Actualmente
la mayor parte de la información que recibimos se transmite a través de la fibra óptica en forma de luz. Se trata de
verdaderas guías de luz mucho más ligeras y eficaces que los cables eléctricos
e insensibles al ruido y a otras interferencias. En unas pocas décadas la fibra
óptica se ha convertido en un elemento tecnológico imprescindible en nuestras
vidas. Es adecuada para comunicaciones de muy larga distancia y capaz de
alcanzar velocidades impensables hasta hace muy poco tiempo. Estamos pues ante
uno de los factores clave de la llamada revolución de las telecomunicaciones,
que ha hecho posible la apertura de auténticas autopistas de la información.
En
su estructura física, una fibra óptica está formada por un cilindro hueco
central transparente denominado núcleo,
que posee un elevadísimo índice de refracción sólo superado por el vacío y por
el aire. Este cilindro o núcleo está cubierto de un revestimiento también
transparente con un índice de refracción ligeramente más bajo que el del
núcleo. La pequeña diferencia de índices de refracción, del orden de unas pocas
milésimas, es muy importante porque si el revestimiento tuviera un índice de
refracción igual o superior al del núcleo, la luz no seguiría una trayectoria
uniforme, sino que alternaría zigzagueando entre ambas capas con la
consiguiente demora de la señal.
Así,
la luz enviada a través del núcleo se refleja en sus paredes, y el perfil de
índice asegura que exista una reflexión prácticamente total de los rayos que
viajan por el núcleo. De esta manera, el haz de luz se transporta incluso si la
fibra está doblada o presenta bucles. La fibra óptica puede emplearse para
conducir la luz entre dos lugares situados a cientos, incluso a miles de
kilómetros de distancia. La calidad de los materiales se basa sobre todo en su
homogeneidad. La eventual presencia de impurezas puede ser causa de dispersión
que reduciría seriamente el alcance de la señal.
El
rendimiento obtenido actualmente con la fibra óptica es mucho mayor que el de
las conexiones vía satélite, llegando a alcanzar capacidades de hasta un
terabit por segundo, es decir, un millón de bits. Esto permite por ejemplo, que
hasta un millón de habitantes de un país o una localidad puedan enviar
información al mismo tiempo a través de un océano, todo por medio de una sola
fibra y con una tasa de error muy limitada, casi insignificante. Los estándares
de calidad en telecomunicaciones imponen un máximo de un error por cada mil
millones de bits recibidos.
Y
si la parte material de esta tecnología resulta sorprendente, no lo es menos la
parte inmaterial, que es en definitiva la responsable del verdadero milagro.
Porque no transmitimos meramente luz, sino información a través de la luz. En
la parte emisora la información (en definitiva, ceros y unos en el código
binario informático) se traduce en impulsos eléctricos. Esta electricidad se
transforma en luz que viaja por la fibra, y en el lugar de recepción vuelve a
transformarse en impulsos eléctricos que traducidos otra vez a código binario,
producen sonidos, imágenes o escritura en el equipo de destino. Todas esas
complicadas traducciones se realizan gracias a operaciones matemáticas, las transformadas, que fueron imaginadas ya en el
siglo XVIII por mentes tan preclaras como las de Laplace o Fourier. Ahí radica
el verdadero milagro, por eso el viejo profe Bigotini no se cansa de desmentir
ese desgraciado tópico de que “estas matemáticas no me van a servir para nada
en la vida”. Nada más equivocado. Las matemáticas, la ciencia en general es
siempre útil. Diríamos que para nuestra actual calidad de vida, resulta del
todo imprescindible.
¿Para qué te vas a molestar en ofrecer argumentos, pudiendo recurrir a la demagogia? (del Manual del político).
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