jueves, 18 de agosto de 2016

AMBERES. DESAYUNOS Y DIAMANTES


Siguiendo su periplo por las ciudades europeas, viajamos hoy con el profe a Amberes, primera de sus etapas en Bélgica. Reproducimos un par de páginas de su diario.

A Amberes hay que llegar en tren. Su estación central es una verdadera joya arquitectónica, probablemente la más hermosa del mundo. El viaje ferroviario de Amsterdam a Amberes dura apenas dos horas, y eso que vamos parando hasta en los más remotos apeaderos. El tren es bueno y cómodo, el único inconveniente es que está lleno hasta los topes. En los trayectos dentro del Benelux ni se plantean la alta velocidad. Las distancias no son grandes y la gente utiliza los trenes en los desplazamientos diarios. También son muy baratos. Hemos sacado un bono y los viajes salen a precio de coger el metro o el tranvía en cualquier ciudad. Conste que no exagero: Amsterdam-Amberes, Amberes-Brujas y Brujas-Bruselas para tres, es más barato que los tickets de un día para el metro de Londres.


Llegamos a Amberes. Nuestro hotel está en el mismo centro de la ciudad. Si el plano fuera una diana, quedaría justo en el puntito negro. Tenemos una habitación cuádruple. En realidad son dos dobles, separadas por un breve tramo de escaleras. Hay también dos baños y todo es magnífico.
El centro histórico de Amberes es bellísimo y pasear sus calles y plazas resulta encantador. Hacemos una cena excepcional en el Bacino, un restaurante con nombre italiano y aire de bistró francés, situado justo detrás de la catedral (tampoco tiene pérdida). Filete strogonof, magret de pato y costillas de cordero con una salsa de ajo suave y extraordinaria. Las chicas toman cafés y dulces acompañados de unas copitas de licor de huevo, que nos dicen que es típico de por aquí. Inolvidable.


Los desayunos de nuestro hotelito de Amberes merecen capítulo aparte. Embutidos del país, patés, quesos cremosos y curados, repostería casera, huevos al gusto hechos en el acto (hervidos, cocidos, fritos o en tortilla) y una macedonia de frutas naturales de verdad (y no de bote) son, aparte de otras cosas más habituales, algunas de las joyas del bufé. Este era el desayuno. Los diamantes vienen después.
Visita a las joyerías y a los establecimientos donde se trabajan y venden esos preciosos cristales de carbono trasparentes e hipnóticos. La actividad de la talla y engarzado de diamantes, de gran tradición en Amberes y en todo Flandes, está monopolizada por los judíos ortodoxos, que ponen la nota de exotismo con sus extravagantes vestimentas. Un despliegue hebreo fantástico y colorista.


Visita a la catedral de Amberes, la mayor de Bélgica y una de las más grandes de Europa. Destacan dos dípticos de Rubens: la crucifixión y el descendimiento, inmortales obras del gran Peter Paul. Junto al mercadillo semanal, que nadie debe perderse si cae en Amberes un sábado, tomamos unos impresionantes bocadillos de salmón ahumado con su clásica guarnición de cebolla, pepinillos y mayonesa. Los ponen tan generosos que se hace difícil terminarlos. Damos luego una vuelta por los puestos del mercado. Los hay muy curiosos. La variedad de especialidades locales desconocidas en otros lugares, parece desmentir el tópico de la aldea global.
Después de los superbocatas y del paseo para digerirlos, nos dejamos llevar por la inercia hasta las bocas del Escalda. Soberbio paisaje a caballo entre lo urbano y lo rural. De vuelta en la plaza de la catedral, unas cervezas belgas extra-frías devuelven el color a las mejillas y el tono al exhausto corazón del turista.


Otro desayuno opíparo. Nos decidimos a visitar el museo de Bellas Artes, sobre todo para huir de la lluvia que cae sin misericordia. Tomamos un autobús no demasiado convencidos de que sea el adecuado, preguntamos al conductor y, ¡asómbrese el lector!, somos objeto de un trato sin precedentes: como llueve a mares, el hombre, no contento con indicarnos, se desvía un par de manzanas de su ruta, para dejarnos justo en la puerta del museo. Luego gira en redondo en un cruce prohibido, nos toca el claxon a modo de saludo, y los demás viajeros dicen adiós con las manos. Llegamos en una carrera al vestíbulo. Hay una ventanilla para comprar los tikets. Si llega a haber otra para hacerse belgas, nos hacemos.
Obras maestras de Rubens, Van Dick, Van Eyck, y los demás maestros flamencos. A mediodía tomamos un tentempié en la cafetería del museo.
Por la tarde breve descanso en el hotel (los días y los kilómetros de turisteo van pesando ya un poquito), y después del paseo de la tarde, cena en una de las muchas terrazas de la plaza del mercado. Los codillos al estilo belga se hornean con pan rallado. Están crujientes y deliciosos. Nuestro próximo destino: Brujas. Seguiremos informando.


Yo soy un hombre difícil de sorprender. ¡Mosquis, un coche rojo! Homer Simpson.



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