Un
día, allá en mi lejana etapa prealcohólica, fui un poli limpio y
atildado. Tanto, que ingresé en la academia de los federales en
Quantico. De aquellos tiempos, aun recuerdo mi primer caso con un
estremecimiento de terror. Yo era todavía un joven noble e
idealista, cuando el capitán Sanders me encargó que visitara la
prisión de máxima seguridad donde cumplía condena Asdrúbal
Lecter, ese infame caníbal que gozaba convirtiendo a sus víctimas
en salami ahumado, para deleitarse luego merendándoselos en
emparedados con sabanitas de queso y salsa de rábanos. El gourmet
más despreciable desde Brillat-Savarin. Recuerdo con verdadero asco
aquel sonido espantoso que producía Asdrúbal sorbiendo la saliva, y
su mirada torva a través de la máscara de cuero.
-Te
esperaba -dijo-, y husmeando el aire detrás del grueso cristal que
nos separaba, siguió: -No creas jovencito, que ese perfume caro que
te has puesto, enmascara otros aromas. En realidad no eres más que
un chico de la calle. Hueles a barrio, a boquerones fritos y
calamares en su tinta. Tus genes apestan a Floïd *
y a jabón de afeitar barato. Además hoy no te has cambiado de
calzoncillos.
¡Maldita
sea!, pensé, ¿cómo se habrá dado cuenta este cabrón? Son mis
mejores calzoncillos, y es verdad que me los puse ayer, pero esta
mañana seguían estando impecables... En fin, adopté el aire más
profesional de que fui capaz, e inicié el interrogatorio que había
preparado meticulosamente.
Lecter
debía darme alguna pista que nos ayudara a descubrir al asesino en
serie que andábamos persiguiendo. Aquellos fueron unos minutos muy
intensos, pero finalmente me ofreció algo valioso. -Quid pro quo
-advirtió-. El muy hijo de puta quería algo a cambio de la
información, y no tuve más remedio que dárselo. Salí del presidio
con una valiosa pista, pero sin calzoncillos. La satisfacción que
sentí al informar al capitán Sanders, quedó algo eclipsada por el
intenso picor que los pantalones de lana me producían en el escroto,
dicho sea con perdón de la palabra.
Sólo
unas horas más tarde habíamos dado con la guarida del carnicero. En
los días sucesivos desenterraron doce cadáveres del jardín de
aquel maníaco. Recordar el siniestro espectáculo que contemplamos
allí, todavía me pone los pelos de punta. Sometía a sus indefensas
presas a torturas tan crueles, que habrían revuelto el estómago al
más templado. Conservaba como fetiches los más diversos objetos
personales de las víctimas, lo que resultó muy útil al fiscal para
obtener un veredicto de culpabilidad y un pasaje de 2000 voltios al
infierno. Coleccionaba discos de Bing Crosby y había acumulado
suficiente pelusa de ombligo como para rellenar un colchón, pero lo
más repugnante eran aquellos recortables que tapizaban su mazmorra.
Al recordarlos, un estremecimiento recorre mi espina dorsal. -No
sirves para esto, muchacho -me dijo el capitán Sanders-, y pienso
que tenía razón. Abandoné la agencia a los pocos meses, y después
de aquello no he hecho otra cosa que ir dando tumbos por ahí. En
cuanto a Asdrúbal Lecter, falleció al poco tiempo de iniciar una
desintoxicación a base de dieta vegetariana. Supe que había legado
su cuerpo a la ciencia, concretamente al departamento de
investigación de la compañía McDonald.
Prefiero
ser incinerado a ser enterrado vivo, y ambas cosas a pasar un fin de
semana con mi exmujer. Woody Allen.
*La
colonia Floïd era el equivalente americano de nuestra españolísima
Varón Dandy
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