La
etapa helenística, que se inició con el auge de Macedonia, y
alcanzó su apogeo durante el reinado de los herederos de Alejandro
en Oriente y el Mediterráneo, tuvo como inevitable efecto colateral
la decadencia del resto de ciudades estado griegas. La dominación de
Macedonia sobre Grecia tomó la forma de una hegemonía. Su carácter
quedó definido con precisión cuando tuvo lugar el Congreso de
Corinto, que Filipo, padre de Alejandro, había convocado en 338
a.C., poco antes de su muerte. El suceso provocó en Grecia una
insurrección, que fue rápidamente sofocada por Alejandro el Grande,
y que terminó con la completa derrota y aniquilamiento de sus
principales opositores, los tebanos. Sin embargo, ni entonces ni en
ningún otro momento posterior Macedonia logró someter bajo su
completo dominio a las ciudades griegas. Estas continuaron
disponiendo de sí mismas, aun estando forzadas a tolerar una
intromisión más o menos grande de su poderosa vecina del norte. Se
produjo pues una de las más sobresalientes paradojas históricas,
puesto que Alejandro y sus sucesores fueron capaces de dominar gran
parte del mundo conocido en su época, pero no consiguieron doblegar
de manera efectiva a las ciudades y las ligas griegas.
En
concreto, Atenas, la más importante y prestigiosa de ellas,
consiguió si bien a duras penas, sobrevivir con bastante dignidad en
ese periodo. Atenas, después del desastre de Queronea, había
sufrido poco, y hasta había conocido bajo la administración del
orador Licurgo, un nuevo, aunque breve, periodo de prosperidad
(338-327 a.C.), que hasta cierto punto puede compararse al siglo de
Pericles. Sin embargo, el periodo que siguió a la muerte de
Alejandro fue para la ciudad ateniense una época de dolorosas
pruebas. Además, la lucha contra la hegemonía macedónica se
complicó con una pugna interior entre los elementos democráticos y
aristocráticos. La revuelta de 295 fue particularmente lamentable,
porque agotó las últimas reservas financieras de la ciudad. Fue
preciso incluso fundir el manto de oro de la Atenea de Fidias. En el
curso de todo el siglo siguiente, Atenas simplemente se limitó a
sobrevivir, y acabó por descender hasta el nivel de otros estados
griegos menores y hasta insignificantes.
Pero
a partir del siglo II a.C., tuvo efecto una transformación
importante. Atenas aprendió a sacar rendimiento y en definitiva, a
vivir de su glorioso pasado. Roma y los romanos (los nuevos ricos de
aquel entonces) quieren cultivarse, honrando a Atenas como a la
principal creadora de la civilización. Roma protege a la vieja y
prestigiosa Atenas de mil maneras, e incluso le otorga el don de
nuevas posesiones. Atenas no sufre ni siquiera el pillaje de Grecia
de 146, porque conserva su estatus de ciudad libre o civitas
libera. Su Constitución queda reformada definitivamente en el
sentido aristocrático a imitación del patriciado romano, y el
principal órgano administrativo vuelve a ser, como antes de Solón,
el Areópago. Se desarrolla la ciudad, aumenta su bienestar, y los
patricios romanos compiten por enviar a sus hijos a la universidad
ateniense, formada por diferentes escuelas filosóficas. Es verdad
que hubo un borrón en este idilio de los romanos con los atenienses.
La descabellada alianza que Atenas pactó con Mitrídates tuvo como
consecuencia el sitio de la ciudad por Sila en el año 83. Sin
embargo, la amistad acabó por restablecerse, y desde entonces hasta
el fin de la República, Atenas siguió siendo a los ojos de Roma la
ciudad admirable por su pasado y su cultura en la que intentaban
mirarse como en un espejo. Algo comparable a lo que han sido y aun
son a los ojos de los occidentales modernos, Florencia, Venecia o la
misma Roma. Bigotini, que aunque no sea precisamente moderno, es todo
lo occidental que se puede ser, adora Roma, Venecia y Florencia, y se
postra ante Atenas hasta barrer el suelo de la Acrópolis con esos
bigotes de escoba que tiene.
Evito
siempre predecir de antemano, porque es mucho más fácil hacerlo a
posteriori. Winston Churchill.
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