No
constituye ninguna novedad que el continente australiano ha sido durante
millones de años una reserva biológica. En su aislamiento austral, una multitud
de especies animales y vegetales ha evolucionado sin entrar en contacto con el
resto del planeta. Muchas de esas especies representan auténticas reliquias. En
Australia se han mantenido fórmulas evolutivas ya superadas en otros
continentes, lo que ha hecho de aquellas tierras una verdadera reserva de
fósiles vivientes. Por eso no sorprendió demasiado a los naturalistas del siglo
XIX un asombroso hallazgo en el territorio de Queensland (Australia
nororiental).
En
1869 un colono recién llegado llamado Forster, comentó en una conversación
casual con el naturalista Gerard Krefft, la existencia de un extraño pez que
los aborígenes llamaban barramunda, y los colonos blancos
conocían como salmón del río Burnett. La descripción del animal fue tan
sugestiva, que excitó la curiosidad de Krefft hasta el punto de que Forster le
hizo llegar a los pocos días varios ejemplares en un barril de salmuera (con
los medios de la época era prácticamente imposible mantenerlos vivos).
Los
ejemplares, de alrededor de metro y medio de longitud, no defraudaron las
esperanzas de Krefft. Tal como había dicho el colono, los peces tenían cuatro
aletas ventrales, carnosas y fuertes, que daban la impresión de ser cuatro
patas rudimentarias. Pero la sorpresa fue mayúscula al diseccionar los peces.
Además de branquias, aquellos bichos tenían un solo pulmón tan auténtico y
aparentemente tan funcional, como el de los animales terrestres. Eso y sus
cuatro patas incipientes, le habría permitido realizar cortos desplazamientos
fuera del agua. Krefft bautizó el espécimen como Neoceratodus forsteri,
conocido en el ámbito científico como pez pulmonado australiano.
Este
género Neoceratodus resultó ser el
más arcaico de los peces pulmonados. En el resto del mundo existen otros dos
géneros: Lepidosiren en Suramérica,
que cuenta también con una sola especie viva, y Protopterus en África, del que se conocen cuatro especies. Tanto
los africanos como los americanos tienen dos pulmones, lo que convierte al pez
australiano en el pionero en cuanto a respiración pulmonar. Durante casi un
siglo Neoceratodus forsteri ha sido considerado el ejemplo viviente
de la transición entre los vertebrados acuáticos y sus descendientes los
vertebrados terrestres.
Pero
en 1938 se produjo un nuevo descubrimiento que, además de conmocionar al mundo
de la zoología y la biología, desposeyó de su título al salmón del Burnett. Ese
año J. L. B. Smith describió por vez primera un pez hallado por los pescadores
de la costa oriental sudafricana. Recibió el nombre científico de Latimeria
chalumnae. El nombre genérico (Latimeria)
se adoptó en homenaje a Marjorie Courtenay-Latimer, la entonces conservadora
del museo de East-London. El nombre específico (chalumnae) alude al río Chaluma, en cuya desembocadura fue cobrado
el primer ejemplar.
Latimeria
chalumnae, más
conocido por su nombre vulgar de celacanto, puede alcanzar 2 metros de longitud y
hasta 90 kilos de peso. Está cubierto de unas escamas inusualmente grandes, y
posee cuatro aletas lobuladas y carnosas, también recubiertas de escamas, que
se mueven alternativamente, “como las
patas de un caballo trotando”, según una sugestiva descripción. Se trata de
un depredador eficacísimo, dotado de un órgano facial electro-sensor, que le
ayuda a detectar a sus presas. A diferencia de los peces pulmonados de hábitat
fluvial, el celacanto es un habitante de las profundidades marinas. De día
ocupa cuevas situadas a 150, 300 y hasta 700 metros bajo la superficie. De
noche asciende para alimentarse de peces de los arrecifes, y es este el único
momento en que puede ser apresado por las redes de los pescadores.
La
reproducción de celacanto es ovovivípara, con fecundación interna. Tras una
larga gestación (13 meses), las hembras paren entre 5 y 25 crías tan bien
desarrolladas, que no precisan cuidados parentales, y se las arreglan por su
cuenta. Desde 1938 se han hallado otras especies del género, distribuidas por
la costa oriental africana (Kenia, Tanzania, Mozambique, Madagascar…). Algunas
de ellas presentan bioluminiscencia propia de las criaturas abisales. En fecha
tan reciente como 1998 fue descubierta una nueva especie de celacanto
más oriental en las islas Célebes (Indonesia). Recibió el nombre de Latimeria
menadoensis. En el mapa que acompaña a estas líneas podéis apreciar la
distribución geográfica del género. Si tenéis curiosidad por ver imágenes del
pez en su medio natural, os dejo también este enlace de vídeo:
Celacanto se originó en el periodo devónico, hace entre 350 y 400 millones de
años. Antes de su sorprendente hallazgo con vida, se habían encontrado algunos
ejemplares fósiles, ninguno de ellos posterior a la era de los dinosaurios, por
lo que se consideraba extinguido desde hace unos 65 millones de años. Podéis
imaginar por lo tanto, el asombro que produjo una “resurrección” tan fantástica
como inesperada. Hace muy poco, en abril de 2013, un artículo publicado en la revista Nature
anunciaba que había sido descifrado su genoma. El ADN de celacanto contiene unos
3.000 millones de bases, lo que lo hace comparable en extensión al genoma
humano. Los genetistas han encontrado en él pistas muy valiosas de cómo los
vertebrados evolucionaron para conquistar la tierra firme. Si recordáis nuestro
post titulado cinco lobitos, os hablé en
él de ichthyostega, un firme
candidato a ser el antepasado común que compartimos todos los vertebrados
terrestres. Pues bien, todo parece situar a celacanto como un
antepasado directo de ichthyostega, y
por lo tanto, también nuestro.
Por
qué celacanto
se ha conservado prácticamente idéntico a sí mismo, generación tras generación,
durante tantos millones de años, es un formidable misterio que tal vez algún
día llegue a ser desentrañado. Los genetistas que han estudiado su ADN apuntan
a que su ritmo de mutación (promedio de mutaciones por número de divisiones
celulares) es anormalmente bajo. Esta característica sitúa a celacanto
en el grupo de ciertos animales como cocodrilos, tortugas o tiburones, y en
última instancia explicaría por qué apenas han cambiado en todo este tiempo,
mientras florecían por doquier nuevas clases y nuevos órdenes de animales, y se
desplazaban los continentes.
Permitidme
para terminar una pequeña nota cinéfila. Ya sabéis quienes seguís el blog que a
menudo aderezo los artículos con alguna referencia a viejas películas. Quizá os
sorprenda saber que existe un film donde aparece un celacanto, y que no se
produjo en Hollywood ni pertenece al género de la ciencia-ficción o la fantasía. Se trata de
una comedia española de 1961 dirigida por Antonio Momplet y protagonizada por
Conchita Velasco y Tony Leblanc. Su título es Julia
y el celacanto. En el equipo de guionistas figuraba nada menos
que Noel Clarasó, un histórico de la revista La
Codorniz. Se desarrolla en un pueblecito de pescadores
del levante español, donde un buen día pescan… pues si, un celacanto. Julia, el
personaje que interpreta Concha Velasco, es la única que comprende la
importancia del hallazgo… La película pasó por los cines con más pena que
gloria, y que yo sepa, no ha sido repuesta en televisión, pero, creedme, es
bastante más digna que muchas de esas con las que nos martirizan a la menor
oportunidad.
Todo
lo que soy se lo debo a mi bisabuelo. Si aun estuviera vivo, todo el mundo
hablaría de él. ¿Por qué? Pues porque si viviera tendría ciento cuarenta años. Groucho Marx.