martes, 16 de enero de 2018

¿QUIÉN LE PONE EL CASCABEL AL GATO DE SCHRÖDINGER?


Publicado en nuestro anterior blog en octubre de 2012

Erwin Schrödinger
En un reciente post dedicado al principio de incertidumbre de Heisenberg, dejamos claro (o al menos, esa era mi intención) que la posición y la velocidad de una partícula no pueden conocerse simultáneamente con precisión. Mientras que algunos teóricos como Paul Dirac o Niels Bohr apreciaron inmediatamente su significado, hubo muchos físicos experimentales que se empeñaron en diseñar experimentos que demostraran que con la técnica adecuada, este inquietante principio podía quedar desacreditado. Naturalmente todos los intentos resultaron inútiles. La razón fundamental es que el principio de incertidumbre presenta implicaciones de tan largo alcance, que rebasan el ámbito de la física experimental.

Para una mente tan preclara como la de Bohr, las intrigantes relaciones de la incertidumbre significaron un paso decisivo para profundizar en su idea de complementariedad entre la teoría ondulatoria y la teoría corpuscular. En efecto, ambas son necesarias para comprender el mundo cuántico, y hoy admitimos sin empacho conceptos como que la luz se comporta a la vez como un flujo de partículas (fotones) y una onda de características similares al sonido. En una conferencia celebrada en Como (Italia) en 1927, Bohr presentó su idea de complementariedad y lo que se conoce como interpretación de Copenhague: mientras en la física clásica concebimos que un sistema de partículas funciona como un mecanismo de relojería, independientemente de que sean observadas o no; en física cuántica el observador interactúa con el sistema en tal grado, que el sistema no posee una existencia independiente del observador. En otros términos, el mero hecho de observar un fenómeno, lo modifica. El observador forma parte del experimento, y no existe ningún mecanismo que funcione con absoluta independencia de que se le observe o no.


En un experimento ya clásico, si hacemos pasar un haz de electrones (valen también fotones o cualquier otro tipo de partícula) por una rendija, para que se proyecten en una pantalla, obtendremos la imagen que cualquiera sería capaz de predecir de los electrones impactando en la zona de pantalla correspondiente a la rendija. Sin embargo, cuando hacemos pasar el haz por una plancha con dos rendijas, la imagen obtenida no es ni mucho menos la del doble impacto que parece razonable, sino más bien la de una nube de impactos del tipo exacto de una nube probabilística, lo que se corresponde con la naturaleza doble (ondulatoria y corpuscular) del fenómeno cuántico.


Este desconcertante resultado, mezclado con la dependencia del observador que acompaña a todo fenómeno cuántico, llevó al físico alemán Erwin Schrödinger a proponer el siguiente problema teórico:
Es posible montar un experimento de forma que exista una probabilidad exacta del 50% de que uno de los átomos de una muestra de un material radiactivo se desintegre en un cierto tiempo, y que un detector registre la desintegración que se produce. Imaginemos ese dispositivo en una caja dentro de la cual hay un gato vivo y un frasco con veneno, preparado todo de tal forma que si ocurre la desintegración radiactiva, el frasco se rompe y el gato muere. En el “mundo convencional” existen un 50% de posibilidades de que el gato resulte muerto, y sin necesidad de mirar dentro de la caja, podemos decir tranquilamente que el gato estará o vivo o muerto. Pero atención… Ahora nos topamos con lo más extraordinario del universo cuántico: como consecuencia de la teoría, ninguna de las dos posibilidades (recordad, 50%, cara o cruz) abiertas al material radiactivo, y por lo tanto al gato, adquiere categoría real salvo que sea observada. Es decir, la desintegración atómica ni ha ocurrido ni ha dejado de ocurrir; el gato ni ha muerto ni ha dejado de morir en tanto no miremos dentro de la caja para ver lo que ha pasado. Los teóricos que aceptan la versión ortodoxa (interpretación de Copenhague) de la mecánica cuántica nos dicen que el gato existe en cierto estado indeterminado, ni vivo ni muerto, hasta que un observador mire dentro de la caja para ver cómo marchan las cosas. Nada es real salvo si se observa.

Dios no juega a los dados, exclamó Einstein, y pasó prácticamente el resto de su vida tratando sin éxito de encontrar el mecanismo subyacente que haga posible la genuina y sustancial realidad de las cosas. La búsqueda del gato de Schrödinger ha sido la búsqueda de la realidad cuántica. No conocemos aun a dónde nos conducirá el final de esta búsqueda. Ahí tenemos la teoría de cuerdas, la de supercuerdas y distintas interpretaciones e intentos de hallar lo que algunos, con Hawking a la cabeza, llaman la teoría del todo. Isaac Newton, estudiando hace más de tres siglos la naturaleza de la luz, puede que no fuera consciente de ello, pero ya había iniciado el camino que conducía al gato de Schrödinger. El camino es largo. Tal vez, como Alicia, la heroína de Lewis Carroll, encontréis en el camino de Wonderland a aquél otro enigmático gato de Cheshire, de sonrisa tan ambigua como inquietante.


¿Para qué vas a fatigarte dialogando, si puedes arreglarlo a hostias?  Rocky Pragmáticus.



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