El
llamado científicamente Homo sapiens
Cro-Magnon extiende su existencia desde finales del
Pleistoceno hasta la actualidad. Ha llegado a ocupar
todos y cada uno de los rincones habitables de nuestro planeta. Su
estatura media se sitúa entre 1,5 y 1,8 m de altura, aunque existen
poblaciones como los pigmeos o los bosquimanos que apenas alcanzan
1,4 m, y también hay individuos pertenecientes a diferentes tipos
raciales que sobrepasan los 2 m. La subespecie moderna de H.
sapiens es conocida en todo el mundo desde hace al menos 35.000
años, aunque se han hallado fósiles como los del yacimiento
israelita de Jebel-Qafzeh, que parecen ser muy anteriores a esa
fecha. Los artefactos y las pinturas rupestres hallados en la región
central de Francia, que datan de unos 30.000 años atrás, dan fe de
la complejidad de su cultura y son los que originaron la denominación
de Cro-Magnon con que se etiquetó la subespecie.
Estos
vestigios del hombre de Cro-Magnon indican que poseía un
sistema tribal poderoso, que fabricaba utensilios, que recolectaba
material vegetal, cazaba, pescaba, y es posible que incluso reuniera
el ganado en rebaños, construyera refugios y manufacturara
vestimentas que le permitieron sobrevivir durante las últimas etapas
de la edad del hielo pleistocénica.
Poco
después, hace unos 10.000 años, varios pueblos en diferentes partes
del mundo desarrollaron por separado unas formas de vida agrícola.
Comenzaron a domesticar animales y a sembrar, adoptaron una
existencia más sedentaria y consiguieron un importante incremento de
la población. De allí en adelante, la capacidad de modificar su
ambiente natural ha conducido a Homo sapiens a ocupar la
posición de dominio sobre el resto de las criaturas que ostenta en
la actualidad.
Bien,
pues ya está. Hemos llegado al final del camino evolutivo que
iniciamos hará un par de años con estas entregas sucesivas que nos
han conducido hasta aquí. Con los dos escuetos párrafos anteriores
podría resumirse de forma sucinta y enciclopédica lo que sabemos
del Homo sapiens sapiens,
repetición autocomplaciente con la que muchos sustituyen el
apelativo clásico de cromagnon. Recordaréis que cuando
hablábamos de H. habilis, H. erectus u H.
neanderthalensis, ofrecíamos diferentes descripciones anatómicas
y acompañábamos los artículos con ilustraciones. Aquí también
tenéis unas cuantas imágenes de mayor o menor mérito artístico,
pero estaréis de acuerdo en que sobran. Para obtener una imagen
fidedigna del H. sapiens moderno, basta con que cada uno de vosotros
o vosotras que leéis este artículo, os miréis en el espejo más
próximo. Ahí tenéis al cromagnon o la cromagnona, cuyo ADN difiere
de H. neanderthalensis o de H. erectus en porcentajes
insignificantes. O sea, que vestidos con vuestra camiseta, habrían
tenido un aspecto muy similar.
Milenios
de existencia precaria, interminables siglos de hielos perpetuos, y
un sinfín de penalidades hicieron que las pequeñas tribus, las
reducidas poblaciones de Homo sapiens, no llegaran a alcanzar
una masa crítica que permitiera tanto la expansión territorial,
como la demográfica. Avances tan cruciales como la agricultura, la
ganadería, la cerámica, la división del trabajo, la navegación,
la rueda con el consiguiente auge del transporte y el comercio, la
metalurgia o la escritura, han construido la civilización y han
hecho de nosotros y nuestras sociedades lo que somos y lo que son.
Nadie se permita la arrogancia de considerarse mejor, más
inteligente o más dotado que uno de nuestros antepasados
paleolíticos. En las paredes cubiertas de caballos y bisontes de
Lascaux o Altamira habita ya el germen de la estatua del discóbolo,
el Taj Majal o la capilla sistina. Si a cualquiera de nosotros, que
acaso nos envanecemos por conducir un coche, resolver ecuaciones o
escribir estas líneas, nos transportaran a la Tierra de hace 20.000
años con una lanza de sílex y un taparrabos, seguramente
sobreviviríamos sólo lo justo hasta que nos descubriera un león o
un guerrero de la tribu vecina.
¿Es
este el final del camino? Bueno, para cada uno de nosotros
individualmente, es seguro que si. Y como especie no queda más
remedio que adentrarnos en el resbaladizo territorio de la
ciencia-ficción. Suponiendo (y ya es mucho suponer) que esto no
termine en una previsible hecatombe nuclear o en un prolongado
martirio de hambrunas y epidemias, para los más optimistas se abre
un amplio abanico que va desde la conquista de otros planetas
habitables hasta un desmesurado desarrollo cerebral que nos convierta
en seres grotescos, o hasta el triunfo de las máquinas que nos
transforme en esclavos de un superordenador. ¿Quién sabe? Cuando
miramos los noticieros o leemos la prensa, el profe Bigotini y yo
mismo nos conformaríamos simplemente con que el calificativo sapiens
se ajustara a la realidad. Mientras eso ocurre, los modernos
cromagnon seguiremos rugiendo en el estadio cada domingo, lapidando
adúlteras cada viernes o abatiendo elefantes con fusiles automáticos
cuando tengamos dinero suficiente. Somos mucho más civilizados que
aquellos tipos que se sentaban alrededor de la hoguera a aullar y
golpear tambores.
Un
optimista es el que cree que puede resolver un atasco de tráfico
tocando el claxon.
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