El conde duque de Olivares. Velázquez |
Como escribió
Quevedo en su España defendida: España
se compone de tres coronas, de Castilla, Aragón y Portugal. Jamás las tres
formaron un cuerpo unido. A pesar de la unión dinástica, cada una conservó su
personalidad propia. De las tres era Castilla la que constituía el principal
apoyo para la política exterior de la monarquía. Pero la Castilla del XVII no
era ya el país próspero de los Austrias mayores. Después de un siglo de guerras
continuas se hallaba exhausta. La población castellana había disminuido
alarmantemente, el oro y la plata de Indias llegaban tarde y eran cada vez más
escasos. Portugal y Aragón habían conservado su autonomía interna, protegidas
por sus fueros que limitaban el poder del rey. Tal fue el panorama que encontró
Olivares cuando accedió al poder durante el reinado de Felipe IV.
La Unión de Armas
que concibió el conde-duque consistía en repartir los esfuerzos de la política
imperial entre los reinos. Pensó en imponer en toda la península las leyes de
Castilla, y como compensación se proponía ofrecer cargos políticos, administrativos
y militares a todos los vasallos del rey, acabando así con el exclusivismo
castellano. El cambio era demasiado importante como para ser aceptado sin
resistencia. Además, se proponía a las provincias participar en una política
que había hundido a Castilla, cuando no se les había dado nunca parte ni de los
provechos ni del prestigio, si es que los hubo, que habían alcanzado a los
castellanos. La Unión de Armas se propuso oficialmente en las Cortes de Aragón
de 1626. Los reinos de Aragón y Valencia demostraron muy poco entusiasmo, pero
a regañadientes ambos hicieron un esfuerzo y aceptaron votar subsidios para
mantener cierto número de soldados durante quince años.
Felipe IV. Velázquez |
Cuando el rey se
desplazó a Cataluña, las cosas fueron distintas. Los delegados se negaron a
alterar el orden tradicional de las sesiones. Primero había que satisfacer las
quejas del principado contra los funcionarios reales antes de pasar a examinar
las proposiciones del soberano. Con protocolos y formalismos, los delegados
alargaban el procedimiento de forma intencionada. Olivares se impacientaba, y
el rey terminó abandonando Cataluña sin haber clausurado las Cortes, que
quedaron suspendidas desde 1626 hasta 1632 en que se reanudaron para volver a
ser suspendidas. En este escenario se produjo en 1636 la declaración de guerra
por parte de Francia. Olivares necesitaba más soldados y más dineros, y por su
situación, Cataluña iba a convertirse previsiblemente en teatro de operaciones.
En 1638 se renueva la Diputación de Cataluña y por sorteo son elegidos
diputados Pau Clarís, canónigo de Urgel y Francesc de Tamarit, ambos muy
defensores de los privilegios catalanes.
Los franceses
atacan Fuenterrabía y tanto aragoneses como valencianos se apresuran con tropas
a la defensa. Cataluña no sólo no contribuye, sino que hace caso omiso de la
prohibición de comerciar con Francia decretada por Olivares. Lo más preocupante
sin embargo, es la tensión que se va creando en la frontera catalana por la
presencia de tropas compuestas por españoles y por soldados italianos y
alemanes, que se comportan sin demasiados miramientos con la población. En 1639
los franceses toman Salses y las Constituciones catalanas se resisten a
participar en la defensa o lo hacen de mala gana. Olivares pierde la paciencia:
si las Constituciones embarazan, que
lleve el diablo las Constituciones. Tamarit es detenido. El virrey Santa Coloma, autorizado por
Olivares, ordena represalias contra los pueblos donde las tropas no fueron bien
recibidas. La consecuencia es una insurrección en Gerona. Los amotinados llegan
hasta Barcelona, y el día del Corpus de 1640 los rebeldes mezclados con algunas
cuadrillas de segadores se ensañan con los funcionarios reales y asesinan al
virrey.
La agitación
planteó un grave problema a las clases acomodadas y gobernantes del principado.
Temían que los amotinados se volviesen contra ellos acusándoles de traidores a
la causa catalana, así que se negaron a colaborar con el nuevo virrey, el duque
de Cardona, y para mejor encauzarla, se pusieron al frente de la rebelión, algo
que suena muy familiar en los tiempos presentes. Un ejército castellano
avanzando desde Tortosa, ocupó Tarragona en diciembre de 1640. Los catalanes
buscaron el apoyo de los franceses, que vieron la oportunidad de introducirse
en el principado. El rey de Francia, máximo exponente del absolutismo europeo,
prometió respetar las constituciones y leyes catalanas mientras cruzaba los
dedos por detrás de la espalda. Las tropas francesas ocuparon las principales
plazas fuertes, y su comportamiento fue notablemente peor que el de sus
predecesores castellanos. A este desengaño hubo que añadir el de que pronto se
comprobó que Francia no respetaba de ninguna manera los fueros y privilegios de
la tierra, y el notable quebranto económico que adquirió la forma de saqueo.
Definitivamente
desengañada, en 1652 Barcelona se entregó a Felipe IV que otorgó un perdón
general y prometió respetar las leyes y privilegios del principado. En 1659 se
firmó la paz con Francia. En ese Tratado de los Pirineos se cedieron a Francia
la Cerdaña y el Rosellón. El acuerdo contenía además una importante cláusula,
el enlace de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Aquí ha
de buscarse el origen del cambio de dinastía que se produjo cuarenta años más
tarde tras el fallecimiento del desgraciado Carlos II. También en ese
conflicto, la Guerra de Sucesión, volvió a ponerse de manifiesto lo que
últimamente llamamos de forma eufemística “el problema catalán”. El profe
Bigotini, a tenor de lo que la Historia nos muestra, considera los
nacionalismos (todos los nacionalismos) anacrónicos, ridículos y propios de
patanes cuando no de auténticos criminales. Dejando a un lado este pequeño
matiz, ni quita ni pone rey, se apresura a declarar. Por más que los únicos
reyes respetables son los de la baraja, añade.
Todo cambio de
gobierno es sospechoso, aunque sea para mejorar. Sir Francis Bacon.
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