
Viaje
en tren. Muy cómodo. Llegamos a Venecia, Santa Lucía, con un ligero
retraso de veinte minutos. Al salir de la estación nos topamos de
golpe con Venecia en todo su esplendor. Posiblemente, la ciudad más
hermosa del mundo. Un estallido de luz, color y belleza que emociona
hasta al más insensible. Canales. Puentes. Góndolas, lanchas y toda
clase de embarcaciones ligeras. Edificios de ventanas prodigiosas y
balcones imposibles asomados al verde azulado del agua y a los
reflejos del sol. ¿Dónde están mis gafas de sol? La luz
extraordinaria de Venecia ha enamorado a los artistas durante veinte
siglos. Para ir al hotel tomamos una lancha–taxi que va dando
saltos en el agua. En el trayecto nos hacemos fotos con las caras
alegres y los pelos revueltos.


Quién sabe si el sentido estético se llevará también en los cromosomas. Lo que excede a toda lógica es que en cualquier rincón, en cualquier pequeña tienda, se hallen tantos objetos hermosos y tan armoniosamente dispuestos como lo están en Venecia. Tiendas de arte, bazares, cristalerías o joyerías, ofrecen al curioso un espectáculo inigualable. Si a este acentuado sentido de la belleza, se añade el marco de la ciudad, el conjunto resulta sencillamente de ensueño. Venecia y Estambul deben ser las dos ciudades en donde más armoniosamente conviven Oriente y Occidente. El influjo oriental se deja notar en Venecia en los templos, donde abunda lo bizantino y sobre todo en la arquitectura civil que exhala aromas arábigos y orientales. Por otra parte, hojeando cualquier guía, uno se da cuenta del increíble número y variedad de artistas que han sido atraídos por la ciudad y no sólo en los siglos de mayor esplendor de la República de Venecia, sino incluso en la actualidad. La nómina de artistas residentes es considerable y hay abiertas al público galerías de arte que funcionan y hacen negocio diariamente, con la misma naturalidad que una inmobiliaria o una frutería. Por la tarde paseamos y picamos algo en los bares. Acabamos cenando en el puerto, a la orilla del mar, con una puesta de sol espléndida y una luna llena de apoteosis. Al pedir la cuenta llega el crujir de dientes. Nos cobran casi cien euros por una cena no demasiado espléndida, pero eso si, con esa amistosa simpatía que saben desplegar los pillastres italianos para hacer que el turista quede contento hasta en estos casos. No siempre se elige bien, ¡que le vamos a hacer!
Aunque ha sido restaurado un montón de veces, el palazzo Guardi conserva su sabor original. Las paredes de piedra (incluso las interiores) tienen un espesor de cuarenta centímetros. Nuestras habitaciones están enteladas con el típico tapizado veneciano del XVIII y los muebles están a tono con el mismo estilo. En los desayunos ya no tomamos capuccinos como en Roma y Florencia, sino que nos inclinamos por los zumos de frutas, que son excelentes y por el ciocolatto caliente y espeso, que proporciona energía para el día entero. Por cierto, la energía es más que necesaria para recorrer las callejas venecianas y ascender una y otra vez los escalones de los innumerables puentes.
Ya he dicho más arriba que en Venecia se puede ir de tapas como en Zaragoza. Nuestro favorito (y al parecer, el de los americanos) es la Cantinone già schiavi (algo así como la cantina de los esclavos) di Lino Gastaldi. Dorsoduro, Fondamenta S. Trovaso 992. Vermouts, campari soda, vinos tintos del Véneto, blanco pinot que sirven helado, el famoso proseco tan típico de Venecia (un espumoso riquísimo); el Bellini, un cocktail muy popular a base de vino de aguja y zumo de melocotón; y el fragante licor fragolino, un aperitivo dulce que se bebe muy frío y cuya fórmula es secreto de la casa. Varios ejemplos de tapa: un “quesito” de mortadela boloñesa con una guindilla en vinagre (peperoncino) encima; una banderilla de cebolleta, anchoa y alcaparras; montaditos de queso con tomate o con anchoas (hay que decir que las anchoas son más bastas que las nuestras y tiran un poco a sardina rancia). Visitamos el barrio judío y comemos en la pizzería Al Faro (no confundir con Alfaro de La Rioja), en el Campo del Gheto Vechio, el corazón de la judería. Carpaccio di manzo (buey) con grana padanno y un rissotto de gambas y verduras sabrosísimo. Un sitio bueno y barato. El barrio está lleno de judíos ortodoxos de los que llevan sombrero, traje negro y fajilla de flecos y no se afeitan nunca la barba. Están celebrando el sabat y parecen haber salido todos a la calle. La mar de vistoso.
Cena en La
Rivista. Dorsoduro 979, detrás de la parada de vaporetto
de l’Academia, junto al hotel Ca’ Pisani. Un restaurante
moderno y ultrapijo con platos de diseño a un precio asequible.
Selecciones de quesos y curados del país acompañados de rueda de
salsas (te lo explican todo y te indican el orden en que conviene ir
probándolo). Un rissotto negro y oro con langostino envuelto en
dulce de huevo. Rollito de costilla de ternera rellena en lecho de
verduritas. Brocheta de sepias enteritas al aroma de romero con
rissoto de curry. Aguas y cafés. Todo por ochenta y seis euros. Con
diferencia, lo más recomendable de Venecia.


Aterrizamos en El Prat. Breve espera por las maletas, que aparecen sin problemas. Corremos a la terminal de trenes. Hay huelga de Renfe. Tomamos un cercanías del aeropuerto a la estación de Sans. Está abarrotado, vamos como gorrinos cubiertos de sudor. Durante el trayecto lucho a brazo partido por apartar varios sobacos de desconocidos que amenazan mi rostro. En Barcelona reina un calor húmedo y pegajoso. En Sans cogemos un taxi a la estación de autobuses del Norte (recuérdese que hay huelga de trenes). Encontramos una larguísima cola para sacar los billetes del autobús a Zaragoza. Después de tres cuartos de hora en la cola, no quedan plazas para el próximo autobús, que es el de las nueve y media, y nos contentamos con el siguiente, el de las diez y media. Como estamos muertos de hambre y de sed, tomamos los últimos bocadillos que quedan en la cantina. Se trata de un lugar cutre y deprimente. Salimos de allí enseguida porque ya están cerrando. Montamos en el autobús y después de tres horas y media de un trayecto tedioso en el que uno no encuentra nunca la postura cómoda, llegamos finalmente a Zaragoza a las dos de la madrugada. Ha venido a buscarnos Javi (el mejor sobrino del mundo), que nos lleva a casa (hogar, dulce hogar) a nuestras maletas y a lo que queda de nosotros tres al final de una horrible jornada de viajes, esperas y toda clase de incomodidades. Por suerte Javi nos ha reconocido al instante, a pesar de nuestros rostros ajados. Una vez en casa, ni siquiera nos quedan fuerzas para abrir las maletas. Sólo queremos dormir. Tal vez soñar...
-Cariño, ¿si
me pegara un tiro, lo sentirías?
-Pues claro
hombre, ¿te has creído que soy sorda?
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