Edificada,
igual que Roma, sobre siete colinas, Constantino eligió el lugar de
fundación de Bizancio por su situación estratégica, último
bastión europeo frente al continente asiático. En el siglo VI, con
su millón de habitantes (los mismos que había llegado a alcanzar
Roma en su momento de máximo esplendor), Bizancio era la ciudad más
populosa del mundo, seguida a gran distancia por Cartago en occidente
y por Alejandría y Antioquía en oriente. La vida de la capital
constantinopolitana giraba alrededor de tres polos: la corte, el
hipódromo y la iglesia de Santa Sofía.
La
corte era una especie de ciudad dentro de la ciudad, como en Moscú
lo sería después el Kremlin. En el centro, rodeado de decenas de
edificios ministeriales y suntuosas villas privadas, se alzaba el
Palacio Sagrado, residencia del emperador. No muy lejos estaba el
palacio de la emperatriz, el lugar más misterioso y de más difícil
acceso de toda la metrópoli. Nadie podía atravesar sin permiso sus
umbrales, vigilados día y noche por eunucos armados. El mismo
emperador debía hacerse anunciar cuando se dirigía a visitar a su
esposa. Con sus ostentosos vestíbulos y sus salones cubiertos de
oro, mármoles y mosaicos, el Palacio Sagrado era el corazón de un
Imperio al que la Providencia parecía haber concedido la eternidad.
Para conferirle su carácter sacro, los emperadores habían reunido
en él las más preciosas reliquias de la Cristiandad: el lignum
crucis, la
corona de espinas y los esqueletos de los santos y los mártires más
de moda. Santa Elena había hecho trasladar allí el de san Daniel y
el de León VI, los de Lázaro y María Magdalena. Nicéforo y Juan
Tzimisces enriquecieron la colección con los cabellos de Juan el
Bautista y las sandalias de Jesucristo. Bajo la columna de
Constantino se exponían esas sandalias del pescador a la veneración
de los fieles que afluían en gran número. Los panes del milagro
(los peces no se conservaron porque aun no había frigoríficos).
Innumerables porciones del prepucio de Cristo…
No
todas esas reliquias serían auténticas, pero se consideraba
sacrílego a quien expresara la menor duda al respecto. Se
organizaron expediciones a Tierra Santa y a muchos otros lugares al
objeto de obtener nuevos tesoros, huesos, jirones de piel seca,
vísceras conservadas en aceite… Toda clase de inmundicias
expuestas en valiosos relicarios.
Los
gineceos del interior de la corte albergaban a miles de mujeres
dedicadas no sólo al servicio de alcoba, sino a toda clase de
labores, hilaturas y primorosos bordados de la seda que importaba de
oriente el Estado en régimen de monopolio. Los mismos emperadores
fueron en muchos casos comerciantes y hombres de negocios. Juan
Vatatzes vendiendo pollos, consiguió ganar lo suficiente para
comprar a la emperatriz una corona nueva.
El
hipódromo, sustituto del foro de la antigua Roma, era el lugar donde
se desarrollaban las carreras de carros. Allí también se preparaban
las conjuras. De los graderíos, capaces de albergar hasta cuarenta
mil espectadores, partía la chispa que podía desencadenar la
revolución. Los homicidios, los raptos y las palizas estaban a la
orden del día entre las dos facciones rivales, los verdes y los
azules. La fuerza pública era impotente contra la afición. Lo era
hasta el emperador que, para conservar el trono debía asegurar el
normal desarrollo de los juegos y procurar no desairar de alguna
manera a cualquiera de los dos partidos.
Santa
Sofía era el tercer gran centro de atracción de Bizancio. Aunque en
la capital había otras cuatrocientas iglesias, ninguna podía
competir con Santa Sofía. Ideada por Justiniano y construida por el
célebre arquitecto Antemio de Tralles, era la residencia oficial del
patriarca y el más importante lugar de reunión y plegaria de la
Cristiandad oriental. Charlatanes, beatos y supersticiosos, a los
griegos les entusiasmaban las discusiones religiosas abiertamente
fomentadas por el clero secular. Capítulo aparte merecen los monjes
y anacoretas. Gozar de su confianza constituía un privilegio. Alejo
I, en sus campañas militares, solía alojar a uno de esos monjes en
su tienda. Los ermitaños, cuanto más estrafalarios mejor, eran
especialmente reverenciados. San Nicéforo convenció al emperador
para que aboliera el impuesto sobre los santos óleos. San Daniel,
que vivía encaramado a una columna en las afueras, recibía por
orden de Teodosio II un paraguas cada vez que llovía. También gozó
de gran fama san Teodoro Siceota por pasar la cuaresma encerrado en
una jaula, y san Basilio el Menor por instruir a la emperatriz Elena
sobre el modo de tener un hijo. En este caso se ignoran los detalles
escabrosos.
Bizancio
era en suma, una ciudad cosmopolita y desmesurada, un crisol de
lenguas, razas y costumbres, una amalgama de griegos, ilirios,
escitas, asiáticos y africanos, unidos por la ortodoxia religiosa y
la lengua común. Eso sí, desgarrado por la infinidad de herejías
que se prodigaron allí como en ningún otro lugar de la Cristiandad.
Pero ese es ya otro tema. El profe Bigotini, poco dado a discusiones
y sutilezas bizantinas, prefiere instruir a las mocitas sobre el modo
de tener hijos a base de clases teórico-prácticas la mar de
divertidas.
Viejo
verde entablaría relación con chica ecologista.
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