Manolo
estaba fascinado. Era la primera vez que visitaba China. ¡Qué
país!, decía para sí cada vez que contemplaba las maravillas de
aquella cultura milenaria. Aunque se trataba de un viaje de trabajo,
Manolo encontró tiempo para visitar la Ciudad Prohibida, la Gran
Muralla y hasta los célebres guerreros de Xian, el imponente
ejército de terracota con sus caballos, sus armaduras... ¡Qué
país! También tuvo ocasión de hacer algunas compras. Souvenirs,
perfumes (de imitación, claro) para su mujer que había quedado en
casa... ¡Déjame de viajes! -le había dicho-, ya tengo bastante con
aguantarte aquí, y no me apetece tener que aguantarte también en la
China.
Manolo
quería darse también él, algún capricho. Una estilográfica de
imitación, una corbata... baratijas. Quería llevarse algo mejor
como recuerdo, eso le dijo a su guía chino, y el guía le prometió
que encontraría algo muy especial para él. Al día siguiente, que
era el anterior al viaje de vuelta, el guía se puso misterioso y le
llevó a una óptica. En la tienda susurró al oído del encargado, y
les hicieron pasar a un pequeño gabinete privado donde el
optometrista, después de graduarle la vista, le hizo entrega solemne
de un par de gafas de aspecto corriente en un estuche de lo más
convencional. Manolo quiso probárselas allí mismo, pero el óptico
y el guía se lo impidieron. Aquí no -le dijo el guía-, ven
conmigo. Lo llevó a la calle, y allí Manolo se puso sus nuevas
gafas. ¡Fantástico! Ante su asombrada mirada, todas y cada una de
los cientos de personas que abarrotaban la concurrida avenida
pekinesa aparecieron ¡completamente desnudas!
Se
quitó las gafas y todo el mundo volvió a estar vestido. Se las puso
y ¡zas!, otra vez desnudos. Aquel era uno de sus sueños infantiles
desde que vio El hombre con rayos X en los ojos, la mítica
película de Roger Corman en la que su protagonista, Ray Milland,
desnudaba a las chicas con la mirada. Pero esto era mejor todavía,
porque Ray Milland sólo veía huesos, mientras que ahora él, sí
él, Manolo López Palomares, podía recrearse viendo a las chicas
desnuditas. ¡Qué país! ¡Qué gran país! ¡Qué tecnología!
Abrazó emocionado a su guía. Pagó por las gafas lo que le pidió
el optometrista. Algo caras, si, pero merecían la pena. En su hotel
miró con sus gafas a las recepcionistas, a las camareras de las
habitaciones. Desde el taxi, camino al aeropuerto, se iba fijando en
las muchachas más hermosas, se ponía sus gafas y ¡zas!,
desnuditas. Se las volvía a quitar, y vestidas. Manolo estaba como
un chico con zapatos nuevos, con gafas nuevas, mejor dicho. ¡Que
felicidad! En el avión se puso las gafas para ver desnudas a las
azafatas. Se las quitaba y vestidas; se las ponía y desnudas. En el
metro, ya camino de casa, lo mismo, sin las gafas, chicas vestidas;
con las gafas, chicas desnudas. Antes de entrar en su casa vio a su
vecina, aquella rubia espléndida, cuidando el jardín. A ver: con
las gafas puestas, desnuda, ¡qué maravilla!, se las quitó y volvió
a verla vestida. Todo en orden.
Entró
en casa. Subió al dormitorio con las gafas puestas. Allí estaban su
mujer y su amigo Paco ¡desnudos! A ver: se quitó las gafas, y lo
mismo, ¡desnudos! Se las volvió a poner, ¡desnudos! Se las volvió
a quitar, ¡desnudos!...
Manolo
siempre había sido un hombre pacífico, pero aquello hizo que
estallara toda su frustración. ¡Vaya mierda de gafas!, exclamó
haciéndolas pedazos. ¡Recién compradas y ya no funcionan! ¡Chinas
tenían que ser!
-Amor
mío, prepárate que voy a amarte.
-Por
mí como si quieres irte a Júpiter, pero déjame dormir.
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