Cornelia,
la hija de Escipión Africano, a la que por eso todos llamaban la Africana, se
casó con Tiberio Sempronio Graco, un aristócrata que accedió al cargo de
tribuno de la plebe por imposición del Senado romano. Había dos tribunos, y al
menos en teoría, ambos debían ser nombrados por la Asamblea plebiscitaria, es
decir, por la plebe, el pueblo llano. Sin embargo, en la práctica, el Senado
podía ejercer su derecho de veto, así que para no contrariar demasiado a los
poderosos, la Asamblea elegía a su favorito junto a otro sugerido por el
Senado. Este último era el caso de Graco que además de aristócrata, era lo que
llamaríamos un intelectual con ciertas veleidades izquierdistas. Había sido
antes censor y dos veces cónsul, adquiriendo en Hispania fama de gobernante
solvente e íntegro.
Tuvo
con Cornelia doce hijos de los cuales sólo sobrevivieron tres, algo muy común
en la época: dos chicos, Tiberio y Cayo, y una hija llamada Cornelia como su
madre.
Según sus biógrafos, la Africana fue una mujer hermosísima y al enviudar, una madre ejemplar que inculcó a sus tres hijos los valores y principios de su padre. Cornelia fue suegra de otro Escipión que desposó a su hija, y fue madre de los Gracos, dos hermanos destinados a pasar a la historia de la Roma republicana como héroes y mártires.
El
panorama social de la urbe en aquel tiempo, no podía ser más desolador. La
esclavitud, que constituía la principal riqueza de Roma, fue también y de forma
paradójica, la causa de su ruina. El trigo y otros productos agrícolas llegaban
por toneladas desde Sicilia, Hispania, Cerdeña y África, y se vendía a precios
irrisorios. Los campesinos modestos, no pudiendo competir en el mercado,
malvendían sus tierras de labor a los grandes latifundistas, patricios que cada
vez se enriquecían más. Tampoco los hijos de la plebe podían ganarse la vida
como obreros, pues la abundante mano de obra esclava salía completamente gratis
a sus propietarios. El resultado fue una hambruna generalizada, caldo de
cultivo para que creciera el descontento y se encendiera la chispa
revolucionaria.
En
133 a.C. fue elegido tribuno Tiberio Sempronio
Graco, hijo mayor de Cornelia, que heredó el mismo nombre de su
padre. Era al decir de todos, un idealista que se había educado según sus
enemigos, en las ideas radicales de su madre y de los intelectuales que frecuentaban
sus salones, y bajo la batuta de su preceptor, Blosio, un filósofo griego que
le había llenado la cabeza de ideas peligrosas.
Nada
más ser elegido, Tiberio propuso a la Asamblea una ambiciosa reforma agraria
redistributiva, y un itinerario político que oponer a la esclavitud, al
urbanismo especulativo y al militarismo imperante. Como puede apreciarse, un
programa que podría firmar hoy en día cualquier partido progresista. Además, y
para subrayar la habilidad política del joven Tiberio, todas esas medidas
podían realizarse sin apartarse un milímetro de la normativa vigente en aquel
tiempo, las Leyes Licinias, que habían sido aprobadas doscientos años antes, y
eran, salvando las distancias, lo más aproximado a lo que llamaríamos
modernamente una constitución.
Sin
embargo, y como era previsible, el Senado dominado por los patricios y las
élites económicas, declaró ilegales las propuestas. Persuadieron a Octavio, el
otro tribuno, a oponer su veto a las reformas del joven Graco. Se enfrentaron
dos bandos, la Asamblea que apoyaba a Tiberio, y el Senado que se le oponía.
Abandonado por sus amigos, los izquierdistas de salón que antes le habían
jaleado, Tiberio buscó el amparo de la plebe, radicalizando todavía más su
discurso. La cosa acabó francamente mal. Se presentó en el foro, e irrumpió allí
un grupo de senadores blandiendo garrotes. Los encabezaba Escipión Násica que
era además, uno de sus parientes cercanos. Lo asesinaron a garrotazos y su
cadáver fue arrojado al Tíber.
Nueve años más tarde, su hermano, Cayo Sempronio Graco, fue elegido también tribuno. Le precedía una fama más acorde con los intereses conservadores. Había luchado en Numancia y al parecer, era un formidable orador. Cayo obró con gran inteligencia. A base de moderación y de trabajarse con esfuerzo diferentes apoyos políticos, consiguió aprobar y en buena medida poner en práctica, muchas de las reformas defendidas por su difunto hermano. Creó nuevas colonias agrícolas en la Italia meridional, se ganó el favor de los soldados equipándolos a costa del Estado y fijó un precio político para el trigo. Después, espoleado por el éxito, se atrevió a llegar más lejos. Propuso agregar a los trescientos miembros del Senado, otros trescientos provenientes de la Asamblea, y extender la ciudadanía romana a todos los hombres libres del Lacio y de la mayor parte de la península itálica.
Aquella
fue la gota que colmó la paciencia de sus enemigos. Tras dos años de diferentes
intrigas políticas y enfrentamientos armados, Cayo Sempronio Graco, para evitar
que sus asesinos le dieran alcance, cruzó el Tíber a nado y en la otra orilla
ordenó a uno de sus sirvientes que le diera muerte. Unos meses antes habían
asesinado a Escipión Emiliano, su cuñado y marido de su hermana.
Cornelia
la Africana, la madre de los Gracos, se quedó sin sus dos hijos. El Senado le
prohibió vestir de luto.
De
esta forma abyecta concluyó el que probablemente fue el primer o al menos el
más importante intento de democratización de la historia antigua. El profe
Bigotini, gran admirador de los Gracos, alguna vez se viste la toga y recita
con solemnidad las palabras de un discurso de Tiberio Graco: nuestros generales nos incitan a combatir
por los templos y las tumbas de vuestros antepasados. Ocioso y vano
llamamiento. Vosotros no tenéis altares paternos. Vosotros no tenéis tumbas ancestrales.
Vosotros no tenéis nada. Combatís y morís sólo para procurar lujo y riqueza a
quienes os explotan.
La única lucha que se pierde es la que se abandona. Ernesto Che Guevara.