Cuando
en 1956, tras la independencia de Marruecos, se creó cierta tensión
entre el recién nacido reino magrebí y la España franquista, nació
el embrión de aquel casi desconocido Proyecto
Islero (por el toro que mató a Manolete), que fue
llevado en secreto por sus principales actores. Fueron el propio
dictador y el mariscal Carrero Blanco, que ya entonces comenzaba a
ser su principal hombre de confianza, quienes encargaron a Guillermo
Velarde, brillante ingeniero y oficial del ejército del aire, los
trabajos que condujeran nada menos que a obtener la bomba atómica.
Si tales trabajos hubieran llegado a término, la España del general
se habría convertido en la quinta potencia atómica tras los Estados
Unidos, la URSS, Francia y la República Popular China.
La
ventaja inicial es que no se partía por completo de cero. Apenas
unos meses antes, en 1955, Franco había firmado con USA un acuerdo
de cooperación nuclear dentro del programa Átomos
para la Paz, que permitiría al régimen inaugurar el
Centro de Energía Nuclear Juan
Vigón en la Ciudad Universitaria madrileña.
Los
trabajos progresaron a buen ritmo. Velarde cuenta en sus memorias que
los diferentes equipos participantes no se conocían entre sí, y
desconocían también el objetivo final. Con una asombrosa intuición,
los ingenieros españoles apostaron por el plutonio enriquecido como
materia prima. El plutonio-239, que representa casi el 95% de una
bomba atómica de esta base, podía conseguirse en un reactor pequeño
con un coste relativamente bajo. Velarde confiaba plenamente en la
capacidad de los miembros de su equipo, y confiaba con razón. Además
el proyecto se benefició de una providencial e inesperada ayuda del
cielo. En 1966 se produjo el célebre accidente de Palomares, en el
que una imprudente maniobra de los aviones americanos hizo caer en la
costa almeriense varias bombas nucleares. Lo que pudo haber sido una
gran tragedia, quedó en un simple susto del que la opinión pública
recordaría años después el propagandístico baño de Manuel Fraga.
Lo cierto es que antes de que los militares estadounidenses llegaran
a la zona, los buceadores españoles consiguieron sacar a la
superficie un conjunto de materiales y mecanismos que resultaron
esenciales para completar el proyecto.
Velarde
estaba seguro entonces de poder concluir el encargo con éxito en muy
pocos meses, cuando ese mismo año de 1966 recibió del caudillo la
orden expresa de posponer indefinidamente el proyecto. Franco estaba
convencido de que antes o después sería imposible mantenerlo en
secreto, y literalmente España no estaba en condiciones de
soportar otras sanciones económicas. Permitió, eso sí, que las
investigaciones siguieran adelante desligadas de las Fuerzas Armadas,
y por el momento se comprometió a no firmar ningún acuerdo
internacional para prohibir las armas nucleares. Cuando en julio de
1968 medio centenar de países firmaron el Tratado de No
Proliferación Nuclear, España no estuvo entre ellos. En la
Junta de Energía Nuclear (JEN) se instaló el primer
reactor nuclear capaz de producir plutonio enriquecido, y comenzó a
producirlo apenas unas semanas más tarde. En la central de
Vandellós, de tecnología francesa, se podría obtener plutonio en
mayores cantidades. En 1971, por orden expresa del general Díez
Alegría, entonces jefe del Alto Estado Mayor, y respaldo decidido
del mariscal Carrero Blanco, el hombre fuerte del agonizante régimen
franquista, el Proyecto Islero puso en marcha su fase final. La idea
de una España nuclear iba tomando forma, y se barajaba la opción
del desierto del Sahara, para realizar las primeras pruebas.
Dos
años después, en 1973, Carrero Blanco fue elevado por Franco al
cargo de presidente del Gobierno, y al final de ese mismo año, el
20-D de 1973, fue elevado de muy distinta manera a los cielos
madrileños con vehículo y todo. Todo el mundo recuerda la
proximidad del lugar del atentado a la embajada americana, tan
fuertemente custodiada. Se ha especulado mucho con la idea, si no de
la participación activa, si al menos del consentimiento tácito por
parte de la CIA de la actividad de los etarras cavando túneles en el
barrio durante meses. Lo que acaso ha pasado más inadvertido es el
hecho de que la jornada anterior a la muerte de Carrero, el mariscal
mantuvo una larguísima y tensa entrevista con Henry Kissinger, el
secretario de Estado norteamericano. En ella la cuestión nuclear se
trató extensamente, sin que ambos interlocutores pudieran llegar a
ningún acuerdo. Ate cabos quien tenga afición a las conspiraciones.
Tras
el vuelo de Carrero y la muerte de Franco el Proyecto siguió aun
adelante. Primero con la bendición de Carlos Arias Navarro, se
consiguió que el Centro de Investigación Nuclear de Soria
estuviera en condiciones de fabricar 140 kilos de plutonio al año,
cantidad suficiente para construir veintitrés bombas. Ya en la
Transición, y a pesar de las presiones que se produjeron durante la
presidencia de Jimmy Carter, Adolfo Suárez siguió patrocinando
discretamente el Proyecto. Las presiones internacionales
(fundamentalmente americanas) se incrementaron con la amenaza de
inspeccionar el reactor de Vandellós 1. El golpe de Estado del 23-F
de 1981, terminó de dar la puntilla al revoltoso Islero. Un mes
después del golpe el gobierno de Calvo Sotelo aceptó las
condiciones de Estados Unidos y sometió sus instalaciones nucleares
al control de la Agencia Internacional de la Energía Atómica.
Ya en 1987, durante el gobierno de Felipe González, España firmó
finalmente el Tratado de No Proliferación, como parte de su
integración en la Comunidad Económica Europea. Islero fue
enganchado a las mulillas y arrastrado camino del desolladero.
Concluyó así la aventura nuclear española. Murió el sueño
atómico de Franco. Nuestro profe Bigotini, que no es partidario de
enriquecer plutonio y no es capaz de enriquecer ni siquiera su
patética cuenta corriente, se consuela enriqueciendo sus guisos con
algún concentrado de caldo. Amigos, ¡cuán admirable es la modestia
de los grandes hombres!
Nadie
puede calcular cuántas idioteces de los políticos se habrán
evitado por falta de dinero. Enrique Jardiel Poncela.