Dando
tumbos llegué a Las Vegas. La ciudad del juego resulta tan
hospitalaria como una serpiente de cascabel, y sin embargo me acogió
como una gallina a su polluelo.
Mickey
Costa, a quien solían llamar MuckeyCosta,
me contrató como
guardaespaldas. Al menos eso creí al principio. Pronto comprendí
que mi trabajo consistía en hacer de chofer sin uniforme para él y
para las golfas que regularmente llevaba a su habitación, la suite
presidencial del Hyde Bellagio, uno de los clubs que regentaba. Costa
era un sujeto repulsivo al que su absoluta falta de escrúpulos unida
a una serie de golpes de suerte y algún que otro desgraciado
accidente, habían elevado desde simple matón de barrio a capo de
una de las bandas emergentes en aquella Babilonia del desierto. Era
un perfecto hijo de puta, pero hay que reconocer que tenía pelotas.
Como se había ganado tantos enemigos, era consciente de que podía
morir al doblar cualquier esquina, por eso vivía al límite, gastaba
a lo grande, y no se privaba de nada. Trataba a todo el mundo como si
fuera basura, sobre todo al Gran Faustin, su “hombre de confianza”,
un auténtico gorila de dos metros de alto por otros dos de ancho con
la mentalidad de un parvulito.
Faustin
miraba con desconfianza a cualquiera que se acercara al jefe. Los que
trabajábamos para él no éramos una excepción, así que todos
procuraban apartarse del gigantón, porque un guantazo suyo
fácilmente podía llevarte al hospital. Yo me había propuesto
ganarme al chico. ¿Qué hay mejor para un gorila que los
cacahuetes?, me dije. Empecé a llevarle cada noche una bolsita de
maní, y a partir de entonces se convirtió en mi amigo.
El gran Faustin |
Una
noche transporté hasta el Bellagio a una muchacha rubia y pálida
que ni siquiera habría cumplido veinte años. Estuve a punto de
darle los cincuenta dólares que llevaba en el bolsillo, y devolverla
a la guardería que nunca debió abandonar, pero pensé que el cerdo
de Costa le pagaría mucho más, así que iba a ser inútil
convencerla. De todas formas, algo en mi interior me impulsaba a
protegerla, así que cuando la dejé en la suite, en lugar de irme al
bar como las otras veces, me quedé en el vestíbulo charlando con mi
nuevo amigo Faustin. Al poco rato comenzaron a oírse voces, luego
súplicas, y después los gritos y el llanto de la chica. Faustin,
concentró toda la atención en su bolsa de cacahuetes como si
quisiera sepultarse en ella, y a mi mirada interrogadora respondió
con un hilo de voz, casi a punto de echarse a llorar: -siempre es
así. Los gritos ganaron intensidad y me abalancé contra la puerta.
-¡Espera, tú no puedes…! comenzó a decir el gorila, pero sí
podía. De hecho ya estaba dentro.
había atado a la chica a una silla y la estaba torturando |
Aquel
sádico cabrón había atado a la chica a una silla, y la estaba
torturando. Antes de que pudiera reaccionar, le puse mi revólver en
la sien. –Suéltala, ordené, pero en vez de hacer lo que le pedía,
el muy hijo de puta aplastó su cara de rata contra el cañón de mi
arma. -¡Dispara si tienes cojones!, gritó. ¿Crees que me asustas?
Excombatiente, expolicía… ¡una mierda!, eso es lo que eres.
Estamos en la ciudad del juego, siguió. Te apuesto cien dólares a
que no tienes agallas para apretar el gatillo, dijo sacando unos
billetes del bolsillo. ¿No es suficiente? ¡Ciento cincuenta,
doscientos! Sacó más billetes: ¡Doscientos cincuenta!, aulló…
…Disparé,
y le volé los sesos. El Gran Faustin, que había contemplado la
escena atónito, se acercó lentamente. Pensé que iba a
estrangularme, pero no. Primero tomó mi revólver con delicadeza.
Sacó un pañuelo y limpió cuidadosamente mis huellas. Antes de
poner el arma en la mano de Costa, me hizo frotar con mi mano la
manga de la camisa y la mano del cadáver. –Es para que le
encuentren restos de pólvora, explicó, y ante mi admirada sorpresa,
añadió: lo he visto en el cine. Después desató a la chica que se
abrazó a él como un náufrago a su salvavidas.
Las
precauciones del bueno de Faustin resultaron innecesarias. La Ley
concluyó que había sido un suicidio, y puedo jurar que ni un solo
habitante del planeta lamentó la muerte de Mickey-Muckey Costa.
En
cuanto al dinero, le registré los bolsillos, y comprobé que llevaba
encima casi mil dólares. Debí haber esperado más, pensé, pero me
limité a cobrar mis doscientos cincuenta. Después de todo, una
apuesta es una apuesta.
En
la vida hay cosas más importantes que el dinero. Lo malo es que
todas son demasiado caras. Groucho Marx.
Muck: estiércol, desperdicio, mierda…
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