Otra
anodina tarde en Baker street. Sherlock Holmes, el genial detective,
repasaba minuciosamente su colección de dermápteros, más
conocidos por su nombre vulgar de cortapichinas o tijeretas. La
señora Padmore debía estar en la cocina, a juzgar por el coro de
borboteos que producían la media docena de pucheros en los que solía
hervir pescuezos de yegua, cardos espinosos de las Hébridas, cabezas
de somormujo, y el resto de inmundicias con las que cada día
castigaba nuestros paladares. Yo por mi parte, a despecho de los
continuos temblores que me producía la malaria, intentaba pintarme
las uñas, y lo único que conseguía era ponerme los pantalones
perdidos de laca. De pronto, Holmes exclamó: ¡atención doctor
Watson, la correspondencia! El muy taimado había calculado con la
precisión de siempre que el cartero arrojaría por la ventana la
correspondencia como cada tarde a las dieciocho treinta y cinco.
Levantó tres dedos y los fue recogiendo al tiempo que contaba:
¡tres, dos, uno...!, y el voluminoso paquete que contenía nuestra
correspondencia y los diarios de la tarde, describiendo una parábola,
atravesó la ventana acertando de pleno en mi rostro.
Aun
intentaba recoger los fragmentos de mis lentes destrozados, cuando mi
compañero de habitación casi había terminado de clasificar la
prensa y el correo. Le vi titubear ante una de las cartas. La abrió,
leyó, y el genial detective se puso durante un instante pálido como
la cera. ¿Malas noticias, Holmes?, pregunté, y con gesto sombrío
me contestó: Se trata de mi hermano Tilbury. Me temo, querido
Watson, que ha fallecido en la India el jueves pasado.
Le
manifesté mi pesar, y después de agradecérmelo, explicó que al
parecer su hermano había sucumbido en una inocente batalla de
almohadas. ¿Almohadas, cómo es posible?, pregunté incrédulo, y
Holmes me aclaró que su hermano Tilbury era faquir. Las almohadas de
los faquires, ya sabe, están hechas con clavos. Naturalmente, eso lo
explicaba todo. Le di unas palmadas de ánimo y muy pronto se
recobró, volviendo a exhibir su frialdad habitual. Debemos partir
cuanto antes, me dijo. El viejo Tilbury Holmes no tenía más familia
que su hermano, y era preciso hacerse cargo de su herencia.
Al
día siguiente tomamos el expreso con destino a Durham. Holmes
insistió en que debíamos ir de incógnito, así que opté por
disfrazarme de colegiala. Estaba yo tan mona en aquel compartimiento
de primera clase con mi faldita de cuadros, cuando entró un apuesto
mozo de equipajes y me tiró un pellizco en la nalga izquierda. Ya
pensaba que allí podría haber plan, cuando comprendí que aquel
joven no era otro que Sherlock Holmes. Su disfraz es perfecto Watson,
me dijo, excepto por el bigote. ¡Maldición!, pensé, y pasé el
resto del viaje sumido en la más profunda melancolía.
Una
vez llegamos a la mansión que había sido el hogar de Tilbury
Holmes, asistimos a la lectura del testamento. No aburriré al lector
con detalles sin interés. En lo sustancial, la casa pasaba a ser
propiedad de la atractiva señora Hotass, el ama de llaves, unos
miles de libras se legaban al doctor Killhealthy, su médico de
cabecera, y para su querido hermano Sherlock, Tilbury reservaba una
cajita de madera que contenía el dibujo de una clave de sol y una
breve nota: Querido Sherlock, si de verdad eres tan listo como
dicen, hallarás los famosos diamantes de Bangalore guiándote por
esta hermosa clave de sol. Tienes veinticuatro horas a partir de la
lectura del testamento, así que buena suerte.
¡Nada
menos que los famosos diamantes de Bangalore! Se les calculaba un
valor próximo al cuarto de millón de libras. Quise preguntar algo a
Holmes, pero me atajó con un gesto disuasorio. Quería estar solo
para poder pensar, y así lo hizo durante las siguientes cuatro horas
encerrado en la biblioteca de su difunto hermano. La voluptuosa
sirvienta, el viejo galeno, el abacea y yo mismo, quedamos afuera
expectantes hasta que ya de noche cerrada, el genial detective salió
de la biblioteca anunciando con gesto triunfal: ¡ya lo tengo!, y
acto seguido nos citó a todos allí mismo la mañana siguiente poco
antes del amanecer. Aquella noche yo no pude pegar ojo, y tampoco
debieron dormir muy bien los demás a juzgar por los rostros ajados
que exhibían cuando volvimos a comparecer en la biblioteca poco
antes de que amaneciera. Holmes, sin embargo, estaba radiante. Por
indicación suya nos sentamos todos a esperar que los primeros rayos
de sol penetraran por la ventana. Por suerte el día amaneció sin
una sola nube, y pocos minutos más tarde, un luminoso haz de luz
inundó la estancia, iluminando la pesada araña de cristal que
colgaba en el centro de la biblioteca.
Allí
mismo, entre los cientos de cuentas de cristal de la lámpara,
brillaron con especial fulgor tres grandes piezas de carbono
perfectamente talladas. Eran los diamantes de Bangalore con los que
el majarajá Shalmán III había obsequiado a Tilbury Holmes en
agradecimiento por haberle librado de un vendedor de seguros muy
pelmazo. A partir de aquel momento, el gran Sherlock Holmes sería su
afortunado propietario. Con aquel dinero llovido del cielo podría
ampliar su colección de dermápteros, podría realizar un
viaje alrededor del mundo, y hasta podría inscribirse en el curso de
bandurria por correspondencia que tanto y tanto había anhelado.
Gracias a la generosidad de mi socio, a mí me correspondió un
pellizco de aquella fortuna con el que al fin pude hacerme una
depilación en condiciones, y adquirir ese carísimo rouge de labios
con el que soñaba desde que era un muchacho.
El
mundo es un gran teatro, pero la comedia tiene un reparto deplorable.
Oscar Wilde.