Antonino,
a quien el Senado de Roma concedió post
mortem el título de Pío, fue en
efecto, el mejor de los príncipes, optimus
princeps, como le llamaron todos durante su fecundo reinado que duró
veintitrés años, desde 138 hasta 161. Fue el cuarto emperador de la que se
conoce como dinastía Antonina, que inauguró Nerva a quien siguieron Trajano,
Adriano, el propio Antonino y su sucesor, Marco Aurelio. Antonino
Pío accedió al trono con más de cincuenta años. Tenía fama de
ser el hombre más rico del Imperio, y también el más magnánimo, lo que demostró
muy pronto ingresando su inmensa fortuna en las arcas del Estado. Nada menos
que dos mil setecientos millones de sestercios, una cifra astronómica jamás
alcanzada hasta entonces. Procedía de una familia de banqueros emparentada con
los hispanos Trajano y Adriano, pero con raíces en la Galia Narbonense. Estudió
filosofía, era muy versado en religión y muy respetuoso con las tradiciones. Es
posible que fuera el último emperador que creyó en los dioses, o al menos
fingió creer en ellos. También ejerció como abogado aunque odiaba la retórica,
y se dice que jamás cobró un sestercio por sus servicios.
Amaba
la poesía y la literatura, y aunque no se conservan obras suyas, se sabe que
protegió a muchos poetas y literatos de su tiempo, mecenazgo que fue agradecido
con grandes loas y encendidas alabanzas a su persona. Las estatuas que le
retratan muestran un rostro bondadoso y sereno. En política interna no dio un
solo paso sin consultar al Senado. En política imperial mantuvo a salvo las
fronteras sin emprender guerras de conquista. Sus biógrafos señalan que recibió
varias visitas de príncipes y embajadores de lejanas tierras con quienes
estableció tratados de amistad, e incluso alguno de ellos llegó a solicitar
formar parte del Imperio. En definitiva, Antonino Pío no tuvo ningún enemigo
salvo acaso uno solo en su propia casa, su esposa Faustina, una mujer al decir
de muchos, capaz de sacar de quicio a cualquier marido. Cuando éste accedió a
su mandato, Faustina le manifestó pretensiones de lujo. ¿No comprendes –contestó Antonino-, que precisamente ahora debemos perder todo el lujo que teníamos? A
su muerte, el emperador erigió un templo en su honor y creó un fondo para
educar a muchachas pobres.
Antonino
se consoló de su viudez con una concubina discreta y fiel a la que mantuvo
apartada de los asuntos de gobierno. A diferencia de Adriano, su antecesor, no
fue un emperador viajero. Parece que no se alejó más allá de Lanuvio, donde
poseía unas fincas en las que pasaba los fines de semana pescando. Entre sus iniciativas
legislativas destaca una ley de equiparación de derechos y deberes de los
cónyuges que con las limitaciones propias de su época, protegía a la mujer en
algunos aspectos. Durante su reinado la tortura fue abolida y la muerte de un
esclavo fue declarada delito. Si hemos de creer a Renan, el mundo estuvo gobernado por un padre. Antonino enfermó a los
setenta y cuatro años. Llamó a su lecho a sus familiares y amigos, se despidió
de ellos, se dio la vuelta en la cama y se durmió para siempre. Uno de aquellos
allegados era su sucesor, Marco Aurelio, el mismo que ya le había recomendado
Adriano. Sencillamente le dijo: ahora,
hijo, te toca a ti. Marco Aurelio confesó a sus amigos que cuando no sabía
qué resolución tomar, se recomendaba a sí mismo: haz lo que en este caso hubiera hecho Antonino.
Nunca olvido una cara, pero en su caso estaré encantado de hacer una excepción. Groucho Marx.