Aunque
resulte difícil de creer, nada más llegar a Munich (bueno, a las
pocas horas) Bigotini y sus bellas compañeras de viaje fueron
capaces de batir su propio record de codillos al horno. Es cuestión
de tener mucha, mucha vocación. Escenario el típico
restaurante-cervecería bávaro en el casco histórico muniqués. El
servicio corre a cargo de hermosas lugareñas de generosos escotes,
vestidas con trajes típicos bávaros, el clásico uniforme de
cervecera. De vez en cuando en alguna otra mesa, un tipo narizotas
con sombrerito tirolés (en realidad, bávaro, se ve que hay
diferencia) se arranca con una canción como las que cantan los nazis
en las películas de guerra. Cuando termina, medio restaurante rompe
a aplaudir emocionado. Los más hábiles aprovechan el estruendo para
eructar sin que se note mucho.
El
caso es que nos hemos metido entre pecho y espalda tres señores
codillos con su guarnición, que no se los saltaba un cura sin
sotana. Tremendo, la cosa promete… El Meininger
hotel es
limpio y tranquilo, con camas hechas al estilo germánico, funda
nórdica incluida. Eficiencia alemana. Todo funciona bien. Las
puertas de las duchas encajan, las toallas secan, y cada cosa está
en su sitio. Hace fresco para julio (18 grados) y tiene toda la pinta
de vacaciones con jersey y chubasquero, porque también llueve
intermitentemente. En apenas unos minutos hemos hecho fotos y más
fotos.
|
Munich desde los tejados |
Munich
(pronunciado Munchen en alemán y Múnik en todos los demás idiomas)
es la capital de Baviera. Es también la capital de lo que podríamos
llamar la Alemania provinciana y profunda. La capital de la cerveza y
también la del nazismo. Los muniqueses son grandotes, gordos,
rubios, con mofletes colorados y siempre sonrientes. Muy educados. De
vez en cuando en los bares te mira un parroquiano y levanta su jarra
de cerveza, como brindando desde lejos. Uno responde al gesto con
otro de cortesía, pero luego no puedes dejar de mirarle un poco de
reojo y ver que el tío te mira de la misma manera. Si tiene bastante
edad para eso, no puedes evitar pensar: este ¿a cuantos judíos?...
Visitamos
el Museo de Arte Moderno. Pasamos la mañana entre Picassos, Mirós,
Kandinskis y un largo etcétera de artistas muy bien representados en
estas salas. Hay más obras del siglo XX que en el mismo Berlín.
Además, el edificio en sí, ya merece por propios méritos la
visita. En el contenido destaca una sala dedicada a Max Beckmann, uno
de los principales artistas del expresionismo alemán de
entreguerras. Tras la visita un refrigerio en la cafetería del museo
y luego tarde de paseo por la ciudad. La parte turística no es muy
extensa, la verdad. Es algo común a muchas ciudades alemanas. En la
guerra las deshicieron a bombardeos, y después no restauraron más
que las zonas históricas de más valor. El resto es todo moderno.
Tomamos unas cervezas en los puestos callejeros de la plaza del
mercado (visita obligada para cualquier turista). Cena en el célebre
local de la cervecería de los agustinos, que está en la calle
principal que va de la puerta vieja a la catedral. Casi todo lo que
merece la pena en Munich está por allí, de manera que me ahorraré
poner las direcciones de los sitios, porque todo, todo está en esa
media docena de calles. En cuanto al restaurante de los agustinos, la
cosa tiene tela. Ayer batimos de largo el record de codillos. Hoy
hemos pulverizado el de salchichas. Las había de muchas clases
diferentes, y he perdido la cuenta de las que nos hemos zampado. Pues
oye, tan panchos.
|
Residencia del príncipe elector de Baviera |
En
el desayuno las frutas y los embutidos, aseguran combustible
suficiente para emprender las jornadas de duro deambular por calles,
callejas, plazas y plazuelas. Visitamos el Palacio-Residencia del
príncipe elector de Baviera. Un recorrido por lujosos salones,
espejo de la pasada gloria bávara. El palacio fue casi completamente
destruido durante la guerra, y reconstruido después admirablemente.
Tras la agotadora visita, aperitivo en el famoso Café de la Ópera,
y después comida en la plaza del mercado. Cervezas, salchichas y
carnes del país. Un festival de espuma y colesterol amenizado por
simpáticos acordeonistas, más voluntariosos que acertados. Risas y
más risas. ¿Se puede pedir más? Para terminar, opípara cena en el
Franciskaner Garden,
un típico restaurante con patio interior en la zona pijo-comercial.
Excelentes las carnes (Munich-snitchell,
codillo cocido y codillo asado) con guarniciones más elaboradas y
variadas que en los demás sitios.
|
Las terrazas muniquesas |
Alquilamos
un coche para recorrer Baviera. Un Dodge-berlina nuevo y grandote,
muy al gusto alemán. Autopista y manta. Llegamos a Nüremberg, la
del famoso juicio. Ciudad imperial donde las haya, el casco histórico
de la Nuremberga barroca, está conservado brillantemente. La
iglesia-catedral de San Lorenzo, del gótico centroeuropeo más puro,
impresiona por su grandeza.
Las
grandes ciudades alemanas (Berlín, Franfurt, Hamburgo, Hannover o la
misma Munich) fueron literalmente reducidas a cenizas por los
bombardeos aliados. Durante el milagro alemán, con un esfuerzo
admirable, sus habitantes reconstruyeron lo que pudieron, catedrales,
ayuntamientos y algún palacio. Casi todo lo demás es moderno y de
escaso interés turístico. Sin embargo, las ciudades pequeñas
(Bremen, Nüremberg, Ratisbona, etc.) se libraron de la destrucción,
por eso deparan al turista mayores satisfacciones. Berlín es un caso
excepcional, porque a pesar de que quedó completamente arrasada, es
la gran metrópoli no sólo de Alemania, sino de toda la Europa
central. En Berlín tanto los del oeste como los del este, se
esmeraron en hacer la reconstrucción de tal manera, que con eso y
con la vida ciudadana que le prestan los berlineses (gentes tan
apacibles y refinadas, que ni parecen alemanes), resulta ya un
destino imprescindible para cualquier viajero.
En
Nüremberg probamos más especialidades bávaras: steack
tartar y un fiambre muy
original a base de cerdo cocido y gelatina de castañas que quita el
hipo. Terminamos por la tarde el recorrido turístico de la vieja
ciudad, y vuelta a la carretera. Llegamos a Munich a tiempo de cenar
en un italiano (hay que descansar de tanto cerdo). Entrantes,
ensaladas y pastas muy bien condimentadas. Mañana seguiremos la ruta
turística.
|
Nüremberg |
En
nuestro coche-tanque enfilamos el camino de Ratisbona (en alemán
Regensburg), una pequeña joya engastada en la corona bávara.
En
Ratisbona todo es típico. Las calles son típicas, las casas son
típicas (seguimos haciendo fotos). Magnífica la catedral y
fabulosas las vistas del Danubio desde el puente medieval. Comemos en
la famosa hostería del siglo XII donde sirven las mundialmente
célebres salchichas de Ratisbona. Aquí las ponen con una guarnición
de cebolla confitada. Nos zampamos media docena por barba,
acompañándolas de ricas cervezas que (como en las demás
cervecerías típicas de Baviera) fabrican ellos mismos. Se come en
la terraza al aire libre, junto al Danubio, en unas largas mesas de
madera con bancos corridos. Parece ser que lo clásico es comer las
salchichas con las manos, así que en la hostería han perfeccionado
la técnica del trapo húmedo. Cada poco rato (tres o cuatro veces a
lo largo de la comida) aparece una camarera con toallas limpias,
calientes y humeantes, y te cambia las anteriores. No es que sea muy
chic,
pero es la mar de práctico.
|
Ratisbona desde el Danubio |
De
vuelta en Munich, y después de devolver el auto en la agencia, damos
el enésimo garbeo por el casco histórico y tomamos algún refresco.
En el trayecto del tranvía hemos visto las noches pasadas el
Biergarten
donde se celebraba hasta hace pocos años la Ocktoberfest.
Luego se ve que la fiesta se hizo tan multitudinaria que tuvieron que
trasladarla a una especie de feria en las afueras. Nos decidimos pues
a probar el Biergarten.
Allí, en una mesa situada estratégicamente en el mirador desde el
que se dominan los jardines, y con la caricia de una brisa tan
reconfortante, que a última hora nos ha obligado a ponernos una
chaqueta, nos hemos despedido de Munich y la cocina muniquesa a base
de codillo, cerdito lechal al horno y espectacular tabla de quesos.
Para terminar, el clásico apffelstrudel
calentito. Un festín, muchas risas y gran diversión de chicos y
grandes. ¡Que bien!
El
amor es como las cajas de cerillas, que desde el primer momento
sabemos que se nos tiene que acabar, y se nos acaba cuando menos lo
esperamos. Enrique Jardiel Poncela.