El
final de la larga decadencia española que se alcanzó en 1898 con la pérdida de
las últimas colonias, sumió a sus habitantes en una depresión histórica, tanto
de carácter político, como demográfico y cultural. En 1900 la sociedad española
sufría un asfixiante predominio rural. De sus 18,6 millones de habitantes, nada
menos que 12,6 vivían en localidades de menos de 10.000 habitantes, lo que se
traducía, según expresión de Julio Valdeón, a quien seguimos en este breve
comentario, en un insoportable peso de la
población activa dedicada al sector primario. Nada menos que el 71% de la
población activa se ocupaba en la agricultura o la pesca. Una población rural abrumadoramente
mayoritaria, sometida a periódicas crisis de subsistencia por razones
climáticas. Sequías, plagas o malas cosechas acarreaban hambrunas y epidemias.
La malaria (fiebres cuartanas) era común en muchas áreas, y en la franja
levantina persistía como en ningún otro lugar de Europa, la lacra de la lepra.
El
panorama, sin embargo, se transforma de forma llamativa en las décadas
siguientes. En 1920 los ocupados en el sector primario habían descendido 12
puntos, descenso que se acentuará en el siguiente decenio hasta los 24 puntos
en 1930, en términos relativos exactamente lo mismo que en el periodo
desarrollista de la segunda mitad del siglo. A la reducción de la mano de obra
agraria se sumó un aumento de la productividad media por hectárea del 76%,
debido a la diversificación de los cultivos y al mayor consumo de abonos y
maquinaria. El valor del producto agrario pasó de 1.036 a 1.826 millones de las
pesetas de la época en los primeros treinta años del siglo XX. Dentro de la
evidente pobreza de grandes zonas del campo español, las cosas comenzaban a
cambiar a un ritmo más rápido y sostenido.
Por
otra parte, se disparó el fenómeno de las migraciones internas. Los campesinos
que abandonaban la tierra ya no lo hacían para tomar el barco que les llevara a
América, sino el tren para dirigirse a las ciudades. Urbes como Barcelona o
Madrid adquirieron entonces la fisonomía urbana que las hacía comparables a
otras grandes capitales europeas. Ampliaron su superficie, uniéndose a sus
cinturones industriales, lo mismo que Bilbao o Gijón, y en menor medida
Valencia, Sevilla, Zaragoza o Vigo. Entre 1900 y 1930 la mortalidad descendió
del 28 al 18%, mientras la natalidad lo hacía del 35 al 28,5, un tipo de
crecimiento demográfico moderno, comparable al de otros países de Europa
occidental. Se pasó de 18,6 a 23,7 millones de habitantes, el proceso de
urbanización se aceleró, y en 1930 España había dejado de ser un país
abrumadoramente rural.
La
urbanización habría sido imposible sin un paralelo auge de la industria. La
burguesía conoció un desarrollo notable. El predominio de las industrias
alimentarias, que en 1900 representaban el 40% de la producción industrial,
descendió hasta el 29% en 1930, mientras se ampliaban sectores vinculados a la
gran industria y el transporte, electricidad, química, construcción naval,
obras públicas… Hubo además un importante retroceso del analfabetismo, que se
redujo a la mitad en este tiempo, y aun lo haría mucho más durante el periodo
republicano que siguió. Algunos autores se han referido a este principio de
siglo como la edad de plata, y no sólo lo fue en el aspecto económico, sin
duda muy favorecido también por la neutralidad española en la Gran Guerra, sino
muy especialmente en el terreno cultural. Fue un tiempo de esplendor en la
producción artística y literaria. Periódicos, libros, revistas… un universo en
ebullición. También destacaron ingenieros, arquitectos, biólogos, matemáticos,
economistas, historiadores, filólogos…
Muchos
españoles, al menos los que formaban parte de las élites intelectuales,
comenzaron a viajar. Alemania, Francia o Gran Bretaña se convirtieron en destinos
habituales, y algunos se alargaron hasta cruzar el charco, no como emigrantes,
sino como profesionales de la arquitectura, la ingeniería, la música o la
pintura. Se incrementó de forma notable el laicismo en el espíritu de las
gentes. La Iglesia, que ya había perdido hacía tiempo a la clase obrera, vio
como los retoños de la burguesía abandonaban sus colegios y dejaban de asistir
a misa. Surgieron partidos políticos diferentes a los tradicionales conservador
y liberal que de forma machacona habían protagonizado el monótono panorama
político de la restauración: el partido Reformista de Melquiades Álvarez, el
Radical de Alejandro Leroux, los nacionalistas catalanes o el PNV vasco que
moderó un tanto el racismo provinciano y ultracatólico de su fundador Sabino
Arana, para presentarse a las elecciones simulando ser un partido moderno.
La
clase obrera se afiliaba a sindicatos de mayoritaria militancia como la CNT, o
como desde 1910, la UGT, y acudía en las ciudades a tertulias, redacciones o
ateneos. Se estaba gestando la Segunda República, y se estaban produciendo
profundas transformaciones sociales que desembocarían en sucesos históricos de
gran magnitud, como iban a serlo también los que afectarían poco después a
Europa entera y buena parte del resto del mundo. Pero esa, como le gusta decir
al viejo profe Bigotini, ya es otra historia.
-Hola,
traigo el coche porque dice mi mujer que una de las ruedas vibra.
-Hombre…
igual está un poco desequilibrada…
-¿Quién,
mi mujer?, si, si, mucho.
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