martes, 7 de febrero de 2023

EL DIFÍCIL NACIMIENTO DE LA CIENCIA

 


Entre antropólogos e historiadores parece no haber ya dudas en que la evolución del pensamiento humano, al igual que ocurre en el desarrollo personal de cada individuo, pasa por tres fases que se suceden cronológicamente: magia, religión y ciencia. En lo relativo a esta última, la ciencia, materia de la que venimos ocupándonos en estos artículos, encontramos sus primeras y aún balbucientes manifestaciones en las primitivas sociedades agrícolas y ganaderas nacidas durante la llamada revolución neolítica. Este fenómeno, que comenzó tras el último periodo glacial y en varios focos geográficos por separado, aunque se admite que se produjeran intercambios entre ellos, culmina con la aparición de la escritura, un hallazgo que inaugura la Historia.

El pensamiento mágico, presente en los grupos humanos más primitivos, induce a relacionar desde aspiraciones elementales de subsistencia como el éxito en la caza, hasta fenómenos de la naturaleza como la sucesión de las estaciones, el movimiento de los astros o la maduración de los frutos, con acciones deliberadas que los propician. Es lo que Frazer y otros autores llaman magia simpatética mediante la que por ejemplo, el encendido ritual de grandes hogueras al final del invierno, propicia la llegada de la estación cálida, la abundancia de frutos y el regreso de las manadas de herbívoros.


En una segunda fase, la religiosa, el hombre se convence, quizá tras sucesivos fracasos de sus actividades mágicas, de que por sí mismo es impotente para dominar el medio natural, muchas veces hostil e impredecible. De manera que imagina detrás de cada fenómeno, una serie de fuerzas superiores o espíritus de los ríos, de los bosques, de los astros… a los que diviniza asignándoles nombres y atributos concretos. Dioses a los que mediante plegarias, sacrificios u otras acciones, se aplaca o se propicia para atraer sus favores.

Pues bien, el nacimiento, si no de la ciencia o el pensamiento científico como tales, sí al menos de las primeras intuiciones antes que certezas, sobre determinados fenómenos naturales, lo encontramos, al menos en su germen, ya en las primeras sociedades con división del trabajo y algún grado de jerarquización. Las más próximas culturalmente son quizá las que tuvieron como escenario el Creciente Fértil entre los ríos Tigris y Eúfrates, donde se produjeron las primeras domesticaciones de animales y plantas, donde parece que nació la más primitiva escritura, y donde en definitiva vieron la luz las primeras civilizaciones históricas.




Ya en el periodo acadio y posiblemente en tiempos anteriores, encontramos en las tablillas de arcilla desenterradas una gran cantidad de listas. Se trata de relaciones prolijas de plantas, de animales, de objetos de cualquier clase, que a pesar de agruparse casi siempre de formas que hoy nos resultan algo absurdas (los que vuelan, los que se arrastran, los que son de colores, los que no comen durante el día…), son a su manera un intento de clasificación. Es la denominada ciencia de las listas, que aspiraba a abarcar el conocimiento universal. Su fundamento podría resumirse de esta manera: si poseo físicamente miles de tablillas en las que aparecen los nombres de todas las cosas conocidas, poseo el conocimiento de todas ellas. Este es el principio de la mítica sabiduría del rey Salomón de quien se dice poseía una ingente colección de esas tablillas. Es también el germen de las primitivas bibliotecas.

Pero aquellos primeros escarceos que pudieran llamarse precientíficos o protocientíficos, no encontraron precisamente facilidades en unas sociedades regidas por la superstición. Basten como ejemplo dos de las actividades humanas surgidas en aquel tiempo, la medicina y las matemáticas.



En cuanto a la medicina, sin duda ya desde el tercer milenio existió la práctica quirúrgica. En el Código de Hammurabi del siglo XVIII a.C. se regulan las intervenciones con cuchillo sobre personas y ganado. El hecho de que la práctica aparezca junto a la de carpinteros, constructores navales o alfareros, indica una baja estima de quienes se dedicaban a ella. Era una profesión manual en la que se drenaban abscesos, se reducían fracturas o se operaban cataratas lo mismo que se marcaba a fuego a los esclavos. Quienes la practicaban eran responsables de los frecuentes malos resultados.

Por el contrario, los que se llamaban médicos, tenían un status superior a pesar de que todo indica que actuaban como meros charlatanes. La clave radica en la naturaleza religiosa que se atribuía a la enfermedad. Adivinos que leían los signos en vísceras de animales sacrificados, exorcistas que conjuraban los malos espíritus o sacerdotes que recetaban drogas y recitaban conjuros, eran quienes procuraban sanidad a los enfermos. Así que los médicos asirios eran videntes, magos, exorcistas, drogueros y ornitománticos. La ciencia pues, aún antes de haber nacido, se veía en este caso, abortada por la religión. La teoría del origen de las enfermedades, la primitiva etiología, si es que es lícito llamarla así, se contaminaba de religión. Básicamente las enfermedades podían ser causadas por un dios, aunque lo más frecuente era que el dios se limitara a retirar su protección, dejando el camino expedito a demonios, fantasmas y otros genios del mal, que se cebaban con el paciente. Aquí la enfermedad es un castigo divino, la enfermedad es consecuencia del pecado causado por una transgresión de las normas religiosas que no necesariamente tiene que ser intencionada. Cualquier mínimo error en los complicados rituales puede dar lugar al disgusto del dios de turno.



Caso diferente es el de las matemáticas. Con independencia de ritos y de creencias, las tablillas que han llegado hasta nosotros representan un tesoro de conocimiento aritmético y en alguna menor medida, geométrico. Encontramos en ellas las operaciones básicas además de cálculo de fracciones, raíces, progresiones aritméticas, ecuaciones hasta de segundo grado y una incipiente trigonometría.

No obstante, ni siquiera las matemáticas se libran de la influencia omnímoda de la religión. Siguiendo a Carlos Solís y Manuel Sellés en su obra Historia de la Ciencia (Espasa, Barcelona 2005), sabemos que a los dioses les corresponden números. Por ejemplo, los más elevados pertenecen a la tríada máxima: a Anu (el Cielo), el 60; a Enlil (la Tierra), el 50; y a Ea (las aguas), el 40. Descienden luego desde Sin (la Luna, 30) y Shamash (el Sol, 20) hasta las deidades menores como Gibil (10) y Nusk (10), quedando las fracciones para los demonios. Estos y otros ejemplos similares abonan la idea de los difíciles comienzos de la ciencia en las sociedades religiosas, dificultad que se ha prolongado a lo largo de los siglos y que, aunque las religiones cada vez resulten más inconsistentes y ridículas, se prolongan todavía en la actualidad.

El profe Bigotini no es tan viejo como las tablillas de Mesopotamia, pero sí lo suficiente para sentirse a veces débil y enfermo. Me pide que os ruegue una oración por su precaria salud.

La estupidez es la única enfermedad en la que no sufre el paciente sino todos los que están con él.


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