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viernes, 18 de julio de 2014

ZOOLOGÍA FANTÁSTICA: EL BIG FOOT

En esas revistas baratas que venden en los supermercados y las gasolineras, siempre sitúan al pies grandes, también llamado sasquatch, big foot o yeti americano, en los bosques del noroeste. Por eso me extrañó que todos los noticiarios locales de Nueva Orleáns, donde residía por entonces, abrieran con la noticia de un avistamiento en Louisiana, en el condado de Lafourche, una zona pantanosa al sur, no muy alejada de la ciudad. Yo antes había sido poli, pero lo había dejado porque la disciplina nunca fue mi fuerte. Trabajaba como sabueso para el Chronicle, uno de los diarios locales. El gordo Barney, su director, un tipo con menos escrúpulos que una rata de cloaca, me encargaba ciertos trabajos sucios, como seguir a las fulanas que solían acostarse con el alcalde, o husmear en el cubo de basura del gobernador. Barney metió en mi bolsillo un billete de veinte pavos, y me dijo: puedes estar en los pantanos en menos de dos horas, así que mueve el culo. Me apresuré a birlarle otros veinte antes de que los guardara en su cartera, y salí corriendo de su mugriento despacho mientras él masticaba uno de sus cigarros malolientes y agitaba el puño con su amenaza de siempre: uno de estos días, muchacho, uno de estos días… Releí la noticia en el periódico, mientras me afeitaba sumariamente. Al parecer una pareja de tortolitos fue sorprendida por el big foot cuando jugaban a los médicos cerca del pantano. Aquel simio de dos metros de altura los sodomizó sin que pudieran oponer resistencia. Aposté a que el hombre mono sería algún pervertido disfrazado de king kong.

Nada más ponerme al volante comencé a sentirme mal. Era como si una mano invisible me oprimiera con fuerza los testículos. Un dolor sordo ascendía por el abdomen y llegaba casi hasta el pecho. Busqué en la guantera una botella de bourbon medio vacía, y apuré su contenido. El dolor no desapareció, pero se aplacó un tanto. Tal como dijo el gordo, en menos de dos horas me planté en el núcleo urbano más cercano al avistamiento. Era un pueblo de mala muerte llamado Cinquièmechatte (otro de esos malditos nombres franchutes que tiene todo por aquí). El sonido de la música y el inconfundible aroma a costilla de cerdo asada, me llevaron hasta el único bar de aquel agujero. Era la hora del almuerzo. Comí costillas hasta hartarme y bebí café aguado, mientras escuchaba a un trompetista asmático y a una yonki con un micrófono que hacía patéticos esfuerzos por imitar a Billie Holiday. De todas formas me gustó. Siempre me gusta. El jazz es el himno de los perdedores. El blues es el combustible que aviva el fuego de la tristeza. Quizá por eso me gusta también.

Los parroquianos del bar eran paletos de todos los colores. Me fijé en un tipo barbudo inquietantemente parecido a Charles Manson, escoltado por dos jóvenes miembros de la asociación del rifle. Son cuatro dólares. Dejé cinco sobre la mesa y la camarera me miró como si acabara de morderle una serpiente de cascabel. Conduje diez minutos por un camino polvoriento hasta llegar a la bifurcación que según el mapa, separaba el bosque del pantano. Me apeé y me interné en el bosque. Pensé que al big foot, lo mismo que a mí, nos convenía más la fresca sombra de las acacias que el calor y los mosquitos del pantano. Caminé durante otros diez o quince minutos, mientras la incomodidad de mi entrepierna iba aumentando por momentos. Percibí en el aire olor a humo y pronto supe de donde procedía. Era un cobertizo de tablas. La puerta estaba abierta, así que entré. Adentro ardía una estufa de leña y bullía un alambique. Una destilería ilegal.

Oí pasos afuera. Saqué mi revólver y me aposté tras la puerta. La puerta se abrió y entró una muñeca pelirroja apenas vestida con un short y los restos de una blusa. Estaba condenadamente buena. Al verme dio un grito, y al intentar sujetarla me clavó los dientes en el antebrazo. No temas, no soy un poli, la tranquilicé, y mientras forcejeábamos le resumí lo sustancial de mi estúpida misión. Todavía reía, mientras desinfectaba con su güisqui clandestino mi herida del antebrazo. ¿Te duele? No mucho, mentí. Lo cierto es que el dolor del mordisco me hacía olvidar por momentos el martirio testicular. La chica estaba sola. Su padre y sus hermanos habían marchado al pueblo. Se pondrían como cubas, y no regresarían hasta la mañana siguiente. Le describí al barbudo y a los dos pistoleros del bar. Eran ellos. ¿Te apetece un poco de agua de fuego, rostro pálido? También hay huevos y tocino. Yo no tenía hambre y ella tampoco. Era una gatita mimosa rebosante de efervescencia hormonal. Su vocabulario no era muy refinado, y no olía precisamente a Chanel, pero como he dicho, estaba condenadamente buena.

Entre las muchas cosas que nunca he sabido hacer, está tener la boca cerrada. Mientras ella jugaba con los botones de mi camisa, pregunté: ¿Qué edad tienes, muñeca? Dieciocho, contestó. Y cuando bendiciendo mi buena estrella, desanudé su blusa, añadió tímidamente: …casi.
¿Qué quiere decir casi? Bueno, en navidad cumpliré los diecisiete, y eso son casi dieciocho, no?

Haber sido poli deja huellas. Por ejemplo, la manía de respetar las jodidas leyes. ¡Maldito, maldito bocazas! Me repetía a mi mismo mientras desandaba el camino hasta el auto. A lo lejos podía oír los insultos de la chica. No creáis todo lo que dicen de las damas del Sur. ¡Que te den!, fueron sus últimas premonitorias palabras. Quizá avivada por aquel fallido calentón, la incomodidad de mi entrepierna estaba adquiriendo tintes dramáticos. Me palpé un poco intentando encontrar consuelo, y al instante comprendí la amarga verdad: por la mañana me había puesto los canzoncillos al revés. Apoyado en el capó del coche, me quité los pantalones. Ya tenía los gayumbos en la mano cuando me pareció percibir detrás de mí el leve crujido de una rama. Quedé lívido. Un segundo antes de volver la cabeza ya sabía con la absoluta certeza que proporciona una larga experiencia en fracasos y calamidades, de quién se trataba. No intenté ocultar mis vergüenzas, la suerte estaba echada. Me volví lentamente, y allí estaba él. Un big foot macho, más alto que las tapias de un presidio. El blues más triste jamás interpretado, comenzó lentamente a sonar en mi corazón…
En fin, que hay días en que lo mejor sería no levantarse de la cama.


¿Tienes una pistola en el bolsillo, o es que te alegras de verme, muchacho? Mae West.



miércoles, 16 de julio de 2014

ALCMEÓN DE CROTONA, UN HOMBRE CEREBRAL

Alcmeón, personaje del que se conocen muy pocos datos sobre su devenir biográfico, pasa por ser natural y vecino de la itálica Crotona, en la actual Calabria. Desconocemos también la fecha concreta de su nacimiento. Todo indica que pudo ser alrededor del año 500 a.C., pues las fuentes que le mencionan coinciden en que fue contemporáneo de Pitágoras y algo más joven que éste. Más dudoso es que fuera pitagórico, como algunos dan por hecho. Lo que parece claro, si creemos a Platón y Aristóteles, es que su pensamiento filosófico lo incluye entre los dualistas. Esta teoría de las oposiciones (blanco y negro, dulce y amargo, Madrid y Barça…) lo sitúa en el ámbito de los pitagóricos o al menos en su círculo de influencia.

Pero Alcmeón de Crotona destacó sobre todo en el campo de la medicina. Su gran descubrimiento fue que la conciencia, el entendimiento, las sensaciones y el conjunto de la vida psíquica, residen en el cerebro. Esta aportación, mucho más meritoria de lo que a primera vista pudiera parecer, considerando que se produjo hace veinticinco siglos, convierte a Alcmeón en el pionero y precursor de la neurología. Su intuición, fundamentada en el estudio anatómico minucioso de diferentes animales, le llevó a considerar el cerebro como el centro que a través de los nervios repartidos por el organismo, recibe la información proveniente de los órganos sensoriales, y gobierna nuestras acciones. Alcmeón rechazó el carácter sagrado que en su tiempo se atribuía a la epilepsia, y la clasificó como una simple enfermedad somática cuyo origen radicaba en alguna disfunción cerebral. También formuló la teoría vascular del sueño. Según esta hipótesis, el sueño sería el resultado de las variaciones regulares y cíclicas de la cantidad de sangre en el cerebro.

El profesor Bigotini sostuvo durante un tiempo la hipótesis de que el alma radica en la nariz, error que en su caso se antoja disculpable. Ahora que ya es viejo, el flujo sanguíneo que irriga su cerebro resulta por momentos insuficiente. El profe lo remedia haciendo el pino un ratito cada día.

-María, ¿por casualidad has encerrado a tu madre en el maletero, y has empujado el coche al río?
-¿Quién, yo? No. ¿Por qué iba a hacer yo una cosa así?
-Chica, pues habré sido yo sin darme cuenta…



sábado, 12 de julio de 2014

SEXO EN LA EDAD MEDIA. MANUAL DE USO Y DISFRUTE

La Contrarreforma, que alcanzó su máxima expresión en el Concilio de Trento (1545-1563), y la subsiguiente campaña de moralidad pública y privada, dirigida por la Compañía de Jesús, que preconizaba la necesidad de combatir la herejía mediante la difusión de un nuevo modelo de cristianismo empeñado en la continua búsqueda de la perfección a través de la virtud, instauró un nuevo orden moral que literalmente terminó con una época. En los reinos de España la Contrarreforma adquirió un protagonismo tan inusitado, que a menudo eclipsa y hace olvidar los usos morales de la etapa anterior. Pero contra lo que muchas veces se supone a la ligera, durante el Medievo y buena parte del Renacimiento, a pesar del Santo Oficio, los tribunales eclesiásticos y los autos de fe, la vida privada y las costumbres comunes distaban mucho de la rigidez que tendemos a atribuirles.

En los reinos cristianos peninsulares las prácticas sexuales tenían oficialmente el único fin de la procreación, y estaban limitadas al ámbito del matrimonio canónico. No obstante, socialmente se aceptaban la prostitución, el amancebamiento o la barraganía, con el argumento de evitar males mayores. En el siglo XV los burdeles florecieron tanto en Castilla como en Aragón. Los hubo muy famosos en Sevilla, Salamanca, Toledo, Zaragoza o Valencia. Era del dominio público que hasta el propio rey Enrique, hermano mayor de Isabel de Castilla, al que apodaban el Impotente, frecuentó una mancebía célebre de Medina del Campo. En las ferias, los mercados de ganado y los de abastos, los rufianes pregonaban su mercancía con la misma naturalidad que los zapateros o las verduleras. Ciudades italianas como Nápoles o la misma Roma, adquirieron o incrementaron su merecida reputación de populosos lupanares, con la llegada y el regimiento de los españoles. En la obra de Francisco Delicado, su protagonista, la traviesa Lozanica, confiesa haber aprendido las mañas del oficio en su Andalucía natal.

Tampoco eran infrecuentes ciertos excesos orgiásticos. En el siglo XV, durante la fiesta en honor de San Nicolás de Bari, en la parroquia zaragozana de dicha advocación situada en el barrio de los arraeces (actual Boterón), tenía lugar una suerte de carnaval donde se invertían los papeles sociales. Por un día mandaban los infantes de coro y los pilluelos de la calle, mientras los clérigos, prebendados y beneficiados de la parroquia fingían ser barrenderos, mendigos o idiotas. Con esa excusa se comportaban como animales, entrando en las casas sin respetar a solteras ni a casadas. Los derechos de la mujer eran prácticamente inexistentes. Si cualquier galán conseguía, -a menudo con engaños-, encontrase a solas con una mujer, tenía el camino allanado para cometer cualquier abuso, pues los tribunales, civiles o eclesiásticos, consideraban automáticamente que ella no había puesto suficiente celo en defender su virtud. Un postigo mal cerrado representaba una invitación expresa a la violación.

El término “cabalgada” que a veces se encuentra en algún texto jurídico, designaba la unión carnal que implicaba una especie de violencia desenfrenada. La expresión “poner la pierna encima” aludía en el XVI al derecho feudal de pernada, aunque a menudo se refería a relaciones, consentidas o no, con la mujer de otro o con solteras con las que no existía vínculo marital. También son frecuentes en los escritos de la época expresiones como “comercio carnal”, “acceso carnal”, “ayuntarse”, “echarse juntos”, “conocerse carnalmente”, o la fórmula latina “per copula carnal consumatio”.

Sefarad tampoco se libraba de estas prácticas. Entre los judíos españoles la relegación de la mujer era aun mayor si cabe que entre los cristianos. El padre ejercía una autoridad omnímoda sobre el destino de sus hijas, y el marido sobre el de su esposa. Se respetaba fielmente la institución del yibbum recogida en el Deuteronomio, por la que si un varón moría sin descendencia, el hermano soltero de más edad debía contraer nupcias con su cuñada viuda. La transgresión a esta norma solía castigarse severamente en el seno de la comunidad judía, sin que la justicia ordinaria del reino interviniera en estos casos. Ciertos rabinos estudiosos del Talmud actuaban como tutores de las parejas de casados, descendiendo muchas veces al detalle de autorizar o prohibir el coito en función de diferentes y complicadas interpretaciones de la ley. En ocasiones estos, digamos, consejeros matrimoniales, alcanzaban un grado de intimidad con las esposas escasamente apropiado para hombres religiosos.

En definitiva, ya veis que en todas partes cuecen habas, y en todas las épocas, como diría Cela, ha habido cachondeo. No se pueden poner puertas al campo. Aunque el profe Bigotini es demasiado tímido para involucrarse personalmente en estos asuntos, por su condición de científico está obligado a interesarse por cualquier fenómeno. Por ejemplo, su curiosidad le lleva a estudiar con detenimiento la estudiada insuficiencia de ropa que suelen adoptar las muchachas hermosas cuando llega el buen tiempo. Y es que la ciencia tiene estas servidumbres, amigos.

Me voy al asiento trasero de mi coche con la mujer que amo, ¡y no volveré en diez minutos! Homer Simpson.



miércoles, 9 de julio de 2014

DIOSAS DE LA PANTALLA: GRETA GARBO



Si el cine fuera una religión (y para algunos lo es), su diosa sería sin duda Greta Garbo. Esta Greta Lovisa Gustafsson, valquiria de lejanas latitudes boreales, era una ninfa fría e inalcanzable, cuyo rostro y cuya misteriosa mirada atraían a la cámara de un modo que difícilmente podrá volver a repetirse nunca.
Alcanzó la categoría de mito nada más llegar a aquel Hollywood aun silente, pero ya loco, desmesurado y pecaminoso. Durante su década y pico de reinado indiscutible permaneció siempre envuelta en una nube de misterio. La leyenda (acaso intencionada) de ambigüedad sexual que la acompañó, contribuyó a agrandar el mito. Con toda probabilidad la Garbo, como se la conoció mundialmente, ha sido la más admirada estrella del firmamento hollywoodiense. Su fama y su misterio traspasaron de tal manera las fronteras que no hubo rincón del mundo donde su resplandor no brillara. Prueba de ello es el video del que el blog de Bigotini os ofrece hoy un enlace (haced clic en la ilustración). Se trata de un reportaje de una cadena de televisión rusa sobre la estrella, en el que no falta ni uno solo de los elementos mitomaniacos imprescindibles en este tipo de hagiografías fílmicas. El exotismo del idioma contribuye aun más si cabe a agigantar la figura de la inmortal Garbo. Esperamos que os guste tanto como al profe y a mí.



Próxima entrega: Joan Crawford

sábado, 5 de julio de 2014

EL GRAN TÚNEL. UN VIAJE RÁPIDO A LAS ANTÍPODAS

¿Sería posible construir un túnel que, pasando por el centro de la Tierra, uniera dos puntos opuestos de nuestro planeta? Esta pregunta de apariencia tan descabellada fue formulada por un lector de la revista Scientific American. Se encargó de responderla el profesor Mark Shegelski, de la universidad canadiense de la Columbia Británica.
La respuesta inmediata es que con la tecnología actual, la obra sería absolutamente imposible. Estamos hablando de un túnel de 12.756 kilómetros de longitud que cruzara el núcleo externo de magma fundido, y el interno de hierro sólido, con temperaturas que podrían superar los 6.000º C. Por lo tanto, podemos descartarlo por completo. Ahora bien, imaginemos el túnel ya construido…


En este caso, ignorando la fricción, la rotación planetaria y otras complicaciones, y asumiendo que la distribución de la masa terrestre fuera uniforme (algo también imposible), un objeto o una persona que se dejara caer por un extremo del túnel, regresaría a la superficie por el otro extremo con un movimiento muy similar al de un péndulo que se balanceara arriba y abajo. La velocidad de la caída iría aumentando hasta alcanzar su valor máximo en el centro de la Tierra y a continuación, iría descendiendo hasta alcanzar la superficie por el otro extremo, donde volveríamos a tener una velocidad cero. Shegelski calculó que la duración del viaje sería de unos 42 minutos, siempre que no hubiera fricción con la consiguiente pérdida de energía.

Lo más curioso es que el viaje a través de otro túnel que conectara dos puntos de la superficie terrestre sin pasar por el centro del planeta, duraría exactamente lo mismo, alrededor de 42 minutos. ¿Por qué? Muy simple: aunque el túnel sea más corto, la fuerza gravitatoria a través de él también sería inferior a la de un túnel que pasara por el centro de la Tierra, lo cual significa que en el túnel corto el viaje se realizaría a menor velocidad, y duraría el mismo tiempo. Como la distancia y la componente gravitatoria decrecen en el mismo factor, la duración del trayecto termina igualándose en ambos casos. ¿Qué os parece? Al profe Bigotini se le erizan los pelos del bigote sólo de pensar en un viaje semejante. De Zaragoza, España, a Wellington, Nueva Zelanda, en 42 minutos, pasando de largo por el infierno, sin detenernos (como hizo el inmortal Dante Alighieri) a considerar las miserias de la humana condición. ¡Menudo viaje!

He dado orden de que en caso de emergencia nacional, me despierten inmediatamente. Incluso si estoy en una reunión del gabinete. Ronald Reagan.



miércoles, 2 de julio de 2014

LOUISA MAY ALCOTT Y LAS TRADICIONES AMERICANAS

Louisa May Alcott
Es posible que muchos jóvenes europeos ignoren algunas de las tradiciones de su país, pero es seguro que conocen bien la fiesta de Halloween o el significado del día de acción de gracias. A través del cine y la televisión, la cultura norteamericana ha calado de forma imperecedera en el resto del mundo. Sin embargo, los Estados Unidos de América tienen una historia más bien breve, de poco más de un par de siglos. Todos sus mitos, sus ritos y sus manifestaciones culturales han nacido y se han desarrollado en este breve periodo. Concretamente el siglo XIX contempló, parafraseando el célebre filme de Griffith, El Nacimiento de una Nación, la americana. Contribuyeron al alumbramiento, políticos, empresarios, artistas y escritores. Entre estos últimos, ocupa un lugar destacado Louisa May Alcott, la autora que Biblioteca Bigotini quiere acercaros hoy.

Nació en 1832 en Germantown, Pensilvania, y la mayor parte de su vida transcurrió en la Nueva Inglaterra ochocentista que tan bien supo reflejar en sus relatos. Su padre, Amos Bronson Alcott fue un reputado miembro del movimiento, o más bien de la secta trascendentalista, un experimento utópico que preconizaba los ideales de pobreza y regreso a la naturaleza a través del “pleno vivir y el elevado pensar”, todo ello inmerso en el fundamentalismo ultrareligioso que sólo pudo florecer en aquellos espíritus tardocalvinistas y, por qué no decirlo, con su punto protonazi.

Su experiencia familiar marcó las obras de juventud de Louisa, como se aprecia en su relato Transcendental Wild Oats. Pronto se independizó, comenzando a escribir para algunas publicaciones, y actuando como enfermera en un hospital de la Unión durante la Guerra Civil. De esa época datan Escenas de la vida en un hospital (1863) y Estados de ánimo (1864). Alcott adquirió reputación como escritora profesional, se convirtió en una especie de feminista de su época, y sobre todo, y esto es lo más importante, supo enriquecer su estilo literario con un personalísimo e inteligente sentido del humor y una fina ironía. Esa mordaz autocrítica retrospectiva travestida de inocencia, es al decir de muchos críticos, lo que convierte su prosa en inimitable y encantadora.


Louisa May Alcott publicó más de medio centenar de relatos y novelas, la mayor parte de ellas con su nombre. Con el seudónimo de A. M. Barnard firmó una parte menos conocida de su obra. Títulos como Pauline’s Passion and Punishment representaron lo que podríamos llamar su lado oscuro. Narraciones fogosas y apasionadas que en aquella sociedad provinciana se calificaron de escandalosas y hasta peligrosas para la juventud. Pero que no os engañe el título (a propósito he escogido el más sugerente). La verdad es que leídas hoy, no pasan de ser novelas de amor melodramáticas que en su época se vendieron como rosquillas a pesar de la censura de los críticos, o tal vez gracias a ella. En cualquier caso, la obra más conocida y fundamental de Louisa May Alcott es Little Women, Mujercitas. Publicada en 1868, constituyó todo un éxito editorial y fue traducida muy pronto en muchos otros países. Se trata de un relato semiautobiográfico de su infancia en Concord, Massachusetts, rebosante de humor, frescura y esa especie de romanticismo ligado a los valores del hogar, que la ha convertido en una novela tan popular. El enorme éxito obtenido por la obra generó varias secuelas: Aquellas Mujercitas, Hombrecitos, Los muchachos de Jo, Una chica a la antigua, La bolsa de retazos de la tía Jo, o Rosa floreciendo, son algunas de ellas.


Mujercitas, obra de la que Biblioteca Bigotini os ofrece la edición digital (haced clic en la portada), ha sido llevada al cine en varias ocasiones. Especialmente recomendable es la versión de 1933 con Katharine Hepburn en el papel de Jo (el alter ego de Alcott), aunque quizá la más célebre sea la de 1949, dirigida por Melvin LeRoy, con June Allyson de protagonista (nada que ver con la fantástica Hepburn), y el aliciente del debut cinematográfico de una Liz Taylor de catorce o quince añitos, absolutamente encantadora. El profe Bigotini leyó la novela siendo ya algo mayor. Resulta que en la España de tebeo de su infancia, Mujercitas se consideraba un cuento para chicas, y estaba muy mal visto que lo leyera un chicarrón obligado a jugar al fútbol, pelear a puñetazos y escupir muy lejos. Ahora afortunadamente, a los chicos os dejan ya leer de todo, así que no perdáis ocasión de disfrutar con Louisa May Alcott y su inmortal Mujercitas.

Las hijas no son conscientes de la tremenda ignorancia de sus madres, hasta que estas no se empeñan en explicarles lo que es la vida. Enrique Jardiel Poncela.