Este
humano erguido, el llamado Homo erectus,
fue sin duda una criatura muy próspera. Floreció desde principios
hasta mediados del Pleistoceno, y su hábitat se
extendió desde su punto de partida africano (hallazgos en Tanzania,
Sudáfrica, Argelia...) hasta Europa (Alemania, España, Francia,
Grecia, Hungría...) y Asia (China y Java). Después de evolucionar
hace alrededor de 1,6 millones de años, fue testigo (y quién sabe
si también responsable) de la extinción de todos los demás
homínidos, incluidos Australopithecus afarensis y
Australopithecus africanus, sus posibles ancestros, y
Homo habilis, su más que probable, seguro antecesor.
Este próspero y viajero Homo erectus
sobrevivió hasta hace sólo unos 200.000 años. Hace aproximadamente
medio millón de años se desplazó desde África, su continente
natal, y extendió sus dominios territoriales a la práctica
totalidad del Viejo Mundo, al menos a sus regiones tropicales,
subtropicales y templadas.
Especímenes
como el hombre de Java, el hombre de Pekin,
el pequeño hombre de Flores, o nuestro españolísimo
Homo antecessor de Atapuerca, no parecen ser otra cosa
que subespecies locales de una única y longeva especie, la de Homo
erectus, que a lo largo de milenios, y bajo la
influencia de diferentes climas y ecosistemas, adoptó ligeras
diferencias sin que ninguna de ellas se aleje notablemente de la
estructura general de la especie. Se han encontrado restos en tantos
sitios, que se le han aplicado infinidad de nombres vulgares y
científicos. En la actualidad, y salvo alguna excepción, los
paleoantropólogos parecen coincidir en que se trata de una sola
especie. En Bigotini nos abonamos a esta general opinión.
Por
su aspecto corporal, su postura y la forma de caminar, Homo
erectus debió parecerse mucho a los humanos modernos,
si bien era ligeramente más bajo. Con entre 950 y 1.200 cc, el
volumen del cerebro también se iba aproximando al actual.
Consideremos que hoy en día son muchos los seres humanos adultos
(alrededor de un 20%) que no superan o están por debajo de esos
1.200 cc cerebrales, siendo sin embargo perfectamente capaces desde
el punto de vista intelectual. En Homo
erectus las zonas cerebrales que se asocian con el
habla estaban ya bien desarrolladas. No obstante, la cabeza
presentaba todavía, aunque atenuadas, las crestas sagitales propias
de los simios, así como las mandíbulas prominentes, rasgos tanto
más acentuados cuanto más antiguos sean los ejemplares fósiles de
referencia.
Resulta
evidente que Homo erectus
vagaba y cazaba en grupos, no desdeñando nunca los hallazgos de
carroña. A pesar de su continuo nomadeo, siguiendo a las manadas de
herbívoros, también creaba asentamientos. En algún yacimiento del
mediodía francés se han hallado pruebas de la existencia de cabañas
con paredes de ramas, sujetas con un armazón de varas y apuntaladas
con piedras. Los utensilios y ajuares de Homo
erectus van haciéndose más complejos y ricos
conforme avanzamos en el tiempo. El utillaje incluye lanzas,
proyectiles, cuchillas, rascadores y cortadores, en muchos casos de
una factura tan práctica como hermosa. Los materiales de los que se
han encontrado vestigios son piedra, madera, astas y huesos de
animales, no pudiendo descartarse el uso de otros materiales más
perecederos, como fibras vegetales.
Pero
lo que acaso caracteriza mejor las industrias de Homo
erectus es el uso del fuego, un paso de gigante
evolutivo del que no podía tenerse seguridad alguna en Homo
habilis, la especie anterior, pero que en Homo
erectus está ya completamente confirmado. Además de
calor y protección, el fuego permitió cocinar los alimentos, un
avance nutricional y sanitario formidable que sin duda potenció las
expectativas vitales y reproductivas de la especie. En las próximas
entregas de este serial evolutivo nos ocuparemos del Homo
sapiens neanderthalensis y del Homo sapiens Cro-Magnon,
descendientes ambos de nuestro protagonista de hoy. Ahora tengo que
dejaros. El profe Bigotini acaba de insertar un ratón de laboratorio
en un estilete, y lo está asando en la llama del mechero Bunsen. Me
temo que si no lo impedimos, sea capaz de zampárselo.
La
mágica danza de las llamas en la hoguera nos transporta a la lejana
noche en que brillaban estrellas ya extinguidas.
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