocesa
la mar de simpática. Ocuparán una habitación del segundo piso y
una buhardilla enorme, cálida y acogedora. Laura y Bigotini rien a
mandíbula batiente, mientras dictan a Marisol el texto de las
postales para sus amigas: Querida Inés, estamos en Inverness, y
otras simplezas semejantes... Pili y Crespovich también están
encantados con su habitación. De noche camas limpias y calientes, de
día desayunos contundentes (huevos con tocino). ¿Se puede pedir
más?
Sigue
escribiendo Bigotini: una vez desayunados, nos aventuramos carretera
adelante, siempre hacia el lejano Norte. Lluvia y frío nos acompañan
sin darnos punto de reposo. Llevamos encima toda la ropa que
hemos traído.
En
un pueblecito vecino de un antiguo balneario, hacemos la primera
parada y tomamos unas cervezas. Recorremos la costa nororiental.
Viejos castillos en ruinas asomándose a los feroces acantilados.
Cielos cubiertos de bruma. Marismas interminables... Paramos en una
playa solitaria colonizada por unas algas fantásticas,
extraterrestres... Vuelve la lluvia inmisericorde, y nos expulsa
también de la playa. Iremos donde nos lleve el viento. Ya de vuelta
en Inverness, cenamos en un restaurante armenio. Vuelve a hacerse
plaza el buen humor. Nuestras risas se escuchan desde la orilla
opuesta del lago.
El
día siguiente desayunamos con las risas de la pasada noche
corregidas y aumentadas. Asoma tímidamente el sol. Bordeando el lago
Ness, llegamos hasta un pintoresco castillo edificado en un saliente
junto a las oscuras aguas. Cruzamos luego las Highlands de este a
oeste, hasta llegar a Skye, la mayor de las Hébridas del Norte.
Hemos penetrado en el Círculo Polar Ártico. Atravesando un
larguísimo puente que desafía las olas, accedemos a la isla. El
espectáculo es extraordinario: Escocia en estado puro. Rebaños de
ganado pastando en equilibrios imposibles en las laderas de las
verdes colinas. Reflejos del desvahído sol en la hierba, y todas las
gamas posibles del verde. Regresamos muy cansados a nuestra base de
Invesness. Mesa y manteles bordados en el restaurante de un viejo
hotel balneario de la orilla oeste del lago Ness. Alta cocina de aire
continental, algo más cara, pero sin exagerar. En Londres cenar en
un sitio así hubiera costado el triple, pero Escocia es mucho más
asequible. Fritura de pescados, mejillones, calamares... Todo para
chuparse los dedos. Esta noche disfrutaremos por última vez la
calidez de nuestra acogedora buhardilla. Mañana debemos dejar atrás
Inverness y los deliciosos huevos fritos con panceta del desayuno.
Bordeando
siempre el lago Ness, llegamos a Port Augustus, enclave privilegiado
de las Highlands, que es el puerto más septentrional de Escocia y
constituye, como refleja su mismo nombre, el límite boreal de la
romanización. Hemos almorzado en un paraje singular, al pie de la
cordillera de los Grampianos y a la sombra de la montaña más alta
de Gran Bretaña. Después carretera y manta (no vendría mal tener
alguna). Llegamos a Tarbet, a orillas del lago Loch Lomond, el más
extenso del país. Paisaje idílico con barcos surcando el lago y
playas de verde y brillante césped salpicadas de arboledas frondosas
y magníficas. Indagando en la oficina de información del pueblo,
unas viejecitas nos dirigen a un hotel con encanto. Es una casita
rústica con cómodas y espaciosas habitaciones. La regenta Jim, un
tipo bonachón de nariz roja, que nos amenaza con un desayuno
completo la mañana siguiente. Tras una vueltecita por
la tranquila localidad y unas cervezas, las camas nos acogen con
especial amor maternal.
El
desayuno completo no defrauda las expectativas. Huevos,
jamón, salchichas, judías, fruta fresca... No hay más remedio que
hacerle unas fotos. Nos despedimos del simpático posadero, y
partimos hacia el sur. Hay que ir pensando en volver.
Pasamos
por Glasgow sin detenernos y vamos a comer a Lanark, una ciudad
pequeña y provinciana que vivió su apogeo durante la era
industrial. El principal reclamo para el visitante es una vetusta y
monumental fábrica textil del XVIII. La recorremos a conciencia,
empapándonos de maquinismo y de historia de los movimientos sociales
británicos. Tomamos unas pintas en un acogedor pub tipo tasca de
pueblo, en el que reinan la alegría y el buen humor entre los
parroquianos desocupados y bromistas. El profesor Crespovich hace
gala de su dominio del slam británico, pegando hebra con un
tipo loco dueño de un perro grande como un pony. Al abandonar el
local, descubrimos un cartel en el que se ruega no bailar encima de
las mesas. ¡Vaya parroquia!
Después
de comer seguimos viaje hacia el sur. La verde Escocia, agreste en
las Highlands y más suave en esta región meridional, no deja de
sorprender en cada recodo del camino. Cuando menos lo esperas aparece
una gran colina con nubes en la cumbre, o una inmensa y desolada
extensión de pastos donde pacen ovejas y vacas lanudas. Paramos en
alguna destilería de Wisky. Las inevitables degustaciones convierten
la conducción de nuestro auto con los mandos al revés en una
trepidante aventura.
Mucho
más al Sur, en Leeming, North Yorkshire, encontramos a última hora
cena y alojamiento en un curioso hotel. Cenamos decentemente y
dormimos tranquilos. Sin embargo, el desayuno comienza con
sobresalto. La habitación que ocupan el viejo Crespovich y la
doctora Martínez, queda justo encima del bar, y cuando bajan a
desayunar se dispara la alarma y aparece la dueña en pie de guerra.
Es una vieja bigotuda en camisón, armada con un rifle de abatir
elefantes.
Pasado
el susto y el desayuno, seguimos en dirección Londres. Tras algún
que otro rodeo, llegamos a Takeley, una ciudad dormitorio o barrio
residencial de las desproporcionadamente gigantescas afueras de
Londres. Queda muy cerca del aeropuerto de Stanted, de donde partirá
nuestro vuelo de regreso. El hotel es magnífico. Las habitaciones
tienen salida a un jardín de media hectárea cubierto de verde
césped. El pueblo es tranquilo y aburrido. Cenamos en un bar en que
los parroquianos tienen la costumbre de hacer monólogos de humor.
Hemos devuelto sano y salvo el vehículo disléxico en la agencia de
alquiler. Nuestro viaje toca a su fin. La mañana siguiente un coche
del hotel nos conduce al aeropuerto. No tardaremos en aterrizar en
Zaragoza, donde el simpático grupo se despedirá hasta la próxima
aventura. Prometemos contarla aquí.
El
secreto de la felicidad es tener siempre algo que hacer, alguien a
quien amar, y algo nuevo que esperar. Thomas Chalmers.