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sábado, 31 de diciembre de 2016

CALENDARIO. LA VIEJA HISTORIA DEL TIEMPO



En este día tan especial en que estamos a punto de estrenar un año nuevecito, tendréis que perdonar a este anciano profesor si por una vez se aparta de las materias que solemos tratar aquí. Hoy me propongo contaros alguna curiosidad precisamente sobre el origen de nuestro calendario.
Como tantos otros aspectos de la cultura occidental, el calendario que utilizamos tuvo su cuna en la Roma del periodo republicano. Al menos las primeras referencias escritas datan de esa época. La tradición decía que Rómulo, legendario fundador de la urbe, había instituido un año de diez meses:


  • El primero llevaba el nombre de Mars (marzo) de Marte, el divino progenitor de los gemelos Rómulo y Remo.
  • El segundo se llamó Aprilis (abril), de aperire, abrir, porque es el mes en que se abren las flores.
  • El tercero se llamó Maius (mayo) de Maia o Maya, la prolífica madre de Mercurio, diosa de la fecundidad que preside y propicia el crecimiento de los frutos.
  • Al cuarto denominaron Junius (junio) por estar consagrado a Juno, hermana y esposa de Júpiter, principio femenino universal. Madre, esposa y amante.
  • Los seis meses restantes no tenían en principio nombre propio, y se les nombraba por sus ordinales: Quintilis, Sextilis, September, October, November y December.
  • Siempre siguiendo la tradición, uno de los primeros reyes romanos (acaso Numa o quizá Tarquino), agregó dos meses al final del año, que recibieron los nombres de Januarius (enero) en honor de Jano, el viejo dios etrusco que marcaba las fronteras y los límites; y Februarius (febrero) de Februo, el espíritu maléfico que invoca la enfermedad y la muerte.

Era costumbre que el primer día de cada mes, el pontífice máximo convocara al pueblo para anunciar los días feriados. Por eso se dio a esos días el nombre de calendas (calendae), del verbo calare, llamar. De calendas se derivó el nombre de calendarium, que utilizamos actualmente.

Se trataba de un calendario lunar, aunque hay que decir que por aquel entonces la medida del tiempo resultaba un tanto caótica. En efecto, SPQR, es decir, senatus populos-que romanorum, el senado y el pueblo de los romanos, habían cometido el error de dejar en manos de los pontífices la facultad de fijar la duración de determinados periodos. Los pontífices (unos pájaros de cuidado como todas las castas sacerdotales de cualquier tiempo) se aficionaron a sacar todo el partido posible a semejante concesión leonina, de manera que acortaban o retrasaban los periodos a conveniencia suya o para favorecer a sus amigos, prolongando sus magistraturas o adelantando vencimientos de deudas. Así proporcionaban a algunos la oportunidad de enriquecerse en poco tiempo, mientras arruinaban a otros a fuerza de demoras. En fin, corruptelas… Algo que desgraciadamente hoy nos suena inquietantemente familiar.

Una de las irregularidades más sonadas fue precisamente la de cambiar el orden de los meses. Los pontífices hicieron que el año 134 antes de Cristo no comenzara en marzo, como venía siendo usual, sino el primer día de enero. El motivo era facilitar el nombramiento de Publio Cornelio Escipión para dirigir las legiones destinadas a la conquista de la celtibérica Segeda o Sekaisa, la plaza fuerte en que se habían refugiado los rebeldes numantinos. El cambio se perpetuó en el tiempo, y de esta forma un tanto rocambolesca hoy podemos jactarnos de que aquellos remotos antepasados de aragoneses y sorianos fueron la causa de una modificación tan trascendente.

Pero volviendo a los manejos pontificios, digamos que tantos fueron los abusos, que aquel primitivo calendario llegó a desorganizarse de tal modo, que las fiestas de otoño se celebraban en primavera, y las de la cosecha en pleno invierno. Así que Julio César, que era un tipo duro, se propuso acabar con aquello a su llegada al poder. Encargó al astrónomo greco-alejandrino Sosígenes la confección de un calendario solar que fijó la duración del año en 365 días y cuarto, sólo once minutos más de lo que en realidad dura el año astronómico, lo que teniendo en cuenta las precarias condiciones tecnológicas del momento, resultó toda una proeza. Y para evitar que como consecuencia de aquella fracción de día, los meses se fueran desplazando, se acordó agregar un día cada cuatro años. El día en cuestión se añadió al mes de febrero, pero aquí César topó con un obstáculo religioso (¡cómo no!). Resulta que los días impares estaban consagrados a los dioses superiores, y febrero (el mes de Februo, el demonio de la fiebre) era un mes nefasto, así que tenía que conservar la apariencia de un número par de días. Como el día de febrero a duplicar era el sexto antes de las calendas de marzo, llamaron al día añadido bi-sextus ante calendas martias, de donde deriva el apelativo bisiesto que terminó aplicándose al año con un día de más. Así quedó establecido el llamado calendario juliano.

Años después, el cónsul Marco Antonio, para perpetuar el recuerdo del reformador, decretó que el mes Quintilis en el que nació César, tomara el nombre de Julius (julio) en su memoria. Poco más tarde, el Senado cambió el nombre del mes Sextilis por el de Augustus (agosto), como homenaje a Octavio Augusto, el emperador divinizado que inauguró aquella especie de culto a la personalidad que a la postre resultaría fatal para la Roma imperial y sentaría las bases de su decadencia y caída.

Pero la desviación del bueno de Sosígenes (que concretamente era de once minutos y catorce segundos), fue poco a poco haciéndose notar cada vez más en los siglos posteriores. Donde más cundió la preocupación fue entre la jerarquía eclesiástica, que en varias ocasiones: concilios de Nicea (año 325), Constanza (1414) y Trento (1545), discutió el problema sin llegar a ninguna conclusión precisa.
Se acabó por someter el asunto a la Santa Sede, cuyo solio ocupaba en la octava década del siglo XVI, el papa Gregorio XIII. Todos confiaban en la proverbial infalibilidad del obispo de Roma, y lo cierto es que por una vez acertaron, porque el papa Gregorio, eso si, rodeándose de una comisión de sabios, consiguió no sin dificultad, implantar el calendario gregoriano que perdura hasta la actualidad.

Para entonces el calendario se había desviado tanto, que el equinoccio de primavera caía en 11 de marzo. Para hacerlo coincidir con el día 21, como corresponde, el papa Gregorio decretó que el año 1582 tuviera diez días menos, y al jueves cuatro de octubre le siguiera el viernes quince. No creáis que la cosa fue sencilla. Aceptaron la medida sin vacilar tres estados: Roma (naturalmente), España y Portugal con sus posesiones ultramarinas de entonces, por eso podemos decir que las comunidades hispana y latinoamericana fueron pioneras en esto. Sin embargo, en muchos lugares hubo protestas y hasta motines. Los campesinos ingleses clamaban por los diez días de vida que les querían hurtar. No coments
En Francia y los Países Bajos católicos el nuevo calendario se implantó en diciembre de aquel mismo año; En las regiones católicas de Alemania y Suiza, en 1584; En Polonia, en 1586; en Hungría, en 1587; los protestantes suizos y alemanes lo adoptaron en 1700; los ingleses y los suecos en 1752. Otros aun fueron mucho más remisos. Los búlgaros se incorporaron al calendario en 1916; los rusos y los estonios en 1918; los rumanos y los yugoslavos en 1919; y los griegos en 1923…

Pero el nuestro no es el único calendario. Acordaos por ejemplo del calendario maya que hace unos años trajo de cabeza a más de cuatro. Para completar el recorrido, hagamos referencia a algunos otros calendarios no menos importantes que el nuestro en la Historia del cómputo del tiempo. Por ejemplo el calendario ático, que se utilizaba en la Grecia clásica:

CALENDARIO ÁTICO
Nombre
Nombre griego
Significado
Duración
Equivalente
(aprox.)
Fiestas principales
VERANO
hecatombeón κατομϐαιών /Hekatombaiốn «el mes de la fiesta de la hecatombe» 30 días julio fiestas de la Paz, Sinoikia,Panateneas
metagitnión Μεταγειτνιών /Metageitniốn «el mes de la fiesta de las mudanzas» 29 días agosto

boedromión Βοηδρομιών /Boêdromiốn «el mes de la fiesta de las Bodromías» 30 días septiembre

OTOÑO
pianopsión Πυανεψιών / Puanépsiốn «el mes de la fiesta de las Pianepsias » 30 días octubre Epitafias
memacterión Μαιμακτηριών /Maimakteriốn «el mes de Zeus Maimaktês (Impetuoso) » 29 días noviembre

posideón Ποσειδεών / Poseideốn «el mes de Poseidón » 29 días diciembre Dionisias rurales


El mes intercalar


Se inserta entre poseideon y gamelion. Se llama poseideon ΙΙ (δεύτερος ou στερος), dura 30 días, y es más o menos equivalente a diciembre–enero. Toma el nombre de δριανιών / Hadrianiốn (mes de Adriano) en honor del emperador Adriano en el siglo II, prueba de la supervivencia de este calendario en la época imperial.

INVIERNO


gamelión Γαμηλιών / Gameliốn «el mes de las bodas» 30 días enero Leneas

antesterión νθεστηριών /Anthestêriốn «el mes de las flores », en honor de Dioniso 29 días febrero Antesterias

elafebolión λαφηϐολιών /Elaphêboliốn «el mes de Artemisa Elaphêbolos (que persigue a los ciervos) » 30 días marzo Dionisias urbanas

PRIMAVERA


muniquión Μουνιχιών / Mounikhiốn «el mes de Artemisa Muniquia (de la ciudad de Muniquia)» 29 días abril



targelión Θαργηλιών / Thargêliốn «el mes de las Targelias, en honor de Artemisa y de Apolo» 30 días mayo Targelias

esciroforión Σκιροφοριών /Skirophoriốn «el mes de las Esciroforias » en honor de Atenea» 29 días junio Esciroforias




O el pintoresco calendario hebreo que las comunidades judías han usado (y usan todavía) para señalar sus fiestas religiosas:


Por último he aquí el curioso y poético (aunque ciertamente efímero), calendario republicano francés, tan entrañable para los anarquistas de muchas naciones. Fue el calendario que los célebres sans culottes y los miembros de la Comuna de París pretendieron oponer al tradicional y cristianísimo calendario gregoriano:



En definitiva, sea cual sea la fórmula elegida para el cómputo, lo cierto es que, como decían los clásicos, tempus fugit. Pasan los años. Caen los granos de arena de forma inexorable. El gran Pablo Milanés lo glosa de una manera tan hermosa como indiscutible: el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos… Amigos, desde Bigotini y de todo corazón, os deseamos un muy feliz y venturoso año 2017. Recordad siempre que la vida es un regalo precioso pero breve. Las verdades que se callan y los besos que no se dan a su tiempo, se irán con nosotros a la tumba como pájaros enjaulados. Dejadlos volar.

No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.  Joaquín Sabina.



miércoles, 28 de diciembre de 2016

RHETICUS, EL ABANDERADO DEL HELIOCENTRISMO


Georg Joachim Rheticus, nació en Feldkirch, Austria, en 1514. Era el hijo de un médico rural. Comenzó sus estudios en su localidad natal, para trasladarse luego a Zurich y más tarde a Wittenberg, donde se forjó una importante reputación como matemático y astrónomo. Felipe Melanchthon, el gran reformador e influyente personaje de la Europa de su tiempo, lo tomó bajo su protección, tal como acostumbraban los príncipes renacentistas. Amparado en este mecenazgo, Rheticus no solo desarrolló sus estudios e investigaciones, sino que obtuvo medios para viajar por Europa y tratar a los principales científicos de su generación. En Prusia conoció a Nicolás Copérnico, convirtiéndose en uno de los principales apologistas del heliocentrismo que propugnaba el polaco. Parece que la intervención de Rheticus fue clave para que finalmente Copérnico se decidiera a publicar sus trabajos sobre el sistema solar. Precisamente en colaboración con Copérnico y con Enrique Zell, Rheticus desplegó su habilidad para la cartografía, confeccionando un detallado mapa de Prusia, ejemplar en su época.


Visitó en Milán a Gilolamo Cardano. Colaboró también con el matemático Juan Schöner, hallando inspiración para componer sus Tablas de funciones trigonométricas, una obra admirable y de una asombrosa exactitud. Concluida su etapa docente en Wittenberg, Rheticus enseñó en Nuremberga y en Leipzig. Tuvo que abandonar esta última universidad por un escándalo amoroso no bien aclarado con uno de sus alumnos. Marchó a estudiar medicina a Praga, y a partir de 1554 se estableció como médico en Cracovia, donde permaneció hasta poco antes de su muerte acaecida en la localidad húngara de Kosice en 1574.

Georg Rheticus fue el hombre que quizá contribuyó en mayor medida a la difusión del pensamiento copernicano. Él fue quien completó la parte matemática de la obra de Copérnico, con sus tablas de senos y cosenos. También compuso un exordio teológico sobre la compatibilidad del sistema heliocéntrico con las enseñanzas de la Biblia, que pudo haberle costado un gran disgusto si su editor no hubiera tenido la prudentísima idea de no publicar. La obra matemática de Rheticus fue completada por su discípulo Valentin Otho.

¿De cuántas infamias se compone un éxito? Honoré de Balzac.



lunes, 26 de diciembre de 2016

PALMER COX Y SUS PEQUEÑOS BROWNIES


Palmer Cox fue un ilustrador canadiense nacido en Granby, Quebec, en 1840. Tras una larga y oscura carrera profesional, alcanzó el éxito a partir de 1887 con la creación de los célebres Brownies, unos simpáticos duendecillos que se hicieron enormemente populares en todos los medios gráficos americanos del cambio de siglo. Cox creó un universo mágico en el que sus brownies asumían diferentes papeles, reproduciendo y parodiando la sociedad real. Publicó numerosos libros de cuentos, y tras la invención de Outcault de las tiras cómicas, se abonó también a esta modalidad gráfica.

A tal punto llegó la popularidad de los brownies, que sirvieron de reclamo publicitario a una amplia variedad de productos, desde refrescos a cámaras fotográficas. Os dejamos aquí una pequeña muestra de sus dibujos, que corresponde a lo más representativo de la obra de este gran ilustrador.











miércoles, 21 de diciembre de 2016

EL GRILLO DEL HOGAR


Bueno, pues ya lo sabéis, en navidad siempre volvemos a Dickens. En esta navidad de 2016 os ofrecemos el enlace para acceder a la versión digital de El grillo del hogar. Se trata de una novelita corta que Charles Dickens publicó precisamente la navidad de 1845 en un pequeño volumen, prescindiendo de sus habituales entregas. En esta pequeña y entrañable historia triunfa, como en Cuento de Navidad y otros relatos del autor, el espíritu navideño. En la obrita hay acaso algo menos cristianismo que en otras narraciones de Dickens, pero en ella destacan también, como en las demás, los valores familiares y solidarios siempre tan presentes en el autor de Portsmouth.
Están ahí todos los ingredientes habituales: la familia feliz, el despreciable avaro que intentará en vano destruir esa felicidad, y hasta el componente de intriga que casi nunca falta en la obra de Dickens.


Incluimos la reproducción de las ilustraciones originales. Haced clic sobre ellas y deleitaos hasta la emoción con la lectura de esta entrañable historia navideña. Aunque, como bien sabéis, en Bigotini somos unos ateazos de cuidado, el grillo del hogar (chirps, chirps) y nosotros mismos os deseamos de todo corazón que paséis una feliz navidad.

Los corazones pacíficos no necesitan palabras para amar la navidad.





domingo, 18 de diciembre de 2016

SAM WOOD, UN DIRECTOR CON OFICIO



Pues efectivamente, Sam Wood era lo que se dice un trabajador infatigable, perfecto conocedor de su oficio. Desde la época muda había hecho de todo en la industria del cine: productor, actor, guionista... sólo le faltaba barrer los estudios, y hasta puede que lo hiciera en alguna ocasión. Wood sabía cómo sacar el mejor partido a cada actor. Obtuvo lo mejor de Valentino y de la Bergman, y tuvo que lidiar con la anarquía caótica de los Marx. En definitiva, un artesano del cine.
Precisamente dirigió la que sin duda es la mejor película de los Marx, y una de las mejores comedias de la historia del cine: Una noche en la ópera. De esta producción de 1935, ofrecemos hoy la celebérrima secuencia del camarote, que en diferentes ocasiones ha sido elegida por votación popular como la más genial de las secuencias cómicas jamás filmadas. Haced clic en la carátula y recordad este gran momento.

Próxima entrega: Cine europeo de entreguerras


miércoles, 14 de diciembre de 2016

DOS MAÑOS Y TRES MAÑICAS EN LAS ISLAS BRITANICAS. PART ONE: LONDRES


Bigotini y los suyos, al llegar a la capital de Inglaterra, se alojaron en un hotel con nombre pretencioso: Carlton. Un viejo caserón en una zona tranquila. Algo cutre, pero razonablemente limpio. La filosofía hostelera del Carlton está presidida por el concepto británico de la hospitalidad: sólo lo que marca la ley. ¿Que el papel higiénico raspa? Bueno, es papel, ¿no? Pues ya está. La ducha, diseñada para ciertos súbditos del Imperio procedentes de una remota isla micronesia, tiene la ventaja de no permitirte caer aunque resbales, es como un ataúd vertical en el que te puedes al menos mojar, aunque no seas capaz de limpiarte demasiado. En el severo comedor victoriano está al mando Mrs. Lamparonni (estricta gobernanta). Si dejas caer uno de los cubiertos, la Lamparonni te mira como si fuera a asesinarte. Pasado el primer momento de pánico, conseguimos pasar algunos bocados de esos productos indefinibles que los ingleses llaman el desayuno.

Cabinas telefónicas rojas y entradas del metro. Nos decidimos por un autobús de dos pisos para dirigirnos al Brithish Museum. Enormes salas, largas caminatas e ingentes cantidades de magníficas obras de arte. Especial atención al sector dedicado a Asiria y Mesopotamia. En Londres lucen como en ninguna parte los expolios imperiales. La belleza de los gigantescos relieves nos deja sin aliento. De asombro en asombro recorremos ese templo de la cultura universal. Las infinitas cosas que hay que contemplar en Londres, y las enormes distancias, no nos permiten echar una siesta decentemente. Seguimos en la brecha con un calor insoportable más propio de Algeciras que de estas latitudes. Los tenderetes de Coven Garden, los pubs de Somerset House... Nos damos a la cerveza en grandes cantidades en un establecimiento llamado en la traducción Al cordero y la bandera. Es un local tradicional fundado en el siglo XVIII y decorado con numerosos grabados de esa época. Lo abandonamos casi a gatas.

Los primeros días londinenses las cervezas frías y las salchichas con puré de los pubs saben a gloria. Conforme van pasando las jornadas, las cervezas frías siguen siendo deliciosas, pero hay que admitir que la comida empieza a resultar un poco monótona. Cuando uno ha repetido (o hasta tripitido) las salchichas con puré, los fish and chips, las pechugas rebozadas y el corto etcétera que ofrece la cocina inglesa (si puede llamarse así), añora cualquier otra cosa comestible. Existen dos alternativas: entrar a un restaurante caro donde por una pitanza decente puedes llegar a pagar el triple de lo que costaría en un país civilizado, o decidirte por los restaurantes étnicos, chinos, hindúes, tailandeses, jamaicanos... qué se yo... Corres el riesgo de acabar con una úlcera del tamaño de un cenicero, pero al menos te libras de las salchichas con puré.


Pasada una semanita, parece que empezamos a caerle bien a Mrs. Lamparonni. Ya apenas nos regaña, y hasta nos ha mostrado los colmillos de una manera que se nos antoja vagamente amistosa. Esto marcha. Tras un trayecto en la línea 11 del bus y una caminata por St. Paul, llegamos a la célebre torre de Londres. Recorrido por las dependencias de la vieja fortaleza. Turistas y más turistas. Japoneses, indostánicos... Hay gentes de lugares que uno ni siquiera sospechaba que existieran. Bombo y platillo imperial. Las joyas de la corona, las armas tomadas a los naufragados navíos españoles de La Invencible. Lo más entretenido son las mazmorras con sus sutiles instrumentos de tortura. En esto se conoce todo el refinamiento y la estatura moral de una cultura milenaria. Inolvidables también las tardes en Hyde Park. Una elegante cena en un elegante restaurante de Mayfair, seguida de una amena tertulia de sobremesa, nos reconcilia con Londres y con la humanidad entera.


El Museo de Historia Natural es sin duda el mejor del mundo en su especialidad. Emoción en la galería de los primates, y devoción ante la vitrina que contiene los restos de nuestra antepasada Lucy. Impagable.
Mientras sus tres hermosas acompañantes hacían compras en los tenderetes de Portobello, Bigotini y su gran amigo el profesor Crespovich entraron a tomar unas pintas en un pub cuyos parroquianos asistían a la transmisión de la final de la copa del mundo de rugby, que enfrentaba a Australia y Nueva Zelanda. El local estaba lleno de naturales de ambas naciones con sus camisetas y sus bufandas. Crespovich y Bigotini se mimetizaron de tal manera en aquel ambiente de sana rivalidad, que acabaron entonando cánticos con sus jarrras de cerveza levantadas al cielo londinense. Las chicas tuvieron que sacarlos del bar a empujones como si fueran dos vulgares borrachos. Un poco embarazoso, si, pero divertidísimo.


Vuelta a Hyde Park y refrescos no alcohólicos a la orilla del lago. A la sombra benéfica de un castaño de indias, y algo achispados todavía por la espuma cervecil, caemos en la cuenta de que ya llevamos unos cuantos días en Londres y aun no hemos visto un solo gato. De repente despierta el poeta que el viejo Bigotini lleva dentro:

Ya no hay gatos en Londres, y aunque dieses
vueltas en derredor, y aunque los llames
por su nombre: ¡Misino!, y pases meses
llamándolos y a gritos los reclames,
nunca los hallarás, querido amigo.
Quisiera que un consejo me admitieses,
oye con atención lo que te digo,
no le busques al gato los tres pieses.

La hortera magnificencia de los almacenes Harrods (o como se llamen) nos devuelve dolorosamente a la realidad. Sucumbimos a la tentación de la toilette para turistas. Salimos encantados, meados y perfumados. La cena en un bullicioso pub de Chelsea con escandalosa abundancia de comestibles y bebestibles, nos conduce al final de otra jornada.


Y como al final todo llega, por fin llega el último día de nuestras vacaciones londinenses. La Tate Gallery y la National Gallery nos proporcionan sendas borracheras de arte del bueno. Cena en Belgravia y festival de dulces cervezas negras con chocolate. El día siguiente volaremos a Edimburgo. Bye, Londres, gran ciudad y divertidísimo viaje. Hasta pronto.

Para la mayoría de la gente la verdadera vida es la vida que no lleva. Oscar Wilde.