Tras
la muerte de Nerón, el último emperador de la dinastía Julio-Claudia, siguió un
breve interregno que protagonizó en primer lugar Galba, un aristócrata que
quizá por haber pasado la mayor parte de su vida pisando barro en las campañas
militares, quiso resarcirse al llegar al poder, entregándose al lujo y los
placeres. Nada más ser proclamado emperador, ordenó que todos los que habían
recibido donaciones de Nerón las devolvieran al Estado. Un error que le costó
la vida, pues los principales beneficiados por Nerón habían sido los miembros
de la guardia pretoriana, que tenían ya alguna práctica en asesinar al
emperador de turno para proclamar al siguiente. Galba duró tres meses en el
trono.
Los
mercenarios le decapitaron, le descuartizaron y proclamaron sucesor a Otón, una
especie de banquero y asesor de finanzas de los pretorianos, vagamente
emparentado con la nobleza, a quien podían manejar a su antojo. Los habitantes
de la Urbe que ya debían estar acostumbrados a estas cosas, lo admitieron como
si fuera lo más natural. Sin embargo, en las provincias todavía quedaban
romanos con principios que no estaban dispuestos a tolerar aquello. Dos generales
se aprestaron a salvar la patria para de paso, acceder al trono, claro. Uno era
Aulo Vitelio procónsul de Germania. El otro, Tito Flavio Vespasiano, que comandaba
las tropas en Egipto.
Llegó
primero Vitelio a tiempo para enterrar al desgraciado Otón que ya se había
suicidado. Vespasiano llegó el último, presentó a Vitelio batalla en Cremona
con el resultado de empate, equis en la quiniela. Así que la lucha se trasladó
a las mismas calles de Roma cuyos habitantes asistieron atónitos al
espectáculo. Sin necesidad de acudir a las gradas del Circo, contemplaron la
singular guerra urbana que se escenificó en las termas, los teatros y hasta en
los lupanares. Tácito cuenta que en las cloacas, las fuentes y hasta las
acequias, el agua fue sustituida por verdaderos ríos de sangre. Sucumbió
Vitelio que fue arrastrado por las calles desnudo y cubierto de excrementos,
torturado y arrojado al Tíber.
Triunfó
Vespasiano, un miembro de la pequeña
burguesía provinciana de Rieti. Tenía entonces sesenta años, pero la vida
militar le había conservado en forma. Sus principales argumentos de gobierno
fueron la disciplina y el ahorro. Detestaba a los aristócratas, a quienes
consideraba unos zánganos, y se cuenta que cuando recibía a alguien, le
olisqueaba y palpaba sus ropas para asegurarse de que no se trataba de uno de
esos señoritos envueltos en sedas y rociados de perfumes. Reorganizó el
ejército y la economía de Roma. Era también un enamorado de la higiene, e hizo
construir en la Urbe y el resto del Imperio miles de urinarios públicos que
todavía hasta tiempos recientes los franceses han llamado vespasiennes. Cobraba una moneda fraccionaria por la entrada, y al
principio los romanos se resistían a usarlos, pero como impuso fuertes multas a
quienes hacían sus necesidades en la calle, pronto comprendieron que ser un
cochino salía caro. Cierta vez Tito, su hijo y sucesor, que era un joven
bondadoso, le hizo notar que ganar tanto dinero a costa de las necesidades de
los pobres era un negocio poco ético. Vespasiano le puso un sestercio bajo la
nariz y le preguntó ¿huele a algo?
Vespasiano,
probablemente el mejor emperador romano desde Augusto, murió en su Rieti natal
durante unas vacaciones después de diez años en el trono. Parece que le
sentaron mal unas aguas termales famosas en la región. La enfermedad no le hizo
perder el buen humor. Se cuenta que en su lecho de muerte dijo a sus amigos: Vae!, Puto deus fio, que podría
traducirse por ¡Ay, que me parece que me vuelvo un dios!, en alusión burlesca a
la costumbre establecida de divinizar a los emperadores muertos.
Le
sucedió su hijo Tito que también había hecho
carrera militar combatiendo a los hebreos en Jerusalén. Sabemos más de él
precisamente por un hebreo como Flavio Josefo, que además de relatar sus
amoríos con la princesa Berenice, narra espantosas masacres y acciones de
guerra en suelo judío. Si seguimos a historiadores romanos como Tácito, Plinio
o Marcial, Tito fue ante todo una buena persona. Tampoco tuvo tiempo de ser mal
emperador, pues su reinado duró sólo dos años. Falleció contagiado de peste o
quizá de cólera mientras atendía personalmente a los enfermos durante una
epidemia. Poco antes había perdonado a todos los implicados en una conjura
contra su vida. Fue también en su reinado cuando se produjo en Roma un incendio
aún más devastador que el de Nerón, y en la provincia de Nápoles, la terrible erupción
del Vesubio que sepultó a Pompeya y Herculano.
A
Tito sucedió en el trono su hermano Domiciano,
el último Flavio, cuyo reinado se ha querido comparar con el de Tiberio porque
ambos tuvieron dos etapas muy distintas, una presidida por la austeridad y la
prudencia, y otra desquiciada por una locura paranoica.
Durante
la primera, Domiciano reconstruyó Roma y hasta evitó las guerras, impidiendo
por ejemplo, que Agrícola, cónsul en Britania, marchara sobre Escocia. Pero
después, probablemente como cuenta Tácito, influido y mal aconsejado por
Antonio Saturnino, gobernador de Germania, que le metió en la cabeza el miedo a
las conjuras y los complots, Domiciano cambió radicalmente. Condenó a muerte a
su viejo secretario Epafrodito, el mismo que en su juventud había ayudado a
Nerón a suicidarse. Temió Domiciano que el hombre hubiera adquirido el hábito,
y le mandó matar. Desató una persecución contra los cristianos más feroz aún
que la del tiempo de Nerón. Por todas partes veía conspiraciones y conjuras. El
último Flavio terminó asesinado por los funcionarios de palacio apoyados por
Domicia, su propia esposa. No lo hicieron por odio sino por miedo. Miedo a ser
las siguientes víctimas de la espiral de muertes que desató la manía
persecutoria del emperador. Corría el año 96. Vespasiano había accedido al
trono en el 70, así que la dinastía Flavia duró veintiséis años. De los diez
emperadores desde Augusto, siete habían muerto violentamente. Dice Montanelli
que la política y la sociedad romanas convertían en fieras sanguinarias hasta a
los hombres más cuerdos. No tenemos más remedio que darle la razón.
Tener la conciencia tranquila es señal de mala memoria. Woody Allen