Juan
Pedro Martínez Longhands estaba nervioso. Era diputado desde las
últimas elecciones celebradas solo un par de meses atrás. De hecho,
era uno de los más jóvenes diputados en la historia de la
democracia. Se había afiliado a su partido muy poco antes de la
convocatoria electoral, y había salido elegido casi de milagro.
Ocupaba el quinto lugar en las listas de su provincia. Le habían
puesto allí porque era joven y quizá porque gracias a su madre
británica, tenía unos apellidos mixtos que sonaban muy bien en este
país de papanatas. El caso es que la renuncia de última hora del
número uno de su partido en la lista provincial (caso que suscitó
una gran polémica), y la muerte repentina, ya tras las elecciones,
de la compañera que iba en cuarto lugar de aquella lista paritaria
(chico, chica, chico, chica...) le situaron en el tercer puesto. Para
acabar de rematar la carambola, por primera vez en su provincia
salieron elegidos tres diputados del partido más votado (el suyo).
Tradicionalmente solían sacar sólo uno o a lo sumo dos de los tres
escaños que correspondían a la provincia, pero esta vez, y por sólo
un puñado de votos de diferencia, salieron los tres primeros, y
claro, aunque de rebote, él era el tercero.
Juan
Pedro Martínez Longhands estaba nervioso porque de un momento a otro
iba a producirse en el congreso de los diputados la votación para
aprobar la subida de tarifas eléctricas. Unos días antes había
comprometido su voto favorable a cambio de un dinero importante que
alguna mano amiga depositaría en cierta cuenta de Suiza, y de la
promesa de una silla en el consejo de administración de la compañía
cuando concluyera la legislatura. Tenía puestas en esa votación
grandes esperanzas para su futuro. Y es que la cosa no iba a parar
ahí. Su perfecto dominio del inglés y su gran ambición no habían
pasado inadvertidas a ciertos personajes poderosos que iban a
ocuparse de su carrera política. Sería primero eurodiputado y
después su grupo en la eurocámara lo propondría para presidir la
comisión europea. Todo estaba calculado al milímetro. Desde su
importante puesto favorecería los intereses de quienes le
patrocinaban en la sombra, lo que le reportaría una suma
astronómica. Soñaba ya con embarcaciones de recreo, espléndidas
amantes, automóviles de lujo, riqueza, poder...
Juan
Pedro Martínez Longhands estaba nervioso. Tan nervioso estaba, y tan
absorto en sus pensamientos más propios de la lechera del cuento que
de un político sensato, que no escuchó al presidente del congreso
cuando dio paso a la votación, y en consecuencia el incremento de
las tarifas eléctricas se aprobó sin su voto. Contempló a sus pies
los restos de la lechera rota. Adiós embarcaciones de recreo, adiós
riqueza y adiós poder. Se contempló a si mismo sentado en su escaño
rodeado de decenas de compañeros de partido y a la vez solo,
completamente solo. Vio el reproche pintado en los rostros que le
rodeaban. Sabía que todos ellos recibirían su recompensa de
aquellas manos amigas. Aquellas manos a las que él ya no podría
recurrir más. Volvió a mirar uno a uno a aquellos que a partir de
entonces iban a darle la espalda, y en su boca se formó una mueca de
desprecio y resonó en su interior una palabra que estalló en sus
labios como una bomba: ¡corruptos!
Juan
Pedro Martínez Longhands estaba nervioso, pero su nerviosismo no le
impidió recorrer las redacciones de los diarios, los estudios
radiofónicos y los platós televisivos repitiendo a voz en grito
aquella acusación: ¡corruptos!
Poco
después renunció a su escaño. Formó su propio partido. Un partido
honrado compuesto por militantes honrados. Con la honradez por
bandera continuó en política muchos años. Nunca llegó a ocupar
cargos públicos de importancia. Nunca llegó a enriquecerse. Se hizo
viejo y le sorprendió la muerte soñando aun con aquellas amantes
esculturales, aquellos automóviles de lujo, aquella riqueza que
nunca disfrutó y aquel poder que nunca pudo ejercer. Tuvo una
sepultura sencilla, desprovista de cualquier signo exterior de
riqueza, sin ningún lujo. Ese lujo que tanto aborreció públicamente
a lo largo de su andadura en política. El sencillo epitafio rezaba:
“Aquí yace un hombre honrado”.
Al
principio muchos simpatizantes y muchas personas de bien iban a
llevarle flores. Con el tiempo las visitas se hicieron cada vez menos
frecuentes. Alrededor de la tumba circulaba una curiosa leyenda: cada
vez que alguien se acercaba allí con alguna vasija, algún objeto de
cristal o de otras materias frágiles, se les escurrían de las manos
como peces, y acababan en el suelo hechas añicos, como acaban a
veces las esperanzas de algunos.
Para
triunfar en política, el secreto es la honradez. Olvídate de la
honradez y el triunfo está asegurado.
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