El
tren ha dejado atrás hace ya rato la boscosa Prusia oriental y la
vieja, vieja Alemania. Sus raíles se extienden a lo largo de las
interminables estepas de Silesia y Pomerania. Desde que cruzamos el
Oder, manso y fronterizo, no vemos otra cosa que inmensos campos de
trigo donde de vez en cuando, se alza tímidamente alguna casita
solitaria. En menos de seis horas, y esta vez pacíficamente, haremos
el camino que las ominosas tropas nazis hicieron en cuarenta y ocho.
El profe Bigotini con su enorme nariz asomada al paisaje y sus
bigotes azotados por el viento, escucha a todo volumen la cabalgata
de las valquirias. Dentro de poco avistaremos Varsovia. No me extraña
-confiesa-, que escuchando la música de Wagner, a Hitler le asaltara
esa urgencia feroz por invadir Polonia.
Varsovia
es una ciudad algo extraña, pero a la vez fascinante para el viajero
curioso. Nada más llegar a su estación central, impresionan la
retina los monstruosos edificios postguerristas. La arquitectura
socialista de los cincuenta es exagerada y pétrea. Monstruosa y
solemne. Tiene, como todas las obras de las dictaduras, su dosis de
propaganda. Tiene también algo de asfixiante y sobrecogedor que
produce el efecto de empequeñecer a las personas, convirtiéndolas
en pulgas. Preside el paisaje urbano de Varsovia un gigante:
el palacio de la cultura y de las ciencias,
un regalo del camarada Stalin al pueblo polaco. Desde el piso
trigésimo de su torre puntiaguda, un mirador permite contemplar la
ciudad a vista de pájaro. Grandioso espectáculo. El edificio fue
durante años la segunda construcción más alta de Europa, sólo
superada por la famosa torre parisina. El taxista polaco señala el
rascacielos con orgullo al paso por la avenida, y exclama no sin
dificultad: ¡Stalin
souvenir, mein her!
La
mayor parte de la ciudad (nueve de cada diez edificios) resultó
destruida durante la ocupación nazi, especialmente como consecuencia
de las represalias por la heroica revuelta de 1944. Por lo tanto,
Varsovia es una ciudad que en cierto modo puede calificarse de nueva.
Hay dos Varsovias. Una socialista y desmesurada, de grandes avenidas
arboladas, bordeadas de enormes edificios oficiales y ocasionales
bloques de viviendas sociales tipo colmena, de las que tantos
ejemplos vimos ya en Berlín. La otra Varsovia, más íntima y
paseable, es la que reconstruyeron los polacos en los años setenta y
ochenta junto al cauce del Vístula. Esta reinventada old
town ha sido
recientemente declarada patrimonio de la humanidad, y lo ha sido con
razón. En la plaza del mercado, la vieja gran plaza de la antigua
Varsovia, se alzan en hileras desiguales las casas medievales y
renacentistas, apoyadas unas sobre las otras como un arquitectónico
coro de borrachos. Nadie que no esté en el secreto sospecharía al
verlas que la mayoría apenas tienen treinta años. Un tranquilo
paseo a pie o en alguno de los tranvías y coches de caballos, hará
que el viajero se familiarice con esta encantadora ciudad vieja.
Tiendas de recuerdos, joyerías, licorerías y heladerías (no pueden
dejar de probarse unos cucuruchos de helado increíblemente largos).
Pero sobre todo cafés y restaurantes…
La
gastronomía polaca es rica y variada. Probamos el célebre pato
asado con compota de manzana (exquisito) y las diferentes variantes
de cerdo y de cordero (las costillas guisadas resultan apasionantes).
Son míticos los steak
tartar servidos con su
huevo y sus acompañamientos de rigor. También destacan las sopas y
los preparados de setas en salsas, en cremas o de mil maneras. Un
plato típico es el zurek,
un pan grande vaciado y relleno de los caldos y los guisos más
variopintos. Otro que puede alcanzar altos niveles de exquisitez son
los pierogi,
una especie de raviolis grandes como empanadillas, que se rellenan
con carnes, verduras o quesos. Son una particular interpretación
polaca de la cocina italiana, y se sirven muy especiados y con
guarnición de chalotas confitadas.
En
cuanto a los templos gastronómicos hay que destacar el Delicya
Polska, frente a la
basílica de Johan Pawel II, en la animada avenida que enlaza la
ciudad nueva con la vieja. Es un local frecuentado por todos los
famosos nacionales y algunos internacionales. Los camareros os
ofrecerán una mesa en la terraza exterior. No os dejéis engañar.
El comedor interior es lujoso y cálido, y está presidido por un
carro de licores monumental, digno de figurar en el mobiliario de un
palacio. También os fascinará el Fret@Porter,
interesantísimo restaurante de cocina de autor en la calle Freta de
la new town.
Es un local íntimo de atmósfera decadente con velitas, artísticos
centros florales y pianista incluido. A destacar una gelatina de pato
y manzana, reinterpretación del plato estrella del país, una tabla
de quesos digna de príncipes, unas costillas de cordero chef
stile, y un sorprendente
milhojas de pollo con mermelada que nos dejó con la boca abierta. El
servicio es irreprochable, como por otra parte lo es en todos los
establecimientos de Varsovia, incluidos los más humildes bares. En
cuanto al comercio, los artículos que más pueden tentar al turista
son las joyas de ámbar del Báltico engarzadas en plata, las
inevitables muñequitas regionales, y las bebidas con alto contenido
alcohólico, como el licor de miel o el vodka que según los polacos,
es el mejor del mundo, naturalmente. No pudimos corroborarlo, porque
desde el primer trago, la boca quedó completamente anestesiada.
Ocurre
con Varsovia un poco lo mismo que con Berlín. Hay varias Varsovias
diferentes. Está en primer lugar, o como primera impresión del
visitante, la Varsovia roja de los cincuenta y los sesenta, con sus
viviendas colmena y su arquitectura titubeando entre lo sobrio y lo
ridículamente pretencioso. Enormes tiendas donde se exhibe (es
dudoso que llegue a venderse) una colección de trastos pasados.
Luego está ese aire un poco hortera que suelen tener muchos tipos
del Este, como de chulitos de gimnasio, del que alardean algunos de
los lugareños. Los nuevos vientos capitalistas han traído para
algunos automóviles de lujo y ropa de marca, lo que no les impide
tener la dentadura cariada y los calzoncillos sucios.
Por
otro lado está la Varsovia católica. Diríase que casi integrista.
La imagen del viejo Papa Wojtyla elevado a los altares se ve por
todas partes y se venera a todas horas. Difícilmente podrán
encontrarse tantos curas y monjas por metro cuadrado como en Polonia
(salvo quizá en Roma). Los polacos son fervorosos católicos que se
aferran a la fe romana como un naufrago a su tabla. Rodeados como
están de protestantes y descreídos, en ese catolicismo integrista
se apoya en parte su identidad nacional. Les ayuda a reafirmar su
sagrada nación polaca eternamente amenazada, invadida y sojuzgada,
que a pesar de las dificultades, resurge siempre victoriosa y libre.
El
contrapunto a la Varsovia católica, es la Varsovia golfa del vodka
de ochenta grados, el juego ilegal y la prostitución. Controladas
por las mafias rusas, una legión de chicas de la calle se mueve en
la noche varsoviana, yendo de los clubs a los hoteles, de los hoteles
a las discotecas, y de las discotecas a los burdeles de los barrios
del extrarradio libres de
iglesias. Hay vida
nocturna en Varsovia como no la hay en las grandes ciudades
occidentales. Junto a Budapest y Amsterdam, Varsovia está a la
cabeza del vergonzoso negocio de la carne humana.
Bigotini
se despidió de Varsovia a bordo de un taxi a todo gas, camino del
aeropuerto Frederika
Chopina. Se despidió con
el eco de los acordes de músicos callejeros en el recuerdo. Había
una vez un enano llamado Manuel… entonaba una voz anciana y
temblorosa mecida por el acordeón. Nostalgia y tristeza. Hay una
melodía emblemática de la ciudad y universalmente conocida: las
hojas muertas.
Varsovia es en cierta forma, como esas hojas muertas que evoca la
canción. Una parte importante de su espíritu está construida con
nostalgias y recuerdos. Recuerdos que han volado como las hojas
muertas. ¿Dónde quedó la Varsovia imperial? ¿Dónde la Varsovia
hebrea? Era la principal judería del mundo y tras la masacre del 44
no quedó ni un judío con vida. Recorriendo el viejo gueto, sólo la
solitaria y aislada sinagoga testimonia que alguna vez se encendieron
allí las lamparillas del heptacandelabro. Camino del aeropuerto
vemos a nuestro alrededor caer lentamente las hojas muertas, al
tiempo que vemos terminar nuestro viaje con resignada tristeza.
Señorita,
envíese un ramo de rosas rojas y escriba ‘te quiero’ al dorso de
la cuenta. Groucho Marx.