La
vieja religión griega se extendió en Egipto y Oriente tras las
conquistas de Alejandro, y los imperios construidos por sus
sucesores. Como contrapartida, también al Mediterráneo llegaron
cultos exóticos y coloristas, cuyo misticismo resultó muy atractivo
a griegos y romanos, acostumbrados como estaban a los funcionales
ritos relacionados con los ciclos agrícolas. En pleno apogeo del
Imperio Romano, contribuyó a ello la vieja costumbre de adoptar como
propias a las deidades de los pueblos sometidos, así como el regreso
al hogar de legionarios licenciados (eméritos), que trajeron consigo
costumbres y cultos religiosos procedentes de culturas lejanas.
De
Egipto procedía el fuertemente helenizado culto de Serapis tan
denostado por Augusto y Tiberio, que se remontaba a los tiempos de
los grandes constructores de pirámides, tres mil años atrás.
También egipcio era el culto de Isis, la atractiva Reina de los
Cielos, a la que ya se habían encomendado oficialmente los romanos
en los difíciles días de Aníbal, cuando viendo peligrar la
integridad de la propia metrópoli, abrazaron la religión isiaca
como tabla de salvación. Tanto el mazdeísmo como el mitraísmo
ganaron miles de adeptos en diferentes lugares del Imperio. Pero,
como sabemos, a todas ellas se acabó imponiendo una religión
procedente de Judea que rendía culto al Mesías Joshua, más
conocido por la forma griega de su nombre: Jesucristo.
Al menos otra media docena de sectas judías fueron contemporáneas a
la de los seguidores del nazareno, y algunas de ellas (esenios y
zelotes, por ejemplo) contaban con muchos más adeptos.
Así
que en sus primeros años nadie habría apostado un sextercio por que
el cristianismo llegase a ser en apenas tres siglos la
religión oficial del Imperio, la religión “universal”, pues ese
es el significado del término griego católica. A tan
sorprendente y rápido éxito contribuyeron sin duda muy diversos
factores. Uno de los principales tiene nombre propio: Pablo de Tarso.
En efecto, san Pablo, el apóstol número trece que cayó del caballo
camino de Damasco cegado por la luz de la fe, y convertido de feroz
perseguidor, en el mayor propagandista de Cristo. San Pablo era
ciudadano romano, un raro privilegio en ese tiempo, que le convertía
en un personaje importante. Era además lo que ahora llamaríamos un
genio del marketing. La gran idea de san Pablo fue
extender el cristianismo a los no judíos, a los gentiles,
como les llamaban los israelitas. Otro acierto decisivo fue permitir
a las mujeres participar de forma activa en el culto, lo que
equivalía a tender la mano al cincuenta por ciento de la población.
Las mujeres fueron decisivas en los primeros tiempos de la extensión
del cristianismo, haciendo prosélitos entre maridos e hijos.
Otro
factor crucial en el éxito del cristianismo fue la aceptación y
asimilación de la cultura y la filosofía greco-romanas, así como
de las fiestas tradicionales “paganas”. El término latino pagano
procede de pagus, el campo. Efectivamente, los primeros
padres de la Iglesia vieron con preocupación que el cristianismo
arraigaba en las ciudades, pero no en las extensas y muy pobladas
zonas rurales, cuyos habitantes, los paganos, se aferraban a la vieja
religión porque resultaba enormemente práctica. Los antiguos ritos
y tradiciones indicaban cuándo sembrar, cuándo llegaba el tiempo de
lluvias y cuándo cosechar. Contenían además un sinfín de consejos
y enseñanzas acerca de labores agrícolas, pecuarias o artesanales
(como muestra por ejemplo, la obra de Hesiodo Los trabajos y
las horas). De manera que, haciendo de la necesidad virtud,
aquellos primitivos cristianos diseñaron una ecuménica mezcla de
cristianismo y paganismo que ha heredado hasta hoy nuestra llamada
cultura occidental.
Nos
resistimos a concluir esta breve reflexión sin una última alusión
a las influencias orientales, y más concretamente egipcias, en el
desarrollo de la nueva religión universal. Se trata otra vez de la
encantadora diosa Isis. Bella, maternal, caritativa Isis que sostenía
dulcemente en sus brazos al pequeño Horus, cuya cabeza de halcón
fue sustituida en el periodo helenístico por una graciosa cabeza de
niño. El paso de la gentil Isis a la muy católica y virginal María
fue muy sencillo. Una curiosidad: las representaciones egipcias del
joven Horus en el regazo de Isis, solían incluir dos dedos del
infante próximos a la boca. Seguramente se trataba de la típica
actitud infantil de chuparse el dedo. Los griegos interpretaron el
gesto como una petición de silencio, convirtiendo en su panteón al
pequeño Horus en Harpócrates, el dios del silencio, derivado del
vocablo egipcio Harpechruti (Horus el niño). La evolución
cristiana de la imagen transformó el signo en una señal de
bendición que nos dedica el sonriente niño Jesús desde los brazos
maternales de María Virgen. ¿Qué os parece? El profe Bigotini ya
os ha dicho otras veces que en estos asuntos de religión está todo
inventado desde los albores de la Historia. Quién sabe si desde el
mismo Neolítico...
Creo
haber encontrado el eslabón perdido entre el homínido primitivo y
el hombre civilizado: somos nosotros. Konrad Lorenz.
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