Publicado en nuestro anterior blog en octubre de 2012
Erwin Schrödinger |
En un reciente post dedicado al
principio de incertidumbre de
Heisenberg, dejamos claro (o al menos, esa era mi intención) que la posición y la velocidad de una
partícula no pueden conocerse simultáneamente con precisión. Mientras que algunos teóricos como
Paul Dirac o Niels Bohr apreciaron inmediatamente su significado, hubo muchos
físicos experimentales que se empeñaron en diseñar experimentos que demostraran
que con la técnica adecuada, este inquietante principio podía quedar
desacreditado. Naturalmente todos los intentos resultaron inútiles. La razón
fundamental es que el principio de incertidumbre presenta implicaciones de tan
largo alcance, que rebasan el ámbito de la física experimental.
Para una mente tan preclara como la de Bohr, las intrigantes relaciones
de la incertidumbre significaron un paso decisivo para profundizar en su idea
de complementariedad entre la teoría ondulatoria y la teoría corpuscular. En
efecto, ambas son necesarias para comprender el mundo cuántico, y hoy admitimos
sin empacho conceptos como que la luz se comporta a la vez como un flujo de
partículas (fotones) y una onda de características similares al sonido. En una
conferencia celebrada en Como (Italia) en 1927, Bohr presentó su idea de
complementariedad y lo que se conoce como interpretación
de Copenhague: mientras
en la física clásica concebimos que un sistema de partículas funciona como un
mecanismo de relojería, independientemente de que sean observadas o no; en
física cuántica el observador interactúa con el sistema en tal grado, que el
sistema no posee una existencia independiente del observador. En otros
términos, el mero hecho de
observar un fenómeno, lo modifica. El observador forma parte del
experimento, y no existe ningún mecanismo que funcione con absoluta
independencia de que se le observe o no.
En un experimento ya clásico, si
hacemos pasar un haz de electrones (valen también fotones o cualquier otro tipo
de partícula) por una rendija, para que se proyecten en una pantalla,
obtendremos la imagen que cualquiera sería capaz de predecir de los electrones
impactando en la zona de pantalla correspondiente a la rendija. Sin embargo, cuando hacemos pasar el haz
por una plancha con dos rendijas, la imagen obtenida no es ni mucho menos la
del doble impacto que parece razonable, sino más bien la de una nube de
impactos del tipo exacto de una nube probabilística, lo que se corresponde con
la naturaleza doble (ondulatoria y corpuscular) del fenómeno cuántico.
Este desconcertante resultado,
mezclado con la dependencia del observador que acompaña a todo fenómeno
cuántico, llevó al físico alemán Erwin Schrödinger a proponer el siguiente
problema teórico:
Es posible montar un experimento de
forma que exista una probabilidad exacta del 50% de que uno de los átomos de
una muestra de un material radiactivo se desintegre en un cierto tiempo, y que
un detector registre la desintegración que se produce. Imaginemos ese
dispositivo en una caja dentro de la cual hay un gato vivo y un frasco con
veneno, preparado todo de tal forma que si ocurre la desintegración radiactiva,
el frasco se rompe y el gato muere. En el “mundo convencional” existen un 50%
de posibilidades de que el gato resulte muerto, y sin necesidad de mirar dentro
de la caja, podemos decir tranquilamente que el gato estará o vivo o muerto.
Pero atención… Ahora nos topamos con lo más extraordinario del universo cuántico: como
consecuencia de la teoría, ninguna de las dos posibilidades (recordad, 50%,
cara o cruz) abiertas al material radiactivo, y por lo tanto al gato, adquiere
categoría real salvo que sea observada. Es decir, la desintegración atómica ni
ha ocurrido ni ha dejado de ocurrir; el gato ni ha muerto ni ha dejado de morir
en tanto no miremos dentro de la caja para ver lo que ha pasado. Los teóricos
que aceptan la versión ortodoxa (interpretación de Copenhague) de la mecánica
cuántica nos dicen que el gato existe en cierto estado indeterminado, ni vivo
ni muerto, hasta que un observador mire dentro de la caja para ver cómo marchan
las cosas. Nada es real
salvo si se observa.
Dios no juega a los dados, exclamó Einstein, y pasó
prácticamente el resto de su vida tratando sin éxito de encontrar el mecanismo
subyacente que haga posible la genuina y sustancial realidad de las cosas. La
búsqueda del gato de Schrödinger ha sido la búsqueda de la realidad cuántica.
No conocemos aun a dónde nos conducirá el final de esta búsqueda. Ahí tenemos
la teoría de cuerdas,
la de supercuerdas y distintas interpretaciones e
intentos de hallar lo que algunos, con Hawking a la cabeza, llaman la teoría del todo. Isaac
Newton, estudiando hace más de tres siglos la naturaleza de la luz, puede que
no fuera consciente de ello, pero ya había iniciado el camino que conducía al
gato de Schrödinger. El camino es largo. Tal vez, como Alicia, la heroína de
Lewis Carroll, encontréis en el camino de Wonderland a aquél otro enigmático
gato de Cheshire, de sonrisa tan ambigua como inquietante.
¿Para qué vas a fatigarte dialogando,
si puedes arreglarlo a hostias? Rocky Pragmáticus.
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