Zoólogos y paleontólogos ya no
tienen ninguna duda de que los dinosaurios no se extinguieron completamente
hace 65 millones de años. Dejaron descendencia: las aves. Los pájaros grandes y
pequeños que surcan los cielos o anidan en los cañaverales son genuinos y
directos descendientes de los pequeños dinosaurios emplumados del jurásico.
Se calcula que han coexistido con
nosotros unas 10.000 especies de aves diferentes, desde diminutos colibríes
hasta pesadas avestruces. Otro cálculo aproximado es que de estas 10.000
especies han desaparecido unas 130. La cifra representa el 1,3%. No es
demasiado para 65 millones de años. Sin embargo, si os digo que la práctica
totalidad de las bajas se ha registrado en los últimos 2.000 años, en el
periodo histórico, y, por supuesto, a manos del hombre, la cosa ya no parece
tan inocente, ¿verdad?
En un reciente post os hablé de la
extinción del dodo en las islas
Mauricio. Mucho más al Este, en Nueva Zelanda, se produjo otra matanza
histórica, la de los moas.
Los moas tenían una
altura de tres metros y llegaban a pesar hasta cerca de trescientos kilos, más
del doble que el avestruz africano moderno. Fueron extinguidos en apenas un par
de siglos por los polinesios que en torno al año 1300 de nuestra era
colonizaron Nueva Zelanda, la última gran masa de tierra firme habitable
descubierta por seres humanos. Cuando aparecieron por allí los primeros
europeos, el único vestigio que quedaba de los moas era algún que otro
montón de enormes huesos de pájaro, y unas cuantas leyendas maoríes que
relataban los viejos a la luz de las fogatas. Si recordáis lo que os conté
sobre el dodo,
coincidiréis conmigo en que si al llegar los europeos hubiera quedado algún moa con vida, los marineros barbudos
habrían empleado el mismo celo que los maoríes en acabar con él.
El alca
gigante, un pingüino grandote y torpe como todos los de su familia, no
habitaba una sola isla como los moas,
sino que extendía su hábitat por la práctica totalidad de la mitad
superior del hemisferio norte, desde Siberia hasta Escandinavia, Groenlandia y
Canadá. Por eso se tardó más tiempo en exterminarla. No obstante, los cazadores
noruegos, escoceses y americanos, se entregaron a una persecución tan feroz del alca gigante, que
consiguieron también terminar con los últimos ejemplares, a veces sin más armas
que simples palos o bicheros de pescador.
Los moa-nalos eran patos hawaianos de gran tamaño,
no voladores y comedores de hojas. Se sabe poca cosa de ellos, pero estamos
bien seguros de quién los mató.
Pero el que en palabras de Alan Weisman ha sido el más
asombroso avicidio de los conocidos, se perpetró hace
apenas un siglo. La víctima fue la paloma
migratoria norteamericana, que según todas las estimaciones era el
pájaro más abundante del planeta. Sus bandadas alcanzaban los 500 kilómetros de extensión y estaban compuestas por
miles de millones de individuos. Ocupaban a su paso todo lo largo y ancho del
horizonte, oscureciendo el cielo durante horas. Eran algo mayores y de plumaje
más vistoso que las palomas comunes. Tenían el dorso azul oscuro y el pecho
rosado. Según testimonios de la época las palomas
migratorias tenían un
sabor delicioso. Se alimentaban de grandes cantidades de hayucos, bayas y sobre
todo bellotas, como nuestros cerdos ibéricos, por eso no es extraño que los gourmets de su tiempo las encontraran
exquisitas… En fin, se las cargaron a todas. Como volaban en grupos tan
apretados, con un solo disparo de perdigones, podían abatirse docenas de
ejemplares. Siempre siguiendo a Weisman, a partir de 1850, con la mayor parte
de los bosques reemplazados por granjas, cazarlas resultaba más fácil, ya que
se posaban por cientos de miles en los pocos grandes árboles que quedaban. Cada
día llegaban a los mercados de Boston y Nueva York vagones de tren cargados de
palomas. Cuando se hizo evidente que su número estaba disminuyendo, una especie
de delirio llevó a los cazadores a exterminarlas aun más rápido mientras
quedaran ejemplares que cazar. En 1900 no quedaban más que unas cuantas en un
zoo de Cincinnati. La última murió allí en 1914.
Las historias de las extinciones son
siempre tristes, tanto por la enorme injusticia que se comete con criaturas
incapaces de defenderse, como sobre todo, por la irreparable pérdida de
diversidad genética y el consiguiente empobrecimiento biológico que supone.
Pero en fin, es nuestro destino como especie: acabar con todo lo que nos rodea.
También y especialmente con nosotros mismos.
Los hijos que no tuvimos se esconden
en las cloacas, comen las últimas flores, parece que adivinaran que el día que
se avecina viene con hambre atrasada. Luis Eduardo Aute.