Modesto y resperuoso homenaje a John Ford y Alan LeMay
Anochecía
en la pradera. En la cabaña de los Edwards ardía amoroso, el fuego
del hogar. Eran una familia instalada en la incierta frontera entre
la civilización y la barbarie. Acabada la contienda Civil que había
enfrentado a la Unión y la Confederación, las naciones indias
desenterraban sus viejas hachas sepultadas en el polvo del desierto,
y adornaban sus rostros con pinturas de guerra. Las buenas gentes de
Texas habían cometido el error de luchar junto a sus hermanos del
sur, y quizá por eso en Washtington habían decidido que los tejanos
debían defenderse por sus propios medios. Granjeros y ganaderos se
organizaron en unidades escasamente armadas, los rangers, pequeños
grupos de jinetes, impotentes para controlar un territorio tan
extenso. Los experimentados ojos de Henry Edwards, el padre de
familia, escrutaron una vez más el horizonte, anhelando no hallar
ninguna señal inquietante. Sin embargo, aquella puesta de sol estaba
fatalmente destinada a convertirse en un ocaso sangriento.
Henry
tomó su rifle. -Salgo a cazar un conejo, mintió. Hunter, el hijo
mayor, y Ben, apenas un adolescente, cargaron los suyos, dispuestos a
acompañar a su padre. Ben inició el silbido de una vieja balada, y
fue interrumpido bruscamente por un ademán del padre. Fue en ese
instante cuando Martha Edwards comprendió lo que estaba ocurriendo,
y aquella certeza se le clavó en el corazón como una daga. ¡Ahí
afuera acechaban los salvajes! La muerte alargaba las sombras de los
matorrales hasta hacerlas parecer dedos descarnados que reptando se
acercaban más y más a la cabaña. Los tres varones y la señora
Edwards tomaron posiciones con sus rifles en las estrechas saeteras
de las ventanas. Lucy, la hija mayor, comenzó a llorar muerta de
miedo, mientras la pequeña Debbie, una mocosa aun, continuaba
jugando con su muñeca de trapo, ajena por completo a la próxima
tragedia. -Debbie, querida, ¿recuerdas dónde está la tumba de la
abuela, allá detrás del viejo álamo? Vas a jugar a esconderte con
tu muñeca. Papá te sacará por la ventana de atrás, y correrás
hasta allá sin hacer ningún ruido. Luego, pase lo que pase, te vas
a quedar en ese lugar muy callada y muy quieta, ¿lo has entendido?-
Y la niña asintió con la cabeza, haciendo que sus preciosos bucles
rubios flotaran en el aire de una forma encantadora. Aquella fue la
última visión agradable que tuvieron sus padres y sus hermanos.
La
mañana siguiente, a treinta millas de la cabaña de los Edwards, una
patrulla de rangers divisó la espesa columna de humo. Entre ellos
estaban Etham Edwards, hermano de Henry, el mejor explorador del
territorio, y mi padre, Martin Pauley, que entonces era todavía un
muchacho que no había comenzado a afeitarse. Galoparon como alma que
lleva el diablo, pero llegaron demasiado tarde. Etham y Martin fueron
los primeros en hallar los cinco cadáveres. Los cinco estaban
horriblemente mutilados. Según la costumbre de los comanches, les
habían arrancado la cabellera, y con toda seguridad habían violado
a las dos mujeres. Inútilmente buscaron a la pequeña Debbie. Los
indios solían llevarse a las niñas pequeñas, y sin duda eso era lo
que había ocurrido. El reverendo Mathison, que capitaneaba el grupo
de rangers, pronunció ante las tumbas un breve responso. Mose
Harper, el más estrafalario de la partida, del que todos decían que
estaba un poco loco, propuso que cantaran un himno, pero Etham
Edwards no lo consintió. Estaba impaciente por salir en persecución
de aquellos malditos asesinos. En aquel momento, de haber podido
hacerlo, Etham habría aniquilado a todos los comanches y los kiowas
que habitaban la faz de la tierra. Se marcó dos únicos objetivos
para el resto de su vida: vengarse de cuántos pieles rojas se
pusieran en su camino, y encontrar a su sobrina Debbie.
Pasaron
semanas y meses, y poco a poco la pequeña tropa se fue disolviendo
por diferentes motivos. Todos tenían un hogar al que regresar. Todos
menos Etham Edwards y mi padre, el entonces joven Martin Pauley, que
a pesar de ser huérfano, siempre consideró a los Edwards como su
familia. Pasaron años enteros, las estaciones se sucedían
inexorablemente, y aquellos centauros del desierto siguieron erguidos
en sus monturas. Resultaría demasiado prolijo enumerar siquiera las
muchas peripecias y enormes obstáculos a los que se enfrentaron el
hombre y el muchacho... Me disponía a hacer un resumen, cuando el
profe Bigotini me hizo seña de que me largara, para continuar él la
narración, así que lo que leeréis a continuación es obra suya.
Quedáis advertidos.
En
Medicine Bow, Etham fue tiroteado por unos comancheros mejicanos.
Menos mal que en la taberna del pueblo pudieron encontrar al bueno
del doctor Boone. Estaba borracho como una cuba, así que mi papi le
preparó diez galones de café cargado, con un buen puñado de sal y
otro de pólvora. Algo más despejado, reconoció a Martin y le dijo:
-Muchacho, llévame con tu tío Etham. El viejo yacía en un sucio
establo, cubierto de sangre y boñigas de caballo, pero el buen
doctor se había visto en peores situaciones. Pidió agua caliente y
toallas limpias, abrió su viejo maletín y, conteniendo a duras
penas el temblor de sus manos de alcohólico terminal, comenzó a
operar a corazón abierto. Le extrajo dieciséis balas de diferentes
lugares (ventrículo izquierdo, pulmón derecho, hígado, páncreas,
riñones, testículos, bazo, senos paranasales, planta del pie y
bolsillo de atrás, entre otros), luego le hizo la vasectomía, le
operó de apendicitis y le sacó tres muelas. A los diez minutos,
Etham y él se pimplaron a medias una botella de güisqui de
Kentucky, mientras entonaban canciones obscenas. -Tengo que irme Doc,
le dijo Etham. -¿Qué se debe por la cirugía? -A vosotros no os
cobraré nada, les dijo. -Bastará con que me convidéis a un trago
la próxima vez. Y de nuevo los centauros siguieron su camino.
Etham
Edwards era un gran explorador, es verdad, pero alguna vez perdió el
rastro. En medio de una gran nevada invernal, se empeñó en
continuar hacia el norte noroeste. -Nort by Nortwest, repetía (en
inglés, claro, porque hablaban en inglés). Martin le advirtió que
aquella era otra película, y que ni siquiera era de John Ford, pero
él, erre que erre, al norte noroeste. -¡Pero si llevamos recorridas
miles de millas!, se lamentaba Martin. A lo que Etham contestaba que
Texas era enorme... Total, que al cabo de unos meses se plantaron en
el Estrecho de Bering. -¡Desde cuándo hay esquimales en Texas, tío
Etham!, le gritó Pauley ya un poquito molesto, la verdad. Los
recogió un carguero ruso, y después de recorrer medio mundo durante
otros seis años, regresaron al punto de partida. Con mil baratijas
que habían traído de lugares tan dispares como China, Egipto, o
Andorra, comerciaron con las diferentes tribus que se iban
encontrando y así consiguieron alguna información sobre el posible
paradero de la pequeña Debbie, que a esas alturas debía ser ya toda
una mujer. Finalmente, después de una carga del Séptimo de
Caballería que arrasó un remoto poblado kiowa, encontraron
conmocionado a un indio muy feo que llevaba puesto en la cabeza el
vestidito de la niña, y en la mano una ajada muñeca de trapo.
-¿Dónde tienes a Debbie, maldito piel roja?, le preguntó Martin
mientras le zarandeaba. Etham le detuvo: -¿Es que no te das cuenta?,
ella es Debbie, es nuestra Debbie, que ha crecido y se ha convertido
en una señorita.
No
había en toda Texas un hombre más testarudo que Etham Edwards. Se
llevaron a la fuerza a aquel indio piojoso, que andando el tiempo
llegó a ser mi tía Deborah. Aún me parece estar viéndola en la
iglesia, recitando los salmos con aquella voz ronca, o tomando el té
con las otras damas del Ejército de Salvación. En tiempos de
sequía, los granjeros de la comarca le rogaban que bailara para
ellos la danza de la lluvia, y ella, como era una mujer caritativa,
accedía gustosa. No sé si en su juventud fue un buen guerrero
kiowa. Sólo sé que en su edad madura fue una dama cristiana de
conducta intachable. Pero eso sí, ¡qué fea era la jodida tía
Deborah!
-Doctor
Boone, ayúdeme. Esta horrible y contagiosa infección me va a matar.
-Muchacho,
tómate estos tranchetes de queso. Uno cada ocho horas.
-Usted
cree que los tranchetes me curarán, Doc?
-No
lo sé hijo, pero es lo único que pasa por debajo de la puerta.
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