Cuando
Darío conquistó Babilonia, sus habitantes
le recibieron llenos de temor. Le precedía una injustificada leyenda de
crueldad. Pero Darío tenía la capacidad de moderarse, una cualidad rara entre
aquellos emperadores de la Antigüedad. A pesar de su encendido zoroastrismo,
permitió a los babilonios seguir adorando a sus dioses, y lo mismo hizo con los
egipcios que le consideraron un rey benigno y magnánimo. También en Jerusalén
permitió en 516 a.C. la reconstrucción del Templo contra la opinión de los
gobernadores persas que se opusieron al proyecto. Aunque muy lejos del afán
expansionista de Ciro o de Cambises, Darío realizó también algunas conquistas,
extendiendo su imperio hasta los límites de la India. Además, el primer
ejército oriental que penetró en Europa fue el suyo. Se anexionó algunos
territorios al norte de Grecia y, sobre todo, se ocupó en consolidar las
conquistas de sus predecesores.
Pero
ante todo Darío fue un gran gobernante desde el punto de vista de la
organización y la administración del Estado. Creó regiones gobernadas por
delegados, los sátrapas, que administraban territorios llamados satrapías. Hizo
construir caminos e inauguró un servicio de correos, mensajeros a caballo que
mantuvieron unido el imperio. Varias décadas después de la muerte de Darío,
Heródoto expresó su admiración hacia estos correos en términos que, a través de
los siglos, se convirtieron en el lema del servicio postal de los Estados
Unidos: ni la nieve, ni la lluvia, ni el
calor, ni las tinieblas de la noche impiden a estos correos hacer los
recorridos que tienen asignados.
También
reorganizó las finanzas, estimuló el comercio, puso en orden el sistema de
impuestos, acuñó moneda y estandarizó los pesos y medidas. Nunca el Asia
occidental y Mesopotamia fueron gobernadas tan eficientemente como durante el
reinado de Darío, que se prolongó entre 521 y 486 a.C., un periodo de paz
interna y prosperidad. Eligió como capital a Susa, y fue una sabia elección,
porque no formando parte ni de Persia ni de la Media, ninguno de los dos principales
grupos gobernantes tuvo motivo de queja. La región en la que se asentaba Susa,
que antes se había llamado Elam, se hizo así completamente persa, y en lo
sucesivo sería llamada Susiana. Pero a la vez que mantenía a Susa como capital
de conveniencia, Darío pasaba los veranos en Ecbatana, situada más al norte y
mucho más fresca, e inició la construcción de una nueva y futura capital en el
corazón de Persia, a la que llamó Parsa, y conocemos por su más célebre nombre
de Persépolis, la ciudad de los persas.
Persépolis
resultaría a la postre un completo fracaso, pues nunca llegó a ser una
verdadera ciudad, sino simplemente una residencia real, o más exactamente un
mausoleo, cuyas ruinas todavía impresionan. Allí quedaron enterrados Darío y
sus sucesores. Aunque acaso la gran obra que el emperador legó a la posteridad
fue el relieve y la inscripción propagandística que hizo grabar en una montaña
situada al sudoeste de Ecbatana, en el camino principal entre la vieja capital
meda y la aun más vieja Babilonia. El texto de la inscripción está escrito en
tres lenguas, el persa antiguo, el elamita y el acadio, y relata la ascensión
de Darío al trono, tras deponer al usurpador Esmerdis.
No
pudo ser descifrada por completo hasta el siglo XIX. Se acompañaba de una gran
figura humana que representa naturalmente a Darío, con su imponente y rizada
barba. Incomprensiblemente, cinco siglos después el cronista griego Diodoro
Sículo, atribuyó erróneamente la inscripción a la reina Semíramis, a quien por
otra parte, los griegos tenían la costumbre de atribuir cualquier obra antigua
y monumental. Lo que resulta aun más increíble es que Diodoro también
identificara la figura barbuda con la reina Semíramis. Debía ser miope o quizá
tenía una opinión no demasiado caritativa de las mujeres de la región.
Hoy en día está muriendo gente que antes
no se moría. George Bush.
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