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fui su sparring durante un par de temporadas |
Jamás debí
poner un pie allí.
El Cotton Club
era el más célebre local de jazz de Harlem y de toda la Gran Manzana. Me
convenció el bueno de Jack Johnson. Jack había sido campeón de los pesados, el
famoso gigante de Galveston. Yo fui su sparring durante un par de
temporadas, cuando él no era más que un negrito tejano que aun no se afeitaba y
soñaba con la gloria. Perdí el contacto con él cuando una legión de tipejos con
acento siciliano y bultos en la chaqueta, se hicieron cargo de lo que ellos
llamaron su carrera. Quince años después, aunque ya tenía barba cerrada
y la mayor barriga de Harlem, Jack seguía siendo el mismo niño grande de
siempre. Escasamente consciente de haber sido víctima de los sórdidos manejos
de aquellos mafiosos, y quizá también un poco sonado, pasaba el tiempo
malgastando sus ahorros y paseando en su cochazo a las zorritas que le sacaban
la pasta. Jack, que había abierto el local, figuraba oficialmente como su
gerente, pero todos sabían que el verdadero dueño del negocio era en realidad
Owney Madden, un gangster que había hecho fortuna como contrabandista durante la Ley Seca.
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paseando en su cochazo a las zorritas que le sacaban la pasta |
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parecía derramar polvo de estrellas |
Madden cumplía
condena en Sing Sing, pero tenía untado al alcaide, y vivía en la prisión como
un príncipe. Desde allí dirigía el club y movía los hilos necesarios para
seguir siendo el rey del wisky clandestino. Hasta celebraba en el presidio
fiestas con sus chicas, las bailarinas y las strippers. El Cotton Club
era uno de esos locales elegantes que se habían puesto de moda. El suelo estaba
cubierto por auténticas alfombras persas de importación, confeccionadas en
Portland por una pareja de húngaros.
El primer día
que entré en el Cotton Club, Jack me dio uno de sus famosos abrazos de oso y me
dijo: ven blanquito, voy a darte la mejor mesa. ¿Qué te parece la chabola,
amigo? Es un local muy elegante, Jackie, le contesté, para mí será un honor que
me echéis a la calle a patadas. Jack soltó una carcajada. De repente me quedé
mudo y comenzaron a temblarme las piernas. Allí estaba ella. Era Bessie Parker,
la chica de la que me enamoré siendo un mocoso de pantalón corto, y que no
había podido apartar ni un sólo día de mi imaginación. Estaba espléndida
enfundada en aquel vestido verde con lentejuelas, que parecía derramar polvo de
estrellas a su paso. Aun seguía embobado cuando terminó su número y vino a
sentarse a mi mesa. Sus manos se posaron sobre las mías como dos palomas
blancas.
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la recordé junto a mí en un cine de sesión continua |
Tienes... el
pelo rojo, acerté a balbucir. No es más que un tinte, cariño, dijo riendo. Si
no te gusta, mañana mismo volveré a ser la chica rubia que conociste. ¡Oh, no,
no es eso!, exclamé. Estás...estás preciosa Bessie... E hipnotizado por
aquellos ojos del color de los almendros en el remoto atardecer de mi casi
olvidada niñez, la recordé junto a mí en un cine de sesión continua. Mi mano
furtiva sobre el respaldo de la butaca, buscando el primer contacto, y un
instante después, nuestros labios temblando con la emoción del primer beso...
Como si pudiera adivinar mis pensamientos, esquivó mi mirada. Luego la
conversación adquirió un tono más prosaico. Ya se que eres un gran poli. Bueno,
ya no lo soy, me defendí. Ella insistió: no seas tan modesto, cariño. Leí en
los periódicos cómo atrapaste el año pasado al asesino de esa pobre chica de
Montana, Nieves Nosecuántos. Morales, Nieves Morales... Bueno, después de todo
no tuvo ningún mérito imaginar que llamándose así, el asesino fuera el tipo que
conducía la máquina quitanieves, ¿no te parece?... Y Bessie me obsequió con una
risa que le brotó del corazón como un torrente. Casi había olvidado tu risa. Es
encantadora, le dije. Entonces, como si hubiera puesto el dedo en alguna
escondida llaga, pretextó una excusa y se marchó después de hacerme prometer
que volvería la noche siguiente.
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se entregaba con una pasión sin límites |
Después de
aquella noche en el Cotton Club, hubo muchas otras noches. Hubo muchas otras
risas y muchos otros besos. También hubo mucho sexo. Un sexo de una intensidad
febril y desesperada, pero sin palabras. Sin preguntas ni respuestas.
Lamentablemente, no era la misma Bessie que un día conocí. La hubiera querido
solo para mí, pero cada vez que intentaba sacar el tema, ella lo rehuía. En la
cama se entregaba con una pasión sin límites, pero su alma se me escapaba entre
las manos como ese pez resbaladizo que en vano pretendes atrapar. ¡Hagamos
planes para mañana, para la próxima semana!, proponía. Como aquella vez que...
El pasado no existe, dijo con profunda amargura. Pero el pasado existía, y se
interponía entre nosotros con la terquedad de una mula y la contundencia de la Gran Muralla China.
Cada despedida era tan dolorosa como si nos arrancasen un miembro. Cada
reencuentro era un estallido de felicidad. A menudo le mostraba mi descontento
con aquella situación. Bessie, con fingida displicencia, me tentaba
ofreciéndome otras chicas. Nancy y Lupe son mucho mejores que yo en la cama,
mentía. Si quieres podemos organizar una fiesta de pijamas sin pijamas, ¿qué me
dices, querido? Yo no contestaba y ella reía sin demasiada convicción.
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podemos organizar una fiesta de pijamas sin pijamas |
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sus rodillas se doblaron y sólo entonces comprendí... |
No quiero
volver a verte, Bessie, le dije una vez. Se lo repetí muchas otras veces. Me
apartaba de ella convencido de que lo mejor era que todo acabara entre
nosotros. Resistía unos días, a veces unas semanas... pero sin poder evitarlo,
regresaba siempre a sus brazos.
Una noche hubo
un tiroteo en el Cotton Club. Al parecer los pistoleros de una banda rival
tenían cuentas pendientes con Owney Madden, que ni siquiera estaba allí. En las
calles de Harlem chirriaban a coro los grillos de las cálidas noches de verano.
Podía haber sido una noche de sueño, pero lo fue de pesadilla. Sobre el
escenario, Miles Davis arrancaba a su trompeta aquellas mágicas notas
imposibles. Bessie pastoreaba entre bambalinas el familiar rebaño de coristas,
bailarinas y Lolitas de alquiler. Yo mantenía tercamente la vista y el
pensamiento sumergidos en la turbia profundidad de un bourbon con hielo. De
pronto se abrieron las bocas del infierno. Todo duró apenas unos segundos.
Media docena de ametralladoras comenzaron a escupir fuego. Las luces
parpadeaban. Gritos, lamentos, mesas volcadas... Saqué mi pistola, pero los
disparos habían cesado y los matones debían estar ya en la calle. No eran
asunto mío. Bessie sí lo era. La busqué desesperadamente, y la hallé junto a la
puerta verde que conducía a los camerinos. Ya pasó todo, traté de
tranquilizarla, y la rodeé con mi brazo. No contestó. Sus rodillas se doblaron
y sólo entonces comprendí que estaba herida.
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allí de pie, contemplando su cadáver |
Bessie Parker
estaba muerta. Era en mis brazos liviana como una pluma. Estaba tan aturdido
que ni siquiera temblé. Con la mayor suavidad de la que fui capaz, deposité su
cuerpo exánime sobre un catre plegable de su camerino. Quise llorar pero no
pude. Durante un tiempo interminable permanecí allí de pie, contemplando su
cadáver, sus rizos rubios rozando el suelo, sus pechos blanquísimos, su piel
transparente como la porcelana china. Sentí en el hombro la enorme manaza de
Jack Johnson. Vámonos muchacho, me dijo, ya no puedes hacer nada por ella. Sus
palabras se confundieron con las sirenas de la policía y de las ambulancias.
Salimos al calor de la noche y Jack me ofreció un cigarrillo. Creía que ya no
fumabas, le dije. Eso creía yo también, me contestó, y marchamos calle abajo
camino de ninguna parte, mientras a nuestra espalda estallaba como un grito
mudo, el clamoroso silencio de las noches sin luna y los días sin consuelo.
-Peláez,
¿ha llegado ya el informe de balística?
-Si jefe.
-¿Y qué
dice?
-Dice que
somos gilipollas. La víctima murió de un hachazo.