En
esas revistas baratas que venden en los supermercados y las gasolineras,
siempre sitúan al pies grandes, también llamado sasquatch, big foot o yeti
americano, en los bosques del noroeste. Por eso me extrañó que todos los
noticiarios locales de Nueva Orleáns, donde residía por entonces, abrieran con
la noticia de un avistamiento en Louisiana, en el condado de Lafourche, una
zona pantanosa al sur, no muy alejada de la ciudad. Yo antes había
sido poli, pero lo había dejado porque la disciplina nunca fue mi fuerte.
Trabajaba como sabueso para el Chronicle, uno de los diarios locales. El gordo
Barney, su director, un tipo con menos escrúpulos que una rata de cloaca, me
encargaba ciertos trabajos sucios, como seguir a las fulanas que solían
acostarse con el alcalde, o husmear en el cubo de basura del gobernador. Barney
metió en mi bolsillo un billete de veinte pavos, y me dijo: puedes estar en los
pantanos en menos de dos horas, así que mueve el culo. Me apresuré a birlarle
otros veinte antes de que los guardara en su cartera, y salí corriendo de su
mugriento despacho mientras él masticaba uno de sus cigarros malolientes y
agitaba el puño con su amenaza de siempre: uno de estos días, muchacho, uno de
estos días… Releí la noticia en el periódico, mientras me afeitaba sumariamente.
Al parecer una pareja de tortolitos fue sorprendida por el big foot cuando
jugaban a los médicos cerca del pantano. Aquel simio de dos metros de altura
los sodomizó sin que pudieran oponer resistencia. Aposté a que el hombre mono
sería algún pervertido disfrazado de king kong.
Nada
más ponerme al volante comencé a sentirme mal. Era como si una mano invisible
me oprimiera con fuerza los testículos. Un dolor sordo ascendía por el abdomen
y llegaba casi hasta el pecho. Busqué en la guantera una botella de bourbon medio
vacía, y apuré su contenido. El dolor no desapareció, pero se aplacó un tanto.
Tal como dijo el gordo, en menos de dos horas me planté en el núcleo urbano más
cercano al avistamiento. Era un pueblo de mala muerte llamado Cinquièmechatte
(otro de esos malditos nombres franchutes que tiene todo por aquí). El sonido
de la música y el inconfundible aroma a costilla de cerdo asada, me llevaron
hasta el único bar de aquel agujero. Era la hora del almuerzo. Comí costillas
hasta hartarme y bebí café aguado, mientras escuchaba a un trompetista asmático
y a una yonki con un micrófono que hacía patéticos esfuerzos por imitar a Billie
Holiday. De todas formas me gustó. Siempre me gusta. El jazz es el himno de los
perdedores. El blues es el combustible que aviva el fuego de la tristeza. Quizá
por eso me gusta también.
Los
parroquianos del bar eran paletos de todos los colores. Me fijé en un tipo
barbudo inquietantemente parecido a Charles Manson, escoltado por dos jóvenes
miembros de la asociación del rifle. Son cuatro dólares. Dejé cinco sobre la
mesa y la camarera me miró como si acabara de morderle una serpiente de
cascabel. Conduje diez minutos por un camino polvoriento hasta llegar a la
bifurcación que según el mapa, separaba el bosque del pantano. Me apeé y me
interné en el bosque. Pensé que al big foot, lo mismo que a mí, nos convenía
más la fresca sombra de las acacias que el calor y los mosquitos del pantano.
Caminé durante otros diez o quince minutos, mientras la incomodidad de mi
entrepierna iba aumentando por momentos. Percibí en el aire olor a humo y
pronto supe de donde procedía. Era un cobertizo de tablas. La puerta estaba
abierta, así que entré. Adentro ardía una estufa de leña y bullía un alambique.
Una destilería ilegal.
Oí
pasos afuera. Saqué mi revólver y me aposté tras la puerta. La puerta se abrió
y entró una muñeca pelirroja apenas
vestida con un short y los restos de una blusa. Estaba condenadamente buena. Al
verme dio un grito, y al intentar sujetarla me clavó los dientes en el
antebrazo. No temas, no soy un poli, la tranquilicé, y mientras forcejeábamos
le resumí lo sustancial de mi estúpida misión. Todavía reía, mientras desinfectaba
con su güisqui clandestino mi herida del antebrazo. ¿Te duele? No mucho, mentí.
Lo cierto es que el dolor del mordisco me hacía olvidar por momentos el
martirio testicular. La chica estaba sola. Su padre y sus hermanos habían
marchado al pueblo. Se pondrían como cubas, y no regresarían hasta la mañana
siguiente. Le describí al barbudo y a los dos pistoleros del bar. Eran ellos. ¿Te
apetece un poco de agua de fuego, rostro pálido? También hay huevos y tocino.
Yo no tenía hambre y ella tampoco. Era una gatita mimosa rebosante de
efervescencia hormonal. Su vocabulario no era muy refinado, y no olía
precisamente a Chanel, pero como he dicho, estaba condenadamente buena.
Entre
las muchas cosas que nunca he sabido hacer, está tener la boca cerrada.
Mientras ella jugaba con los botones de mi camisa, pregunté: ¿Qué edad tienes,
muñeca? Dieciocho, contestó. Y cuando bendiciendo mi buena estrella, desanudé su
blusa, añadió tímidamente: …casi.
¿Qué
quiere decir casi? Bueno, en navidad
cumpliré los diecisiete, y eso son casi
dieciocho, no?
Haber
sido poli deja huellas. Por ejemplo, la manía de respetar las jodidas leyes. ¡Maldito,
maldito bocazas! Me repetía a mi mismo mientras desandaba el camino hasta el
auto. A lo lejos podía oír los insultos de la chica. No creáis todo lo que
dicen de las damas del Sur. ¡Que te den!, fueron sus últimas premonitorias
palabras. Quizá avivada por aquel fallido calentón, la incomodidad de mi
entrepierna estaba adquiriendo tintes dramáticos. Me palpé un poco intentando
encontrar consuelo, y al instante comprendí la amarga verdad: por la mañana me había
puesto los canzoncillos al revés. Apoyado en el capó del coche, me quité los
pantalones. Ya tenía los gayumbos en la mano cuando me pareció percibir detrás
de mí el leve crujido de una rama. Quedé lívido. Un segundo antes de volver la
cabeza ya sabía con la absoluta certeza que proporciona una larga experiencia
en fracasos y calamidades, de quién se trataba. No intenté ocultar mis
vergüenzas, la suerte estaba echada. Me volví lentamente, y allí estaba él. Un
big foot macho, más alto que las tapias de un presidio. El blues más triste
jamás interpretado, comenzó lentamente a sonar en mi corazón…
En
fin, que hay días en que lo mejor sería no levantarse de la cama.
¿Tienes
una pistola en el bolsillo, o es que te alegras de verme, muchacho? Mae West.