Haití
fue la primera colonia de América Latina que se alzó en armas, en una
revolución que comenzó en 1791. Tras un largo periodo de guerras y matanzas de
colonos blancos, que se prolongó hasta las primeras décadas del siglo XIX, los
haitianos, al mismo tiempo que se sacudían el yugo de Francia, abolieron la
esclavitud, y se convirtieron en la primera República de América habitada y
gobernada por negros, descendientes de los esclavos africanos que habían sido
llevados allí a la fuerza por los colonizadores franceses.
En
1848, cuando Haití era ya una República con treinta años de historia
independiente, un negro llamado Soulouque tomó el poder tras una sangrienta
revuelta. Declaró que la Santísima Virgen María se le había aparecido
diciéndole: -Quiero que seas rey de
Haití, de Santo Domingo y de todas las islas del mar. Su plan era desposar
a la Virgen María, para hacerla madre del rey mulato que le sucedería,
convirtiéndose en emperador del Caribe. Meses después Soulouque con corona y
manto de armiño incluidos, se autoproclamó emperador de Haití con el nombre de
Faustin I. Luego, montado en un magnífico caballo blanco, emprendió una cruzada
suicida contra la vecina Santo Domingo, que le costó el trono y la vida. Muchos
haitianos viejos juraban haber visto a la Santísima Virgen embarazada, montada
a la grupa del corcel del emperador Faustin.
Avancemos
hasta los años veinte del siglo pasado. Haití vivió entonces la que acaso ha
sido la etapa más próspera de su Historia. Paz, progreso y democracia real,
aunque eso si, tutelada por los norteamericanos, que con la aquiescencia de
Francia, ejercían su protectorado sobre el país caribeño. La pequeña isla de La
Gonâve, situada en el golfo del mismo nombre, estaba habitada por apenas diez
mil personas. Hasta aquella porción del territorio haitiano aun no habían
llegado ni el progreso ni la influencia yanqui. Así que la administración
norteamericana destacó allí a un sargento del cuerpo de marines, apellidado
Wirkus, como jefe de la gendarmería de la isla, a cargo de un puñado de
gendarmes haitianos. Todos los meses le enviaban suministros desde Puerto
Príncipe en un aeroplano.
El
escritor William Seabrook, autor de La
isla mágica, un fascinante libro de viajes (ed. Valdemar. Madrid, 2005),
tuvo oportunidad de conocer y tratar íntimamente al sargento Wirkus en aquellos
años, y nos dejó un fiel retrato de su persona y su obra. Wirkus era un
muchacho de Pensilvania, rubio, grandote y simpático. No fumaba ni bebía,
siendo al parecer su único vicio los caramelos y bombones que se hacía traer
desde la isla grande en el aeroplano. Desde la primera ocasión, renunció a ser
relevado de su puesto en la isla, y concluido el periodo de tres años de
alistamiento, lo renovó repetidas veces. Según Seabrook, Wirkus ejerció de
forma infatigable una labor ingente en La Gonâve. Trabajando codo con codo con
los nativos, construyó viviendas, saneamientos, duchas, un lavadero, un
dispensario y una escuela. Los isleños adoraban a aquel blanco de dos metros de
estatura que recorría la isla a caballo y para todos tenía una sonrisa o una
caricia. No sin resistencia por parte del muchacho, los gonaveños lo nombraron
su rey. Un benévolo rey blanco con un tocado de plumas de colores, que
frecuentemente compartió con sus súbditos su paga de marine para ayudar a uno a
comprar una vaca, o a otro a pagar el tratamiento de su hijo enfermo. Por lo
demás, y siempre siguiendo a Seabrook, Wirkus era un tipo de lo más normal,
aficionado a la pesca y gran amante de la naturaleza. Respetó siempre las
costumbres y tradiciones de los isleños, y hasta participaba con gran placer en
los bamboches y las danses congo que organizaban con
cualquier excusa.
Al
parecer tampoco hacía ascos a las chicas guapas, y algunas fuentes le adjudican
la paternidad de hasta sesenta niños mulatos. Téngase en cuenta que en la isla
no había demasiados entretenimientos de otra clase, y que en aquellos años ni
siquiera contaba con suministro eléctrico. Para terminar con este insólito
episodio de la Historia haitiana, valga una curiosidad: el sargento Wirkus
nació en 1894 en una granja de Pittson, Pensilvania. Su padre fue un minero de
origen alemán, y su madre una ferviente católica francopolaca. No consiguieron
ponerse de acuerdo en el nombre de pila del niño, así que en el bautizo dejaron
la decisión al sacerdote. Pues bien, el cura impuso a Wirkus el nombre de
Faustin. De esta forma asombrosa puede decirse que en territorio haitiano
reinaron un Faustin I y un Faustin II, tan diferentes en sus obras, como en el
color de su piel.
No
se por qué la gente lleva tantos años hablando mal del gobierno. ¡Pero si en
todo ese tiempo el gobierno no ha hecho nada! Bob Hope.