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sábado, 7 de julio de 2018

CENTAUROS DEL DESIERTO

Modesto y resperuoso homenaje a John Ford y Alan LeMay


Anochecía en la pradera. En la cabaña de los Edwards ardía amoroso, el fuego del hogar. Eran una familia instalada en la incierta frontera entre la civilización y la barbarie. Acabada la contienda Civil que había enfrentado a la Unión y la Confederación, las naciones indias desenterraban sus viejas hachas sepultadas en el polvo del desierto, y adornaban sus rostros con pinturas de guerra. Las buenas gentes de Texas habían cometido el error de luchar junto a sus hermanos del sur, y quizá por eso en Washtington habían decidido que los tejanos debían defenderse por sus propios medios. Granjeros y ganaderos se organizaron en unidades escasamente armadas, los rangers, pequeños grupos de jinetes, impotentes para controlar un territorio tan extenso. Los experimentados ojos de Henry Edwards, el padre de familia, escrutaron una vez más el horizonte, anhelando no hallar ninguna señal inquietante. Sin embargo, aquella puesta de sol estaba fatalmente destinada a convertirse en un ocaso sangriento.


Henry tomó su rifle. -Salgo a cazar un conejo, mintió. Hunter, el hijo mayor, y Ben, apenas un adolescente, cargaron los suyos, dispuestos a acompañar a su padre. Ben inició el silbido de una vieja balada, y fue interrumpido bruscamente por un ademán del padre. Fue en ese instante cuando Martha Edwards comprendió lo que estaba ocurriendo, y aquella certeza se le clavó en el corazón como una daga. ¡Ahí afuera acechaban los salvajes! La muerte alargaba las sombras de los matorrales hasta hacerlas parecer dedos descarnados que reptando se acercaban más y más a la cabaña. Los tres varones y la señora Edwards tomaron posiciones con sus rifles en las estrechas saeteras de las ventanas. Lucy, la hija mayor, comenzó a llorar muerta de miedo, mientras la pequeña Debbie, una mocosa aun, continuaba jugando con su muñeca de trapo, ajena por completo a la próxima tragedia. -Debbie, querida, ¿recuerdas dónde está la tumba de la abuela, allá detrás del viejo álamo? Vas a jugar a esconderte con tu muñeca. Papá te sacará por la ventana de atrás, y correrás hasta allá sin hacer ningún ruido. Luego, pase lo que pase, te vas a quedar en ese lugar muy callada y muy quieta, ¿lo has entendido?- Y la niña asintió con la cabeza, haciendo que sus preciosos bucles rubios flotaran en el aire de una forma encantadora. Aquella fue la última visión agradable que tuvieron sus padres y sus hermanos.

La mañana siguiente, a treinta millas de la cabaña de los Edwards, una patrulla de rangers divisó la espesa columna de humo. Entre ellos estaban Etham Edwards, hermano de Henry, el mejor explorador del territorio, y mi padre, Martin Pauley, que entonces era todavía un muchacho que no había comenzado a afeitarse. Galoparon como alma que lleva el diablo, pero llegaron demasiado tarde. Etham y Martin fueron los primeros en hallar los cinco cadáveres. Los cinco estaban horriblemente mutilados. Según la costumbre de los comanches, les habían arrancado la cabellera, y con toda seguridad habían violado a las dos mujeres. Inútilmente buscaron a la pequeña Debbie. Los indios solían llevarse a las niñas pequeñas, y sin duda eso era lo que había ocurrido. El reverendo Mathison, que capitaneaba el grupo de rangers, pronunció ante las tumbas un breve responso. Mose Harper, el más estrafalario de la partida, del que todos decían que estaba un poco loco, propuso que cantaran un himno, pero Etham Edwards no lo consintió. Estaba impaciente por salir en persecución de aquellos malditos asesinos. En aquel momento, de haber podido hacerlo, Etham habría aniquilado a todos los comanches y los kiowas que habitaban la faz de la tierra. Se marcó dos únicos objetivos para el resto de su vida: vengarse de cuántos pieles rojas se pusieran en su camino, y encontrar a su sobrina Debbie.


Pasaron semanas y meses, y poco a poco la pequeña tropa se fue disolviendo por diferentes motivos. Todos tenían un hogar al que regresar. Todos menos Etham Edwards y mi padre, el entonces joven Martin Pauley, que a pesar de ser huérfano, siempre consideró a los Edwards como su familia. Pasaron años enteros, las estaciones se sucedían inexorablemente, y aquellos centauros del desierto siguieron erguidos en sus monturas. Resultaría demasiado prolijo enumerar siquiera las muchas peripecias y enormes obstáculos a los que se enfrentaron el hombre y el muchacho... Me disponía a hacer un resumen, cuando el profe Bigotini me hizo seña de que me largara, para continuar él la narración, así que lo que leeréis a continuación es obra suya. Quedáis advertidos.

En Medicine Bow, Etham fue tiroteado por unos comancheros mejicanos. Menos mal que en la taberna del pueblo pudieron encontrar al bueno del doctor Boone. Estaba borracho como una cuba, así que mi papi le preparó diez galones de café cargado, con un buen puñado de sal y otro de pólvora. Algo más despejado, reconoció a Martin y le dijo: -Muchacho, llévame con tu tío Etham. El viejo yacía en un sucio establo, cubierto de sangre y boñigas de caballo, pero el buen doctor se había visto en peores situaciones. Pidió agua caliente y toallas limpias, abrió su viejo maletín y, conteniendo a duras penas el temblor de sus manos de alcohólico terminal, comenzó a operar a corazón abierto. Le extrajo dieciséis balas de diferentes lugares (ventrículo izquierdo, pulmón derecho, hígado, páncreas, riñones, testículos, bazo, senos paranasales, planta del pie y bolsillo de atrás, entre otros), luego le hizo la vasectomía, le operó de apendicitis y le sacó tres muelas. A los diez minutos, Etham y él se pimplaron a medias una botella de güisqui de Kentucky, mientras entonaban canciones obscenas. -Tengo que irme Doc, le dijo Etham. -¿Qué se debe por la cirugía? -A vosotros no os cobraré nada, les dijo. -Bastará con que me convidéis a un trago la próxima vez. Y de nuevo los centauros siguieron su camino.


Etham Edwards era un gran explorador, es verdad, pero alguna vez perdió el rastro. En medio de una gran nevada invernal, se empeñó en continuar hacia el norte noroeste. -Nort by Nortwest, repetía (en inglés, claro, porque hablaban en inglés). Martin le advirtió que aquella era otra película, y que ni siquiera era de John Ford, pero él, erre que erre, al norte noroeste. -¡Pero si llevamos recorridas miles de millas!, se lamentaba Martin. A lo que Etham contestaba que Texas era enorme... Total, que al cabo de unos meses se plantaron en el Estrecho de Bering. -¡Desde cuándo hay esquimales en Texas, tío Etham!, le gritó Pauley ya un poquito molesto, la verdad. Los recogió un carguero ruso, y después de recorrer medio mundo durante otros seis años, regresaron al punto de partida. Con mil baratijas que habían traído de lugares tan dispares como China, Egipto, o Andorra, comerciaron con las diferentes tribus que se iban encontrando y así consiguieron alguna información sobre el posible paradero de la pequeña Debbie, que a esas alturas debía ser ya toda una mujer. Finalmente, después de una carga del Séptimo de Caballería que arrasó un remoto poblado kiowa, encontraron conmocionado a un indio muy feo que llevaba puesto en la cabeza el vestidito de la niña, y en la mano una ajada muñeca de trapo. -¿Dónde tienes a Debbie, maldito piel roja?, le preguntó Martin mientras le zarandeaba. Etham le detuvo: -¿Es que no te das cuenta?, ella es Debbie, es nuestra Debbie, que ha crecido y se ha convertido en una señorita.

No había en toda Texas un hombre más testarudo que Etham Edwards. Se llevaron a la fuerza a aquel indio piojoso, que andando el tiempo llegó a ser mi tía Deborah. Aún me parece estar viéndola en la iglesia, recitando los salmos con aquella voz ronca, o tomando el té con las otras damas del Ejército de Salvación. En tiempos de sequía, los granjeros de la comarca le rogaban que bailara para ellos la danza de la lluvia, y ella, como era una mujer caritativa, accedía gustosa. No sé si en su juventud fue un buen guerrero kiowa. Sólo sé que en su edad madura fue una dama cristiana de conducta intachable. Pero eso sí, ¡qué fea era la jodida tía Deborah!

-Doctor Boone, ayúdeme. Esta horrible y contagiosa infección me va a matar.
-Muchacho, tómate estos tranchetes de queso. Uno cada ocho horas.
-Usted cree que los tranchetes me curarán, Doc?
-No lo sé hijo, pero es lo único que pasa por debajo de la puerta.



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