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viernes, 20 de enero de 2017

LA APUESTA


Dando tumbos llegué a Las Vegas. La ciudad del juego resulta tan hospitalaria como una serpiente de cascabel, y sin embargo me acogió como una gallina a su polluelo.
Mickey Costa, a quien solían llamar MuckeyCosta, me contrató como guardaespaldas. Al menos eso creí al principio. Pronto comprendí que mi trabajo consistía en hacer de chofer sin uniforme para él y para las golfas que regularmente llevaba a su habitación, la suite presidencial del Hyde Bellagio, uno de los clubs que regentaba. Costa era un sujeto repulsivo al que su absoluta falta de escrúpulos unida a una serie de golpes de suerte y algún que otro desgraciado accidente, habían elevado desde simple matón de barrio a capo de una de las bandas emergentes en aquella Babilonia del desierto. Era un perfecto hijo de puta, pero hay que reconocer que tenía pelotas. Como se había ganado tantos enemigos, era consciente de que podía morir al doblar cualquier esquina, por eso vivía al límite, gastaba a lo grande, y no se privaba de nada. Trataba a todo el mundo como si fuera basura, sobre todo al Gran Faustin, su “hombre de confianza”, un auténtico gorila de dos metros de alto por otros dos de ancho con la mentalidad de un parvulito.

Faustin miraba con desconfianza a cualquiera que se acercara al jefe. Los que trabajábamos para él no éramos una excepción, así que todos procuraban apartarse del gigantón, porque un guantazo suyo fácilmente podía llevarte al hospital. Yo me había propuesto ganarme al chico. ¿Qué hay mejor para un gorila que los cacahuetes?, me dije. Empecé a llevarle cada noche una bolsita de maní, y a partir de entonces se convirtió en mi amigo.

El gran Faustin

Una noche transporté hasta el Bellagio a una muchacha rubia y pálida que ni siquiera habría cumplido veinte años. Estuve a punto de darle los cincuenta dólares que llevaba en el bolsillo, y devolverla a la guardería que nunca debió abandonar, pero pensé que el cerdo de Costa le pagaría mucho más, así que iba a ser inútil convencerla. De todas formas, algo en mi interior me impulsaba a protegerla, así que cuando la dejé en la suite, en lugar de irme al bar como las otras veces, me quedé en el vestíbulo charlando con mi nuevo amigo Faustin. Al poco rato comenzaron a oírse voces, luego súplicas, y después los gritos y el llanto de la chica. Faustin, concentró toda la atención en su bolsa de cacahuetes como si quisiera sepultarse en ella, y a mi mirada interrogadora respondió con un hilo de voz, casi a punto de echarse a llorar: -siempre es así. Los gritos ganaron intensidad y me abalancé contra la puerta. -¡Espera, tú no puedes…! comenzó a decir el gorila, pero sí podía. De hecho ya estaba dentro.

había atado a la chica a una silla
 y la estaba torturando
Aquel sádico cabrón había atado a la chica a una silla, y la estaba torturando. Antes de que pudiera reaccionar, le puse mi revólver en la sien. –Suéltala, ordené, pero en vez de hacer lo que le pedía, el muy hijo de puta aplastó su cara de rata contra el cañón de mi arma. -¡Dispara si tienes cojones!, gritó. ¿Crees que me asustas? Excombatiente, expolicía… ¡una mierda!, eso es lo que eres. Estamos en la ciudad del juego, siguió. Te apuesto cien dólares a que no tienes agallas para apretar el gatillo, dijo sacando unos billetes del bolsillo. ¿No es suficiente? ¡Ciento cincuenta, doscientos! Sacó más billetes: ¡Doscientos cincuenta!, aulló…

Disparé, y le volé los sesos. El Gran Faustin, que había contemplado la escena atónito, se acercó lentamente. Pensé que iba a estrangularme, pero no. Primero tomó mi revólver con delicadeza. Sacó un pañuelo y limpió cuidadosamente mis huellas. Antes de poner el arma en la mano de Costa, me hizo frotar con mi mano la manga de la camisa y la mano del cadáver. –Es para que le encuentren restos de pólvora, explicó, y ante mi admirada sorpresa, añadió: lo he visto en el cine. Después desató a la chica que se abrazó a él como un náufrago a su salvavidas.

Las precauciones del bueno de Faustin resultaron innecesarias. La Ley concluyó que había sido un suicidio, y puedo jurar que ni un solo habitante del planeta lamentó la muerte de Mickey-Muckey Costa.
En cuanto al dinero, le registré los bolsillos, y comprobé que llevaba encima casi mil dólares. Debí haber esperado más, pensé, pero me limité a cobrar mis doscientos cincuenta. Después de todo, una apuesta es una apuesta.

En la vida hay cosas más importantes que el dinero. Lo malo es que todas son demasiado caras. Groucho Marx.


Muck: estiércol, desperdicio, mierda…

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