miércoles, 15 de mayo de 2019

BIZANCIO, LA SEGUNDA ROMA



Edificada, igual que Roma, sobre siete colinas, Constantino eligió el lugar de fundación de Bizancio por su situación estratégica, último bastión europeo frente al continente asiático. En el siglo VI, con su millón de habitantes (los mismos que había llegado a alcanzar Roma en su momento de máximo esplendor), Bizancio era la ciudad más populosa del mundo, seguida a gran distancia por Cartago en occidente y por Alejandría y Antioquía en oriente. La vida de la capital constantinopolitana giraba alrededor de tres polos: la corte, el hipódromo y la iglesia de Santa Sofía.

La corte era una especie de ciudad dentro de la ciudad, como en Moscú lo sería después el Kremlin. En el centro, rodeado de decenas de edificios ministeriales y suntuosas villas privadas, se alzaba el Palacio Sagrado, residencia del emperador. No muy lejos estaba el palacio de la emperatriz, el lugar más misterioso y de más difícil acceso de toda la metrópoli. Nadie podía atravesar sin permiso sus umbrales, vigilados día y noche por eunucos armados. El mismo emperador debía hacerse anunciar cuando se dirigía a visitar a su esposa. Con sus ostentosos vestíbulos y sus salones cubiertos de oro, mármoles y mosaicos, el Palacio Sagrado era el corazón de un Imperio al que la Providencia parecía haber concedido la eternidad. Para conferirle su carácter sacro, los emperadores habían reunido en él las más preciosas reliquias de la Cristiandad: el lignum crucis, la corona de espinas y los esqueletos de los santos y los mártires más de moda. Santa Elena había hecho trasladar allí el de san Daniel y el de León VI, los de Lázaro y María Magdalena. Nicéforo y Juan Tzimisces enriquecieron la colección con los cabellos de Juan el Bautista y las sandalias de Jesucristo. Bajo la columna de Constantino se exponían esas sandalias del pescador a la veneración de los fieles que afluían en gran número. Los panes del milagro (los peces no se conservaron porque aun no había frigoríficos). Innumerables porciones del prepucio de Cristo…


No todas esas reliquias serían auténticas, pero se consideraba sacrílego a quien expresara la menor duda al respecto. Se organizaron expediciones a Tierra Santa y a muchos otros lugares al objeto de obtener nuevos tesoros, huesos, jirones de piel seca, vísceras conservadas en aceite… Toda clase de inmundicias expuestas en valiosos relicarios.
Los gineceos del interior de la corte albergaban a miles de mujeres dedicadas no sólo al servicio de alcoba, sino a toda clase de labores, hilaturas y primorosos bordados de la seda que importaba de oriente el Estado en régimen de monopolio. Los mismos emperadores fueron en muchos casos comerciantes y hombres de negocios. Juan Vatatzes vendiendo pollos, consiguió ganar lo suficiente para comprar a la emperatriz una corona nueva.

El hipódromo, sustituto del foro de la antigua Roma, era el lugar donde se desarrollaban las carreras de carros. Allí también se preparaban las conjuras. De los graderíos, capaces de albergar hasta cuarenta mil espectadores, partía la chispa que podía desencadenar la revolución. Los homicidios, los raptos y las palizas estaban a la orden del día entre las dos facciones rivales, los verdes y los azules. La fuerza pública era impotente contra la afición. Lo era hasta el emperador que, para conservar el trono debía asegurar el normal desarrollo de los juegos y procurar no desairar de alguna manera a cualquiera de los dos partidos.


Santa Sofía era el tercer gran centro de atracción de Bizancio. Aunque en la capital había otras cuatrocientas iglesias, ninguna podía competir con Santa Sofía. Ideada por Justiniano y construida por el célebre arquitecto Antemio de Tralles, era la residencia oficial del patriarca y el más importante lugar de reunión y plegaria de la Cristiandad oriental. Charlatanes, beatos y supersticiosos, a los griegos les entusiasmaban las discusiones religiosas abiertamente fomentadas por el clero secular. Capítulo aparte merecen los monjes y anacoretas. Gozar de su confianza constituía un privilegio. Alejo I, en sus campañas militares, solía alojar a uno de esos monjes en su tienda. Los ermitaños, cuanto más estrafalarios mejor, eran especialmente reverenciados. San Nicéforo convenció al emperador para que aboliera el impuesto sobre los santos óleos. San Daniel, que vivía encaramado a una columna en las afueras, recibía por orden de Teodosio II un paraguas cada vez que llovía. También gozó de gran fama san Teodoro Siceota por pasar la cuaresma encerrado en una jaula, y san Basilio el Menor por instruir a la emperatriz Elena sobre el modo de tener un hijo. En este caso se ignoran los detalles escabrosos.


Bizancio era en suma, una ciudad cosmopolita y desmesurada, un crisol de lenguas, razas y costumbres, una amalgama de griegos, ilirios, escitas, asiáticos y africanos, unidos por la ortodoxia religiosa y la lengua común. Eso sí, desgarrado por la infinidad de herejías que se prodigaron allí como en ningún otro lugar de la Cristiandad. Pero ese es ya otro tema. El profe Bigotini, poco dado a discusiones y sutilezas bizantinas, prefiere instruir a las mocitas sobre el modo de tener hijos a base de clases teórico-prácticas la mar de divertidas.

Viejo verde entablaría relación con chica ecologista.



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