De
las apresuradas notas del diario de viajes del profesor, extraemos
como solemos hacer en estos artículos, sus impresiones de la hermosa
Venecia:
Viaje
en tren. Muy cómodo. Llegamos a Venecia, Santa Lucía, con un ligero
retraso de veinte minutos. Al salir de la estación nos topamos de
golpe con Venecia en todo su esplendor. Posiblemente, la ciudad más
hermosa del mundo. Un estallido de luz, color y belleza que emociona
hasta al más insensible. Canales. Puentes. Góndolas, lanchas y toda
clase de embarcaciones ligeras. Edificios de ventanas prodigiosas y
balcones imposibles asomados al verde azulado del agua y a los
reflejos del sol. ¿Dónde están mis gafas de sol? La luz
extraordinaria de Venecia ha enamorado a los artistas durante veinte
siglos. Para ir al hotel tomamos una lancha–taxi que va dando
saltos en el agua. En el trayecto nos hacemos fotos con las caras
alegres y los pelos revueltos.
Nuestro hotel
veneciano es digno de verse. El palazzo Guardi, un edificio
histórico (siglo XV) en Dorsoduro, lo más al sur de Venecia
si se considera, como me asegura Marisol (bien documentada), que la
isla de la Giudeca ya no es Venecia. Nos dan una suite con
habitación aparte y por fin una cama grande para Laura. La nuestra
es de dos metros y el baño magnífico. Un hotel notable, con la sola
tacha del ascensor. El hueco de las escaleras es prácticamente
inexistente y sólo ha quedado sitio para un curiosísimo montacargas
que te sube las maletas siempre y cuando mantengas el pulsador
apretado durante todo el trayecto. Son ya más de las tres de la
tarde, así que comemos algo apresuradamente en el primer sitio que
encontramos y con el mapa de Venecia en la mano (en la de Laura,
naturalmente), nos ponemos a recorrer la ciudad sin más preámbulos.
Venimos ya tan rodados, que no hace falta andarse con ceremonias.
Larguísima caminata con fotos en los rincones pintorescos, lo que en
Venecia equivale a decir cada metro y medio. Marisol inicia su
cuidadoso repaso a los escaparates de las tiendas, que estamos
seguros de que se prolongará a lo largo de toda nuestra estancia en
la ciudad. Para decirlo todo, a Laura y a mí los escaparates
venecianos nos atraen más que los de otros lugares. El nivel de la
artesanía es aquí muy elevado. Las cristalerías, jugueterías,
papelerías y tiendas de disfraces son en Venecia todo un espectáculo
que gusta hasta a los menos inclinados a ir de tiendas.
Una agradable
sorpresa en el primer y apresurado reconocimiento de la ciudad: en
Venecia hay tascas muy parecidas a las españolas. Viejos bares con
mostradores de mármol donde uno puede tomarse unos vinos o un
vermout y picar pinchos y banderillas. Nos gusta sobre todo uno muy
cercano al hotel y frecuentado por americanos, al que nos aficionamos
en la primera entrada. Amor a primera vista. Finalmente celebramos la
llegada a Venecia con una cena en la Taverna San Trovaso. En
el número mil y pico de Dorsoduro, Fondamenta de S.
Trovaso (aparece en todas las guías). Una gran cena. Entrantes
de curados y surtido de pescados con vieras, gambas, mejillones,
almejas, anguilas, rape, boquerones y escorpiones de mar. Chuletón
de buey, brocheta de langostinos y una sepia a la veneciana (en su
tinta) con polenta, verdaderamente de sobresaliente. El pinot blanco
de la casa es delicioso y los postres magníficos. Nos recogemos en
el hotel y comprobamos con alegría que no es necesario poner el aire
acondicionado y que hasta es posible que tengamos que taparnos por la
noche. La inmediata proximidad del mar suaviza el clima y conforta el
alma.
Quién sabe si el
sentido estético se llevará también en los cromosomas. Lo que
excede a toda lógica es que en cualquier rincón, en cualquier
pequeña tienda, se hallen tantos objetos hermosos y tan
armoniosamente dispuestos como lo están en Venecia. Tiendas de arte,
bazares, cristalerías o joyerías, ofrecen al curioso un espectáculo
inigualable. Si a este acentuado sentido de la belleza, se añade el
marco de la ciudad, el conjunto resulta sencillamente de ensueño.
Venecia y Estambul deben ser las dos ciudades en donde más
armoniosamente conviven Oriente y Occidente. El influjo oriental se
deja notar en Venecia en los templos, donde abunda lo bizantino y
sobre todo en la arquitectura civil que exhala aromas arábigos y
orientales. Por otra parte, hojeando cualquier guía, uno se da
cuenta del increíble número y variedad de artistas que han sido
atraídos por la ciudad y no sólo en los siglos de mayor esplendor
de la República de Venecia, sino incluso en la actualidad. La nómina
de artistas residentes es considerable y hay abiertas al público
galerías de arte que funcionan y hacen negocio diariamente, con la
misma naturalidad que una inmobiliaria o una frutería. Por la tarde
paseamos y picamos algo en los bares. Acabamos cenando en el puerto,
a la orilla del mar, con una puesta de sol espléndida y una luna
llena de apoteosis. Al pedir la cuenta llega el crujir de dientes.
Nos cobran casi cien euros por una cena no demasiado espléndida,
pero eso si, con esa amistosa simpatía que saben desplegar los
pillastres italianos para hacer que el turista quede contento hasta
en estos casos. No siempre se elige bien, ¡que le vamos a hacer!
Aunque ha sido
restaurado un montón de veces, el palazzo Guardi conserva su
sabor original. Las paredes de piedra (incluso las interiores) tienen
un espesor de cuarenta centímetros. Nuestras habitaciones están
enteladas con el típico tapizado veneciano del XVIII y los muebles
están a tono con el mismo estilo. En los desayunos ya no tomamos
capuccinos como en Roma y Florencia, sino que nos inclinamos
por los zumos de frutas, que son excelentes y por el ciocolatto
caliente y espeso, que proporciona energía para el día entero. Por
cierto, la energía es más que necesaria para recorrer las callejas
venecianas y ascender una y otra vez los escalones de los
innumerables puentes.
Ya he dicho más
arriba que en Venecia se puede ir de tapas como en Zaragoza. Nuestro
favorito (y al parecer, el de los americanos) es la Cantinone già
schiavi (algo así como la cantina de los esclavos) di Lino
Gastaldi. Dorsoduro, Fondamenta S. Trovaso 992. Vermouts, campari
soda, vinos tintos del Véneto, blanco pinot que sirven helado, el
famoso proseco tan típico de Venecia (un espumoso riquísimo);
el Bellini, un cocktail muy popular a base de vino de aguja y zumo de
melocotón; y el fragante licor fragolino, un aperitivo dulce
que se bebe muy frío y cuya fórmula es secreto de la casa. Varios
ejemplos de tapa: un “quesito” de mortadela boloñesa con una
guindilla en vinagre (peperoncino) encima; una banderilla de
cebolleta, anchoa y alcaparras; montaditos de queso con tomate o con
anchoas (hay que decir que las anchoas son más bastas que las
nuestras y tiran un poco a sardina rancia). Visitamos el barrio judío
y comemos en la pizzería Al Faro (no confundir con Alfaro de
La Rioja), en el Campo del Gheto Vechio, el corazón de la
judería. Carpaccio di manzo (buey) con grana padanno y
un rissotto de gambas y verduras sabrosísimo. Un sitio bueno
y barato. El barrio está lleno de judíos ortodoxos de los que
llevan sombrero, traje negro y fajilla de flecos y no se afeitan
nunca la barba. Están celebrando el sabat y parecen haber salido
todos a la calle. La mar de vistoso.
Cena en La
Rivista. Dorsoduro 979, detrás de la parada de vaporetto
de l’Academia, junto al hotel Ca’ Pisani. Un restaurante
moderno y ultrapijo con platos de diseño a un precio asequible.
Selecciones de quesos y curados del país acompañados de rueda de
salsas (te lo explican todo y te indican el orden en que conviene ir
probándolo). Un rissotto negro y oro con langostino envuelto en
dulce de huevo. Rollito de costilla de ternera rellena en lecho de
verduritas. Brocheta de sepias enteritas al aroma de romero con
rissoto de curry. Aguas y cafés. Todo por ochenta y seis euros. Con
diferencia, lo más recomendable de Venecia.
En los viajes es
frecuente padecer cierto estreñimiento. Ello se debe a que
abandonamos nuestras costumbres regulares y a que solemos consumir
menos fibras vegetales de lo habitual. Una solución sencilla: en
Venecia pueden encontrarse las mejores ciruelas de Italia. Sólo hace
falta comprar ciruelas en algún puesto del mercado y comer unas
cuantas cada día. El agua hace lo demás y así nos aseguramos de
mantener un adecuado tránsito intestinal. Un cálculo aproximado de
unos treinta kilómetros al día cuando se recorren a pie ciudades y
museos, no es tan descabellado como parece. Esto nos lleva a la cifra
de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros en estas dos semanas, lo
que equivale a más de la mitad del Camino de Santiago desde
Roncesvalles. Creo que nos habremos ganado algún Jubileo. Hoy hemos
visto los palacios, museos, bibliotecas y prisiones de los Dogos de
Venecia. Un recorrido de cinco horas sin descanso. Después de tomar
un bocadillo y reponernos un poco en el hotel, volvemos por la tarde
a la carga. Quedan por comprar aún algunos souvenirs. Cena de
despedida en el Sole Luna, en Dorsoduro, frente al canal de la
Giudeca. Quesos, pasta, pescados y el mar y el cielo veneciano como
telón de fondo. Nos despedimos de Venecia. Breve paseo bajo las
estrellas y a dormir, que mañana será un día muy duro.
Desayuno a las
nueve. Compras apresuradas de última hora. Hacemos las maletas
(pesan como muertos). Tomamos el vaporetto en l’Academia y a las
diez y media ya estamos en Piazzale Roma, el único lugar de Venecia
a donde llegan los vehículos terrestres. Tomamos un autobús para el
aeropuerto Marco Polo. Larguísima espera para el avión a Barcelona,
que viene con retraso. Nos aburrimos, tomamos algo, facturamos las
maletas, nos volvemos a aburrir. Al pasar el control hay algo en el
bolso de Laura. Es una navaja suiza de esas que llevan sacacorchos,
tijeras y mil cosas más. Los policías nos hacen saber que están
seguros de que no somos terroristas (declaración que agradecemos
mucho), pero las normas son las normas y no pueden hacer excepciones.
Como ya no tenemos bultos que facturar, no hay más remedio que
abandonar la navaja en territorio extranjero. Se la confiamos a un
guardia rubicundo de rostro bondadoso que, los días que tenga
interrogatorio, no podrá hacer otro papel que el de poli bueno.
Emocionado, nos promete que jamás se separará de ella, salvo, claro
está, cuando deba tomar un avión. Por fin embarcamos (un verbo que
siempre me ha parecido raro para montarse en un avión; pero sin duda
es el correcto). Despegamos a las cinco de la tarde. Un dato curioso:
la comandante del vuelo es una señora o señorita llamada Anna
María. Fuerte rumor entre el pasaje. Algunos varones hacen chistes
malos sobre mujeres al volante y sus acompañantes femeninas los
fulminan con la mirada o algo peor (escucho detrás de mí un
clarísimo “stupid”, dirigido a algún marido).
Aterrizamos en El
Prat. Breve espera por las maletas, que aparecen sin problemas.
Corremos a la terminal de trenes. Hay huelga de Renfe. Tomamos un
cercanías del aeropuerto a la estación de Sans. Está abarrotado,
vamos como gorrinos cubiertos de sudor. Durante el trayecto lucho a
brazo partido por apartar varios sobacos de desconocidos que amenazan
mi rostro. En Barcelona reina un calor húmedo y pegajoso. En Sans
cogemos un taxi a la estación de autobuses del Norte (recuérdese
que hay huelga de trenes). Encontramos una larguísima cola para
sacar los billetes del autobús a Zaragoza. Después de tres cuartos
de hora en la cola, no quedan plazas para el próximo autobús, que
es el de las nueve y media, y nos contentamos con el siguiente, el de
las diez y media. Como estamos muertos de hambre y de sed, tomamos
los últimos bocadillos que quedan en la cantina. Se trata de un
lugar cutre y deprimente. Salimos de allí enseguida porque ya están
cerrando. Montamos en el autobús y después de tres horas y media de
un trayecto tedioso en el que uno no encuentra nunca la postura
cómoda, llegamos finalmente a Zaragoza a las dos de la madrugada. Ha
venido a buscarnos Javi (el mejor sobrino del mundo), que nos lleva a
casa (hogar, dulce hogar) a nuestras maletas y a lo que queda de
nosotros tres al final de una horrible jornada de viajes, esperas y
toda clase de incomodidades. Por suerte Javi nos ha reconocido al
instante, a pesar de nuestros rostros ajados. Una vez en casa, ni
siquiera nos quedan fuerzas para abrir las maletas. Sólo queremos
dormir. Tal vez soñar...
-Cariño, ¿si
me pegara un tiro, lo sentirías?
-Pues claro
hombre, ¿te has creído que soy sorda?