Los
años crepusculares de la República de Roma estuvieron marcados por la
corrupción generalizada entre la aristocracia y las clases dirigentes. A pesar
de la corta duración de su dictadura, Sila tuvo tiempo de crear un formidable
aparato policiaco que una vez retirado el dictador, quedó al servicio de la
aristocracia. Los patricios, que se encontraron otra vez con todo el poder en
sus manos, lo utilizaron para corromper, delinquir y robar a manos llenas. Todo
lo dominaba el dinero. Los cargos electos se compraban porque una vez
designados, podían multiplicar por cincuenta la inversión hecha por sus
titulares. Hasta se crearon profesiones especializadas en estos sucios
menesteres. Fueron los intérpretes,
los divisores y los embargadores. Pompeyo, para conseguir la
elección de su amigo Afranio, invitó a su palacio a los electores sin el menor
recato, y allí contrató sus votos en una subasta a mano alzada. También se
compraba a los jueces en los tribunales. Se cuenta que Léntulo Sura al ser
absuelto por dos votos de diferencia, exclamó: ¡Qué mala suerte, he comprado uno de más! ¡Y al precio que me ha
salido!
Quienes
obtenían un cargo en alguna provincia se resarcían con los impuestos, con la
rapiña y con la venta de sus habitantes como esclavos. Cuando a César le fue
asignada Hispania, debía a sus acreedores más de quinientos millones de sestercios.
En sólo un año lo devolvió todo y se dice que obtuvo otros mil millones para
él. Cicerón ganó fama de hombre de bien, porque en su periodo de gobierno en
Cilicia se hizo “solamente” con sesenta millones. Durante el resto de su vida
lo pregonó como ejemplo de honradez. Lúculo regresó millonario de su campaña
militar en Oriente. También de Oriente, Pompeyo trajo un botín de seis o siete
mil millones que aportó generosamente al tesoro del Estado. Se quedó con quince
mil para el suyo personal. Así Pompeyo se convirtió en el mítico príncipe de la juventud dorada de Roma.
Los
banqueros prestaban dinero con gran prodigalidad a quienes tenían alguna
posibilidad de conseguir un cargo. Como los senadores tenían formalmente
prohibida la usura, la practicaban a través de testaferros. El mismo Bruto,
ahijado de César y reputado de ciudadano intachable, se enriqueció con la usura
asociándose a varios banqueros.
De
aquellos años se tienen noticias de míticos banquetes con centenares de
invitados, donde se servían toda clase de manjares exóticos. Una cena célebre e
improvisada que ofreció Lúculo a la gente de Cicerón, costó doscientos mil sestercios.
Se sirvieron mariscos, pajaritos de nido con espárragos, pastel de ostras,
tetas de lechona, pescados, ánades, liebres, faisanes, pavos reales de Samos,
perdices de Frigia, morenas de Gabes, esturiones de Rodas, quesos, dulces y vinos.
Plutarco se encargó de anotar minuciosamente el menú.
Acaso
todos los registros de derroche y lujo fueron batidos por Marco Licinio Craso,
un aristócrata partidario de Sila que se enriqueció apropiándose de los bienes
de los miles de seguidores de Mario a los que hizo asesinar. Craso organizó el
primer cuerpo de bomberos de que se tiene noticia, pero su finalidad no fue
precisamente altruista. Cuando se producía algún incendio, accidental o quizá
intencionado, sus bomberos se presentaban rápidamente. Pero no lo sofocaban
hasta que el propietario accedía a vender la propiedad a Craso por un precio
irrisorio. Sólo entonces extinguían las llamas.
Abundaron
por entonces las orgías y las fiestas con toda clase de excesos sexuales en las
que participaban esclavas y prostitutas, pero también nobilísimas damas y
matronas ejemplares liberadas ya del estado de sumisión de sus antecesoras.
Eran mujeres tan cultas y refinadas como sus amantes y sus maridos. Se
expresaban en un latín hermoso y poético, aderezado con citas literarias y
mitológicas. Clodia, la mujer de Quinto Cecilio Metelo, fue durante unos años “la primera dama” de Roma. Era
feminista, salía y recibía de noche, afirmaba el derecho de la mujer a la
poliandria, y lo practicó sin tacañería, tomando amantes jóvenes a docenas para
dejarles luego plantados con mucha gracia, pero sin remordimientos. Uno de
ellos fue el poeta Cátulo, que desahogó sus celos en unos hermosísimos versos
en los que encubre a Clodia tras el nombre de Lesbia.
Otro
amante despechado fue Celio, que no se contentó con escribir versos, sino que
denunció a Clodia acusándola de haber querido envenenarle. La llamaba
públicamente quadrantaria, es decir, cuarto de céntimo, que era la tarifa
habitual de las prostitutas baratas.
Con
tales ejemplos, las muchachas romanas difícilmente se convertían en buenas
madres de familia. Amparados en las leyes que permitían a los maridos el
repudio, y por las que autorizaban a los padres a recobrar a sus hijas casadas,
se sucedieron los divorcios entre las clases altas. Pompeyo tuvo al menos tres
esposas y César cinco. Esta ciudad,
dijo Catón, es una agencia de matrimonios
políticos enmendados por los cuernos. En tales circunstancias los hijos
representaban un estorbo. Se convirtieron en
un lujo que sólo los pobres podían permitirse. Los grandes hombres
preferían nombrar ahijados a diferentes jóvenes prometedores políticamente que
formaran parte de su clientela.
Para
hacernos una idea de hasta qué punto las costumbres y la forma de pensar de los
romanos se habían degradado desde los heroicos tiempos del nacimiento de la
República, baste el ejemplo del discurso que pronunció en el Foro todo un
moralista como Metelo el Macedonio. Aquel grave orador, invitó a sus
compatriotas a poner orden en sus vidas familiares, comenzando con esta frase: Yo también comprendo que una mujer es tan
solo una molestia…
-¿Mamá, por qué te casaste con papá?
-¿Lo
ves, Paco? ¡Ni los niños lo entienden!