Nunca
he tenido suerte. Quizá recordéis la desgraciada experiencia del bigfood (clic para enlazar) que relaté el año pasado. Bueno, las cosas no mejoraron
demasiado desde entonces. Me trasladé a la soleada California. Como estaba sin
blanca pedí dinero a un prestamista, Joe Pastrami, una de las ratas más rastreras
que habitan los sumideros. Un tipo duro. A quienes no pueden presentar un aval,
Pastrami les parte las piernas por adelantado, así que gasté en hospitales la
pasta que me prestó. Invertí mis últimos diez pavos en el anticipo para alquilar
una oficina mugrienta muy cerca de Hollywood boulevard. Dormía allí mismo, con
los pies sobre la mesa cubierta de trastos inútiles, o doblado como un ocho
dentro del archivador. Me mantenía a base de bourbon barato, y sólo comía los
bocadillos que solía robarle a miss Sullivan, la secretaria que había
contratado hacía ya tres meses, sin haberle pagado todavía ni un centavo.
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Dormía allí mismo, con los pies sobre la mesa cubierta de trastos inútiles... |
Llamé
a mi única cliente. Era una pobre mujer a la que engañaba su marido. El tipo se
iba cada noche con una fulana distinta, y mentía a su mujer diciéndole que
había dormido en casa de un amigo. –Señora Montero –le dije-, su marido es un
canalla pero tiene unos amigos excelentes. He llamado a todos los de la lista
que me proporcionó, y los diez han confirmado que anoche estuvieron con él.
Nada
más colgar, sonó el teléfono. -Jefe -me dijo miss Sullivan-, es el casero. Dice
que quiere cobrar el alquiler. –Déme ese teléfono, miss Sullivan. ¡Oiga! –grité-,
Mr. Horowizch, deje ya de tocarme las pelotas. Le pagaré cuando pueda,
¿entiende?. Ahora tengo un negocio entre manos… ¿Cómo dice? No, no se moleste
en contratar unos matones para asustarme. Espere a que le deba otros tres meses
de alquiler, y por la mitad de pasta le garantizo que yo mismo me daré un buen
escarmiento.
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¡Cómo no me había dado cuenta! Mi secretaria era un auténtico bombón con unas curvas de vértigo. |
Colgué.
Miss Sullivan me miró con lo que primero interpreté como lástima, y luego me
pareció ternura. Se quitó las gafas de pasta y se soltó el pelo. ¡Cómo no me
había dado cuenta! Mi secretaria era un auténtico bombón con unas curvas de
vértigo. Diez minutos y dos revolcones en el archivador más tarde, estábamos
fumando a medias uno de sus cigarrillos, y devorando uno de sus sandwiches. Inmediatamente
rompió a llorar. Le dije que normalmente era mejor en la cama, le prometí que
algún día iba a pagarle el sueldo, pero no era nada de eso. Miss Sullivan
(Jenny a partir de entonces) me contó su desgraciada vida, y entre sollozos me
confesó que sus cinco primos habían atracado un furgón blindado, haciéndose con
un botín de quinientos de los grandes. Ahora cumplían condena en Alcatraz, pero
antes de ser detenidos escondieron la pasta dentro del ataúd de unas pompas
fúnebres ocupado por un fiambre. Nadie sabía qué había sido del muerto y del
botín. ¡Aquello si que era una oportunidad! Si daba con el tesoro, podríamos
huir los dos con la pasta a Méjico o al Caribe. Por fin la felicidad llamaba a
mi puerta.
No
me hice de rogar. Después de unas cuantas llamadas y de una visita al registro,
creí estar tras la pista. Mi objetivo era un viejo cementerio anabaptista muy
cerca de San Bernardino. Conduje primero por la general y luego por una
carretera polvorienta. Era una zona de granjas familiares. Al salir de una
curva atropellé a un pollo. En la curva siguiente, un desgraciado conejo corrió
idéntica suerte. Si ahora atropello un puñado de arroz –pensé-, podría hacerme
una paella…
Llegué
al cementerio ya de noche cerrada. Eso me favorecía. Las sombras de la noche
ocultarían mi sórdida tarea. Saqué una pala del maletero y comencé a cavar. Dos
horas más tarde, cubierto de sudor, contemplé bajo la luz temblorosa de mi
encendedor de gasolina, el fruto de mis esfuerzos. Allí estaba el medio millón
de pavos en billetes sucios (¿qué billetes no lo son?), contemplándome desde el
ataúd forzado. Lo siguiente fue un destello y cinco revólveres apuntándome
directamente a la cabeza. Jenny la embustera, Jenny la traidora, sostenía la
linterna…
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Jenny la embustera, Jenny la traidora, sostenía la linterna... |
Me
dejó sólo el dinero suficiente para el alquiler de la oficina, y un beso en los
labios, más frío que el tipo de la caja, que me supo a veneno y a derrota.
Cuando se fueron, creí escuchar a lo lejos los familiares acordes de blue moon. Quizá era la radio de un
auto, o quizá sólo era producto de mi extraviada imaginación.
-Aquí
la patrulla 13 reportando un caso de asesinato. La homicida ha apuñalado a su
marido por pisar el suelo recién fregado. ¿Qué hacemos?
-Deténganla
inmediatamente.
-No
podemos. Todavía está mojado.