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Ferrer Dalmau. Carlista cargando |
Hay
pocas imágenes tan afortunadas como la de las
dos Españas,
para describir el fraccionamiento político y social que ha sufrido
nuestro país en los dos últimos siglos. La iglesia católica y los
eclesiásticos no han sido ajenos a esta división fratricida. Desde
el blog del profe Bigotini nos proponemos hoy contribuir, modesta y
brevemente, a ilustrar el papel de los curas en los avatares de este
periodo convulso.
Si
bien el caldo de cultivo llevaba tiempo cociéndose, el primer
episodio visible de la división eclesial lo encontramos en 1794, en
que se promulgó la bula papal Auctorem
fidei, condenando el
tímidamente reformador Sínodo de Pistoia. Ninguna diferencia
doctrinal separaba a los contendientes. Ambos bandos se declaraban
partidarios de que el catolicismo fuese la religión oficial del
Estado, pero para los tradicionalistas, sólo era posible conservando
sus privilegios, mientras que los reformistas se avenían a adaptar
su organización a la nueva realidad. Los ánimos se exaltaron hasta
el punto de que los conservadores acusaron de herejía a los
partidarios del cambio.
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Casado de Alisal. Cortes de Cádiz |
El
sector tradicional era mayoritario, pues agrupaba a los obispos y a
la práctica totalidad del clero regular. Sin embargo, los
progresistas, aunque pocos, tenían más peso intelectual, por ser la
élite eclesiástica, canónigos, teólogos y profesores
universitarios. La guerra contra los franceses, iniciada en 1810, y
la Constitución de Cádiz de 1812, jugaron a favor de los
reformistas. De los trescientos diputados de Cádiz, ochenta y siete
eran clérigos. Entre ellos hubo importantes reformistas como
Villanueva, Espiga o Muñoz Torrero, que inclinaron a los liberales
gaditanos hacia la renovación eclesial. Los tradicionalistas
dirigieron su ira primero hacia Napoleón, a quien consideraban el
mismo demonio. Terminada la guerra, concentraron sus anatemas en el
liberalismo y los liberales, defendiendo la Inquisición como el
más seguro baluarte de nuestra religión y de nuestra fe.
Con
la restauración de la monarquía absoluta de Fernando VII en 1814,
vuelve a triunfar el integrismo religioso y vuelve la Inquisición.
Un exaltado cura tradicionalista predica que Fernando
encenderá la pira sobre la que los perjuros de nuestra religión y
nuestro bautismo serán consumidos.
Villanueva y otros clérigos reformistas son encarcelados. La Iglesia
fernandina ofrece uno de los panoramas más negros de aquella España
negra. Triunfa el tradicionalismo más rancio, los sospechosos de
progresismo son encausados por el Santo Tribunal. El papado colabora
con la corona, y acceden a la dignidad episcopal los reaccionarios
más exaltados, como Inguanzo, Arias Tejeiro, Strauch o Creus.
Para
1820, cuando triunfa la revolución liberal de Rafael del Riego, la
atmósfera política y la eclesiástica se han cargado de tal modo,
que ya es imposible cualquier intento de conciliación. Las famosas
dos Españas están ya activas y en marcha. Liberales como Muñoz
Torrero, Villanueva y Llorente vuelven del exilio o de la cárcel.
Muchos clérigos progresistas se afilian a las Sociedades
Patrióticas, y en enero de 1823 el reformador Llorente presenta un
revolucionario plan de reorganización de la Iglesia. Las Cortes
expulsan de sus diócesis a los obispos de Oviedo, León, Salamanca,
Tarazona, Valencia, Cádiz y Málaga. El intento
contrarrevolucionario de Urgel exalta los ánimos del pueblo en
armas. Se detiene a los frailes, se cierran conventos en Barcelona,
se saquean monasterios, y por primera vez son fusilados más de
cincuenta curas, entre ellos el obispo de Vich.
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El cura Santa Cruz |
Cuando
el ejército extranjero de los Cien
mil hijos de San Luis
entroniza de nuevo a Fernando VII, la venganza no se hace esperar.
Algunos de los más radicales integristas organizan Juntas
de Fe y sociedades
secretas como la llamada El
Ángel Exterminador, que
siembran el terror entre quienes han tenido algo que ver con el
liberalismo. Los sospechosos de lasitud religiosa son perseguidos
ferozmente, se celebran rosarios multitudinarios y, entre 1823 y
1833, el llamado decenio
negro, aumentan de forma
espectacular las vocaciones religiosas, que habían caído en el
periodo anterior. Mientras en Europa (advierta el lector que no
escribo “el resto de Europa”, porque precisamente entonces se
cerró la frontera moral
de los Pirineos) se abre paso la concordia, en la España fernandina
impera el oscurantismo. El incipiente ambiente reformista de ciertos
sectores eclesiásticos de principios del XIX, se diluye, arrinconado
por los tradicionalistas triunfantes. El obispo de Astorga, Torres
Amat, acaso el último clérigo reformador de su tiempo, envejece
clamando en el desierto.
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Seminaristas armados. 1936 |
El
clero español, que rechazó la oportunidad de adaptarse a los nuevos
tiempos, quedó, salvo contadas y testimoniales excepciones,
definitivamente anclado en el inmovilismo. Con las guerras carlistas
llegarían los curas
trabucaires, algunos de
ellos precursores de retrógrados provincianismos en Cataluña,
Galicia, Navarra y Guipúzcoa. Con el desastre finisecular del 98,
cobró fuerza el anticlericalismo visceral de media España. Con el
franquismo asistiríamos al advenimiento del nacional
catolicismo…
En
fin, mal asunto. Ya veis que la Iglesia participó activamente de los
vaivenes y las miserias de nuestra reciente Historia. Se recoge lo
que se siembra, y no parece que la cizaña engendre buenas cosechas.
Reconforta
ver como poco a poco el hombre ha ido dando rienda suelta a su
libertad para limitarse. Mafalda.