Siguiendo
su periplo por las ciudades europeas, viajamos hoy con el profe a
Amberes, primera de sus etapas en Bélgica. Reproducimos un par de
páginas de su diario.
A
Amberes hay que llegar en tren. Su estación central es una verdadera
joya arquitectónica, probablemente la más hermosa del mundo. El
viaje ferroviario de Amsterdam a Amberes dura apenas dos
horas, y eso que vamos parando hasta en los más remotos apeaderos.
El tren es bueno y cómodo, el único inconveniente es que está
lleno hasta los topes. En los trayectos dentro del Benelux ni se
plantean la alta velocidad. Las distancias no son grandes y la gente
utiliza los trenes en los desplazamientos diarios. También son muy
baratos. Hemos sacado un bono y los viajes salen a precio de coger el
metro o el tranvía en cualquier ciudad. Conste que no exagero:
Amsterdam-Amberes, Amberes-Brujas y Brujas-Bruselas para tres, es más
barato que los tickets de un día para el metro de Londres.
Llegamos
a Amberes. Nuestro hotel está en el mismo centro de la ciudad. Si el
plano fuera una diana, quedaría justo en el puntito negro. Tenemos
una habitación cuádruple. En realidad son dos dobles, separadas por
un breve tramo de escaleras. Hay también dos baños y todo es
magnífico.
El
centro histórico de Amberes es bellísimo y pasear sus calles y
plazas resulta encantador. Hacemos una cena excepcional en el Bacino,
un restaurante con nombre italiano y aire de bistró
francés, situado justo detrás de la catedral (tampoco tiene
pérdida). Filete strogonof,
magret
de pato y costillas de cordero con una salsa de ajo suave y
extraordinaria. Las chicas toman cafés y dulces acompañados de unas
copitas de licor de huevo, que nos dicen que es típico de por aquí.
Inolvidable.
Los
desayunos de nuestro hotelito de Amberes merecen capítulo aparte.
Embutidos del país, patés, quesos cremosos y curados, repostería
casera, huevos al gusto hechos en el acto (hervidos, cocidos, fritos
o en tortilla) y una macedonia de frutas naturales de verdad (y no de
bote) son, aparte de otras cosas más habituales, algunas de las
joyas del bufé. Este era el desayuno. Los diamantes vienen después.
Visita
a las joyerías y a los establecimientos donde se trabajan y venden
esos preciosos cristales de carbono trasparentes e hipnóticos. La
actividad de la talla y engarzado de diamantes, de gran tradición en
Amberes y en todo Flandes, está monopolizada por los judíos
ortodoxos, que ponen la nota de exotismo con sus extravagantes
vestimentas. Un despliegue hebreo fantástico y colorista.
Visita
a la catedral de Amberes, la mayor de Bélgica y una de las más
grandes de Europa. Destacan dos dípticos de Rubens:
la crucifixión y el descendimiento, inmortales obras del gran Peter
Paul. Junto al mercadillo
semanal, que nadie debe
perderse si cae en Amberes un sábado, tomamos unos impresionantes
bocadillos de salmón ahumado con su clásica guarnición de cebolla,
pepinillos y mayonesa. Los ponen tan generosos que se hace difícil
terminarlos. Damos luego una vuelta por los puestos del mercado. Los
hay muy curiosos. La variedad de especialidades locales desconocidas
en otros lugares, parece desmentir el tópico de la aldea global.
Después
de los superbocatas y del paseo para digerirlos, nos dejamos llevar
por la inercia hasta las bocas del Escalda. Soberbio paisaje a
caballo entre lo urbano y lo rural. De vuelta en la plaza de la
catedral, unas cervezas belgas extra-frías devuelven el color a las
mejillas y el tono al exhausto corazón del turista.
Otro
desayuno opíparo. Nos decidimos a visitar el museo de Bellas Artes,
sobre todo para huir de la lluvia que cae sin misericordia. Tomamos
un autobús no demasiado convencidos de que sea el adecuado,
preguntamos al conductor y, ¡asómbrese el lector!, somos objeto de
un trato sin precedentes: como llueve a mares, el hombre, no contento
con indicarnos, se desvía un par de manzanas de su ruta, para
dejarnos justo en la puerta del museo. Luego gira en redondo en un
cruce prohibido, nos toca el claxon a modo de saludo, y los demás
viajeros dicen adiós con las manos. Llegamos en una carrera al
vestíbulo. Hay una ventanilla para comprar los tikets. Si llega a
haber otra para hacerse belgas, nos hacemos.
Obras
maestras de Rubens, Van
Dick, Van Eyck, y los
demás maestros flamencos. A mediodía tomamos un tentempié en la
cafetería del museo.
Por
la tarde breve descanso en el hotel (los días y los kilómetros de
turisteo van pesando ya un poquito), y después del paseo de la
tarde, cena en una de las muchas terrazas de la plaza del mercado.
Los codillos al estilo belga se hornean con pan rallado. Están
crujientes y deliciosos. Nuestro próximo destino: Brujas. Seguiremos
informando.
Yo
soy un hombre difícil de sorprender. ¡Mosquis, un coche rojo! Homer
Simpson.
No hay comentarios:
Publicar un comentario