Supongo
que a base de consumir bourbon barato durante décadas he
debido quemar mis papilas gustativas. El caso es que aunque resulte
difícil de creer, un día fui todo un gourmet que sabía
apreciar la buena mesa. Por ejemplo en mi etapa de poli en Nueva
York. Por Entonces solía patrullar con mi compañero Benny Petersen,
a quien con toda justicia apodaban Benny el zampabollos. Un gran
tipo. Frecuentábamos un pequeño restaurante en Little Italy, Il
Sorrentino, un templo de la mejor cucina italiana. Lo
regentaba Dino Costello, un italiano orondo y jovial que siempre
estaba de buen humor. En los fogones reinaba Gina, su mujer. Gina era
toda una belleza napolitana exuberante y apasionada, con un
extraordinario parecido a Sophia Loren.
Gina
podría haber triunfado en las pantallas, si hubiera tenido unas
mínimas dotes interpretativas y se hubiera depilado un poco. Esa
encantadora sombra de bigote que en muchas hembras meridionales
resulta tan graciosa, en ella quedaba un poco excesiva. Vamos, que la
bella Gina te daba un abrazo y te cepillaba el traje.
Dino
estaba loco por ella... y por sus deliciosos platos. A menudo
bromeaba con los amigos contando que antes de probar su osso buco,
había concebido un ingenioso y original plan para, fingiendo que
marchaba a comprar cigarrillos, huir a algún país extranjero con el
que no existiera tratado de extradición. Pero una vez hubo degustado
aquella maravilla, fue como si Cupido le disparara un millar de
saetas. Quedó, decía, flotando en una nube rosa, hasta que aterrizó
en un sórdido despacho parroquial. Era un tipo divertido ese Dino. Y
enamorado, muy enamorado. Muchas veces abandonaba la barra del
establecimiento para espiar a su adorada Gina por una ventanita en
forma de cerradura que comunicaba la sala con la cocina. Aquel bombón
de cocinera bordaba los platos de pasta fresca. Sus spaguetti alla
carbonara eran famosos en la ciudad, lo mismo que sus fetuccini
y sus gnocchi. Pero los que realmente hicieron célebre a Il
Sorrentino fueron sus cannelloni Rossini.
Estaban rellenos con una sabrosa carne picada, sabiamente sazonada, y
cubiertos de un exquisito tomate, la besamel más increíblemente
suave y el parmigiano gratinado más delicioso. Todo un placer
para los sentidos.
Mucha
gente ignora (Benny y yo no lo supimos hasta que nos lo contó Dino)
que el apellido Rossini que ostenta el plato se debe al
célebre compositor italiano. En efecto, Gioachino Antonio Rossini,
el autor de La Gazza Ladra y tantas otras óperas geniales,
fue también el inventor de la delicatessen a la que dio
nombre. Además de un gran músico, Rossini fue un gran gourmet,
o por mejor decir, un gran tragón. Sus biógrafos relatan graciosas
anécdotas como la de aquel empresario que para obligarlo a terminar
una partitura le mantuvo encerrado sin comida durante un par de días;
o como aquella otra ocasión en la que Rossini lloró como un niño
cuando, durante un picnic, navegando en barca por un estanque, cayó
al agua un pollo relleno que reservaba para el aperitivo. En fin,
todo un bon vivant ese Rossini...
Dino
y Gina Costello contrataron como pinche al pequeño Mungo Harris. Era
un muchacho bajito y esmirriado que padecía una extraña alopecia.
Calvo como una bola de billar, Mungo guardaba cierto parecido con el
enano mudito de Blancanieves. También él era prácticamente mudo.
Apenas se le podían sacar dos palabras seguidas, quizá por timidez
o acaso por su carácter algo huraño. Aquel Mungo era un James Dean,
un rebelde sin causa o puede que con motivo, quien sabe. El caso es
que Gina y su mudito pasaban muchas horas en la cocina, y ya se sabe
que el roce hace el cariño. Una mañana Dino Costello regresó del
mercado. La pizarra anunciaba como plato del día almeja con
linguini. Dino sorprendió a Gina y Mungo en la cocina
linguineando la almeja, ...literalmente.
Bueno,
bajo su apariencia inofensiva, borboteaba un dormido volcán, que
albergaba al terrible (y redundante) Dino. Despertó aquel Vesubio y
para los desprevenidos adúlteros se abrieron las puertas del
infierno. Los degolló con el cuchillo del pan, el único que nunca
se afilaba. Luego puso los cadáveres en el fondo del arcón
congelador, y limpió cuidadosamente la escena del crimen.
Benny
Petersen y yo fuimos los primeros polis a los que Dino denunció la
desaparición. Pasaron varios meses durante los que tuvo que
encargarse él solo del negocio. Poco a poco los parroquianos nos
fuimos olvidando de la voluptuosa e inolvidable Gina... Pero claro
está, no hay crimen perfecto. Y la delatora no podía ser otra que
precisamente La Gazza Ladra, la urraca ladrona. El encargado
de un vertedero observó a una urraca extrayendo del montón de
basura algo dorado con el pico. Era un diente de oro de la difunta
Gina. Allí estaban las calaveras y algunos otros huesos de la pareja
de amantes. Lo demás fue muy sencillo para los de homicidios. Dino
se derrumbó y lo confesó todo. Había deshuesado los cadáveres y
había picado la carne para cocinar... Pues si, claro, cannelloni
Rossini, la especialidad de
la casa que estuvimos consumiendo los clientes durante las semanas
que siguieron al asesinato. Mi compañero y yo nos comimos a la
signora Costello y al
pequeño Mungo.
Benny
el zampabollos se hizo vegetariano. Yo me hice viejo sin dejar de
pensar en Il Sorrentino
y en aquellos fantásticos cannelloni Rossini.
-Para
perder peso bastará con que mueva la cabeza a un lado y otro.
-¿Cuántas
veces, doctor?
-Cada
vez que le ofrezcan comida.