Entre
antropólogos e historiadores parece no haber ya dudas en que la evolución del
pensamiento humano, al igual que ocurre en el desarrollo personal de cada
individuo, pasa por tres fases que se suceden cronológicamente: magia, religión y ciencia. En lo relativo
a esta última, la ciencia, materia de la que venimos ocupándonos en estos
artículos, encontramos sus primeras y aún balbucientes manifestaciones en las
primitivas sociedades agrícolas y ganaderas nacidas durante la llamada revolución
neolítica. Este fenómeno, que comenzó tras el último periodo glacial y
en varios focos geográficos por separado, aunque se admite que se produjeran
intercambios entre ellos, culmina con la aparición de la escritura, un hallazgo
que inaugura la Historia.
El
pensamiento mágico, presente en los
grupos humanos más primitivos, induce a relacionar desde aspiraciones
elementales de subsistencia como el éxito en la caza, hasta fenómenos de la
naturaleza como la sucesión de las estaciones, el movimiento de los astros o la
maduración de los frutos, con acciones deliberadas que los propician. Es lo que
Frazer y otros autores llaman magia simpatética mediante la que
por ejemplo, el encendido ritual de grandes hogueras al final del invierno,
propicia la llegada de la estación cálida, la abundancia de frutos y el regreso
de las manadas de herbívoros.
En
una segunda fase, la religiosa, el hombre se convence,
quizá tras sucesivos fracasos de sus actividades mágicas, de que por sí mismo
es impotente para dominar el medio natural, muchas veces hostil e impredecible.
De manera que imagina detrás de cada fenómeno, una serie de fuerzas superiores
o espíritus de los ríos, de los bosques, de los astros… a los que diviniza
asignándoles nombres y atributos concretos. Dioses a los que mediante plegarias,
sacrificios u otras acciones, se aplaca o se propicia para atraer sus favores.
Pues
bien, el nacimiento, si no de la ciencia o el pensamiento científico como
tales, sí al menos de las primeras intuiciones antes que certezas, sobre
determinados fenómenos naturales, lo encontramos, al menos en su germen, ya en
las primeras sociedades con división del trabajo y algún grado de
jerarquización. Las más próximas culturalmente son quizá las que tuvieron como
escenario el Creciente Fértil entre los ríos Tigris y Eúfrates, donde se
produjeron las primeras domesticaciones de animales y plantas, donde parece que
nació la más primitiva escritura, y donde en definitiva vieron la luz las primeras
civilizaciones históricas.
Ya
en el periodo acadio y posiblemente en tiempos anteriores, encontramos en las
tablillas de arcilla desenterradas una gran cantidad de listas. Se trata de
relaciones prolijas de plantas, de animales, de objetos de cualquier clase, que
a pesar de agruparse casi siempre de formas que hoy nos resultan algo absurdas
(los que vuelan, los que se arrastran, los que son de colores, los que no comen
durante el día…), son a su manera un intento de clasificación. Es la denominada
ciencia
de las listas, que aspiraba a abarcar el conocimiento universal. Su
fundamento podría resumirse de esta manera: si poseo físicamente miles de
tablillas en las que aparecen los nombres de todas las cosas conocidas, poseo
el conocimiento de todas ellas. Este es el principio de la mítica sabiduría del
rey Salomón de quien se dice poseía una ingente colección de esas tablillas. Es
también el germen de las primitivas bibliotecas.
Pero aquellos primeros escarceos que pudieran llamarse precientíficos o protocientíficos, no encontraron precisamente facilidades en unas sociedades regidas por la superstición. Basten como ejemplo dos de las actividades humanas surgidas en aquel tiempo, la medicina y las matemáticas.
En
cuanto a la medicina, sin duda ya desde
el tercer milenio existió la práctica quirúrgica. En el Código de Hammurabi del
siglo XVIII a.C. se regulan las intervenciones con cuchillo sobre personas y
ganado. El hecho de que la práctica aparezca junto a la de carpinteros,
constructores navales o alfareros, indica una baja estima de quienes se
dedicaban a ella. Era una profesión manual en la que se drenaban abscesos, se
reducían fracturas o se operaban cataratas lo mismo que se marcaba a fuego a
los esclavos. Quienes la practicaban eran responsables de los frecuentes malos
resultados.
Por
el contrario, los que se llamaban médicos, tenían un status superior a pesar de
que todo indica que actuaban como meros charlatanes. La clave radica en la
naturaleza religiosa que se atribuía a la enfermedad. Adivinos que leían los
signos en vísceras de animales sacrificados, exorcistas que conjuraban los
malos espíritus o sacerdotes que recetaban drogas y recitaban conjuros, eran
quienes procuraban sanidad a los enfermos. Así que los médicos asirios eran
videntes, magos, exorcistas, drogueros y ornitománticos. La ciencia pues, aún
antes de haber nacido, se veía en este caso, abortada por la religión. La
teoría del origen de las enfermedades, la primitiva etiología, si es que es lícito llamarla así, se contaminaba de
religión. Básicamente las enfermedades podían ser causadas por un dios, aunque
lo más frecuente era que el dios se limitara a retirar su protección, dejando
el camino expedito a demonios, fantasmas y otros genios del mal, que se cebaban
con el paciente. Aquí la enfermedad es un castigo divino, la enfermedad es
consecuencia del pecado causado por una transgresión de las normas religiosas
que no necesariamente tiene que ser intencionada. Cualquier mínimo error en los
complicados rituales puede dar lugar al disgusto del dios de turno.
Caso
diferente es el de las matemáticas.
Con independencia de ritos y de creencias, las tablillas que han llegado hasta
nosotros representan un tesoro de conocimiento aritmético y en alguna menor
medida, geométrico. Encontramos en ellas las operaciones básicas además de cálculo
de fracciones, raíces, progresiones aritméticas, ecuaciones hasta de segundo
grado y una incipiente trigonometría.
No
obstante, ni siquiera las matemáticas se libran de la influencia omnímoda de la
religión. Siguiendo a Carlos Solís y Manuel Sellés en su obra Historia de la Ciencia (Espasa,
Barcelona 2005), sabemos que a los dioses
les corresponden números. Por ejemplo, los más elevados pertenecen a la tríada
máxima: a Anu (el Cielo), el 60; a Enlil (la Tierra), el 50; y a Ea (las
aguas), el 40. Descienden luego desde Sin (la Luna, 30) y Shamash (el Sol, 20)
hasta las deidades menores como Gibil (10) y Nusk (10), quedando las fracciones
para los demonios. Estos y otros ejemplos similares abonan la idea de los
difíciles comienzos de la ciencia en las sociedades religiosas, dificultad que
se ha prolongado a lo largo de los siglos y que, aunque las religiones cada vez
resulten más inconsistentes y ridículas, se prolongan todavía en la actualidad.
El
profe Bigotini no es tan viejo como las tablillas de Mesopotamia, pero sí lo
suficiente para sentirse a veces débil y enfermo. Me pide que os ruegue una
oración por su precaria salud.
La estupidez es la única enfermedad en la que no sufre el paciente sino todos los que están con él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario